Archivo de la categoría: Número 03 (2009)

Un artículo de Andrés González-Blanco en la revista Estudio: “Teixeira de Pascoaes y el saudosismo” (1917)

Andrés González-Blanco
Nota introductoria de Antonio Sáez Delgado
Universidad de Evora

Reproducimos a continuación el artículo que el encendido lusófilo Andrés González-Blanco dedicó a Pascoaes y al Saudosismo en la revista Estudio de Barcelona en 1917. En él establece un diálogo, basado en su contemporaneidad cronológica, entre el Futurismo de Marinetti y el Saudosismo, del que presenta sus fundamentos étnicos, históricos y filológicos, así como su influencia en la literatura y la política y sus vínculos con España, en un amplio texto potr el que circulan los nombres de Francisco Villaespesa –tan próximo al espíritu lusitano en libros como Viaje sentimental (1909), Saudades (1910) o en los poemas inéditos hasta su muerte La Quinta de las Lágrimas- o del propio Fernando Pessoa.
Sin embargo, lo más interesante de este texto (además de poner lúcidamente en confrontación y diálogo dos conceptos tan distantes a priori como Futurismo y Saudosismo) es la crítica abierta que realiza González-Blanco del cierto carácter integrista que cobra a sus ojos el Saudosismo de Pascoaes, a quien se atreve a calificar como “un pensador, a ratos genial, a ratos trivial” cuando se refiere a la exclusividad portuguesa del término y del concepto de saudade. En esta línea de pensamiento, y tomando como base el argumento étnico de Pascoaes que fragua el Saudosismo en el cruce de las sangres aria y semita en el origen de la raza lusitana, González-Blanco reclama también ese mismo componente para todos los pueblos ibéricos, reivindicando al autor de Os poetas lusiadas un sentimiento de saudade común al espacio ibérico.
De hecho, el autor no traduce nunca la palabra “saudade” en sus versiones de poesía portuguesa, exactamente igual que hace Fernando Maristany. Creo firmemente que la tentativa que esboza en estas páginas González.-Blanco de aproximación al concepto de saudade como tronco común de los pueblos ibéricos se fundamenta, además de en la poesía de Maristany, en la de otros numerosos poetas del Novecientos español, en cuyos versos (pienso en los Poemas de provincia de González-Blanco, en Juan Sierra, en Pimentel, en algunos libros de Enrique Díez-Canedo o de José del Río Sáinz (rezuma esa sombra de la saudade a la que se unieron, utilizando expresivamente esa misma palabra, el Rubén Darío de Impresiones y sensaciones, el González-Blanco narrador, Villaespesa en sus poemas y el propio Ramón Gómez de la Serna en sus conocidas novelas portuguesas, entre otros.
Anecdóticamente, hay que destacar que esta es la primera vez, al menos que sepamos hasta el momento, que aparece nombrado el nombre de Fernando Pessoa en un medio español, concretamente en un texto crítico de una revista literaria de Barcelona –si no tenemos en cuenta los textos publicados en Galicia, especialmente como consecuencia de la recepción de la revista Orpheu, aún en 1915. La alusión de González-Blanco a Pessoa como crítico literario del saudosismo se basa en los artículos que publicó en 1912 en A Águia.

Referencia:

Andrés González-Blanco: “Teixeira de Pascoaes y el Saudosismo”. Estudio, nr. 57, Barcelona, 1917, 391-414)

Saudosismo y futurismo

Casi sumultáneamente con la aparición de los manifiestos futuristas, cuando hervía en las calles de Venecia, de Trieste y de Turín la protesta sucitada por las exageraciones de Marinetti, y de sus epígonos Paolo Buzzi, Enrico Cavaccioli, y Gian Pietro Lucini, germinaba en Portugal un movimiento de idéntica naturaleza, aunque de orientación absolutamente divergente: el saudosismo, que los mismos futuristas designarían con el híbrido, feo y galicista título de paseismo.
Le paseisme llama, en efecto, Marinetti en su libro-programa El futurismo (publicado en edición francesa en París, en el año 1911) al culto del pasado, al estéril y platónico tributo rendido a las generaciones pretéritas. Aquí, en castellano un poco más puro, aunque algo más pedantesco, podríamos llamarlo el preteritismo. Marinetti lo ha anatemizado en palabras elocuentes, pero injustas, viendo en él la decadencia de un pueblo y el estancamiento de una literatura. La admiración al pasado puede tolerarse (sostiniene pontificalmente Marinetti) en los moribundos, los inválidos y los presos. “Para ellos la admiración al pasado es un bálsamo a sus heridas desde el momento en que les está vedado el porvenir. Pero ¡no para nosotros, los jóvenes, los fuertes y los vivaces futuristas!” .
Como antídoto a este veneno del paseismo (sígase empleando el hórrido barbarismo para darle mayor eficacia) Marinetti ha recomendado a sus amigos los pintores y poetas futuristas la destrucción de bibliotecas y museos y toda suerte de reliquias del tiempo pasado. “!Adelante los buenos incendiarios de dedos carbonizados! ¡Aquí, aquí! ¡Quemad con el fuego de vuestros rayos las bibliotecas!… ¡Desviad el curso de los canales para inundar los sótanos de los museos! ¡Que naden aquí y allá los lienzos gloriosos!… ¡Mano a las piquetas y a los martillos! ¡Socavad los cimientos de las ciudades venerables!…”
Claro es que esto viene a ser el trompetazo heroico, la carga impetuosa de caballería para enardecer a los neófitos, ya que en otros momentos, bajo un signo zodiacal más apacible, el nuevo Omar de Milán ha depuesto algo sus ardores; y así, por boca de su abogado defensor Cesare Sarfatti, que le sacó a flote cuando hubo de habérselas con la justicia por la publicación de Mafarka el futurista, atenúa y palía un poco las ardorosas declaraciones del Primer Manifiesto futurista. Cuando trata de explicar el desdén al pasado, el abogado Sarfatti, que en el curso de su escrito de defensa se ha declarado paladinamente futurista (io lo sono per intero), se expresa de esta suerte: “No queremos los futuristas destruir las iglesias, los museos, las obras de arte; queremos destruir aquel culto del pasado que constituye un obstáculo en la vida artística, científica, literaria, política, italiana; queremos destruir esa especie de lacra senil por la cual en todos los concursos es preferido el más anciano, en paridad de méritos, mientras un país joven debería preferir al más joven. Queremos destruir una tendencia por la cual un pedazo de leño, solamente porque es antiguo, es digno de veneración. Queremos destruir, no los museos, sino tantas cosas feas, tantos desechos como los museos contienen. Delante del León X de Rafael o el Juicio Final de Miguel Angel o una Madonna del Beato Angelico, no cogeremos la tea para incendiar, la piqueta para destruir… No; futuristas, pasadistas, presentistas, estamos todos reunidos en la adoración de lo bello…” (Véase F. T. Marinetti: Distruzione.- Poema futurista col processo e l´assoluzione di “Mafarka il futurista ; pág. 96.- Edizione futurista di “Poesia”. Milán, 1911.)
Martinetti, no obstante, vulve a reaccionar y en unas Conclusiones futuristas a los españoles con que nos regaló y que publicó aquí la revista Prometeo, vuelve a anatemizar “el tradicionalismo, es decir, el culto metódico y estúpido del pasado, el inmundo comercio de las nostalgias históricas, que hace de Venecia, de Florencia y de Roma las tres últimas llagas de nuestra Italia convaleciente” (El futurismo; edición española, págs. 175 y 176).
¿Qué semejanza puede haber, pues, entre el futurismo proclamado por Marinetti en Italia y el saudosismo que predica, como nueva cruzada lusitana, Teixeira de Pascoaes en Portugal, desde el año 1912? Semejanza de fondo, de orientación, de tendencia, ninguna; antes bien antagonismo irreductible. El mismo Teixeira de Pascoaes habla del futurismo con sobrado desdén en uno de sus más jugosos folletos polémicos: “En Italia nótase también un movimiento literario, aunque orientado por un restringido ideal de progreso, en el frío y metálico sentido de la palabra. Refiérome al futurismo. Cantos del motor. Aeroplanos. Versos eléctricos ¡son títulos de poemas! ¡Ved hasta dónde llega la obsesión científico-industrial! ¡Oh, pobre Musa futurista, tu mirada es un brillo de barniz en pupilas de cristal!… Paseas al vapor entre nubes de polvo, en tu férreo cuerpo estridente, vestido de reclamos comerciales” .
Sin embrago, hay grandes puntos de contacto entre ambos movimientos literarios: el futurismo, o marinettismo, impulso hacia nuevas formas de arte, aspiración clara, azul, mediterránea, y el saudosismo, o teixerismo, más vagoroso, más sugestivo, menos nítido, impregnado de la dulce niebla de la tierra portuguesa. Ambos parecen envolverse en un manto negativo, de destrucción de los viejos ídolos literarios, de desenvoltura iconoclasta hacia los precursores, de desdén por toda forma literaria que no sea la suya peculiar. Y no obstante, en el fondo, ambos movimientos son afirmativos, creadores, constructores, renovadores…
Las pintorescas y egolátricas frases de Marinetti en el prefacio-dedicatoria de Mafarka el futurista revelan bien a las claras cuál es el sentido afirmativo de la tendencia futurista: “Esta novela es polifónica, como nuestra alma. Es a la vez un canto lírico, una epopeya, uan novela de aventuras y un drama… Soy el único que ha osado escribir esta obra maestra y a mis manos morirá un día cuando el esplendor creciente del mundo haya igualado al suyo y lo haya hecho inútil”. Y cuando habla de su antecesor inmediato, d D´Annunzio, bien claramente advierte que, aún deseándole convertir al futurismo, le respeta como figura literaria, con su gesto inicial de precursor. “Gabriele d´Annunzio nos sigue de lejos, como paseista convertido, sin tener el valor (bien entendido) de renunciar a su innumerable clientela de erotómanos enfermizos y arqueólogos elegantes” .

¿Qué es el saudosismo?

Ante todo, para advertir las similitudes de orientación, convendrá saber lo que es uno y otro movimiento. ¿Qué es el futurismo? Un movimiento de reacción contra la literatura encopetada y académica, contra el lugar común retórico, contra el culto al pasado, contra la adoración idolátrica hacia los modelos clásicos y, por último, contra la Italia oficialq ue consintió en soportar la humillante presión del tacón militar austriaco en Trieste y en Fiume y que no supo crear un nacionalismo fuerte y vigoroso, sin agresiones fanfarronas, pero sin resignación a todos los vilipendios . Esto representa el futurismo; en literatura, el espíritu revolucionario, hostil a todas las normas clásicas y a todas las rebeldías románticas de oropel, de encargo, de simulación; en suma, podría definirse el futurismo por analogía como se definió el romanticismo: el liberalismo en literatura… En política, el futurismo representa la actitud ofensiva hacia Austria, la posición antimonárquica un poco condicionada (algo semejante a la del reformismo aquí, mutatis mutandi), la guerra al clericalismo y a la explotación industrial de Italia como estación de turista y alcoba de las parejas amorosas del mundo entero. El mismo Marinetti nos lo expondrá más explícitamente en la especie de programa político del futurismoq ue formula ante el trono italiano:
“La monarquía italiana ¿va a colaborar con nosotros a la realización del gran sueño? Nos permitimos dudarlo, porque no quiere salir de ese papel pacífico, puramente honorario y decorativo, que conserva desde el día en que Mazzini, Garibaldi y Cavour le ofrecieron nuestra península independiente y unificada. Por eso no reconocemos a la monarquía ningún derecho directo sobre la nación, sino deberes urgentes que debe cumplir, so pena de desaparecer antes de que haya llegado su hora.

1º. La monarquía italiana debe, ante todo, consolidar el orgullo nacional preparando la guerra.
2º. Debe romper la Triple Alianza, lazo vergonzoso que nos tiene atados, a pesar nuestro, a nuestro único enemigo: Austria.
3º. Debe enterrar y barrer a nuestro más grave enemigo interior: el clericalismo; y desembarazar nuestra capital del Vaticano.
4º. Debe reconstituir a Roma sobre un doble podería industrial y comercial y libertarla de esa deshonrosa y aleatoria industria de lso extranjeros.

Observad que al afirmar estas verdades no somos los portavoces de los socialistas ni de los republicanos. Todos los partidos políticos italianos están hoy podridos de oportunismo y de cobardía; nosotros somos el desinfectante futurista, el ácido corrosivo revolucionario. Concebimos la república, no como un fin ideal y definitivo, sino como una forma de gobierno transitoria, que sucederá fatalmente a la monarquía y nos permitirá ir más lejos” .
El saudosismo a su vez representa el intento de reintegración de Portugal a su vida genuina y autóctona, la reincorporación en su papel de pueblo histórico, la sacudida del yugo del constitucionalismo francés y del romanismo . Teixeira de Pascoaes ve en el saudosismo, ante todo, una regresión al Portugal histórico, una liberación de la influencia de tutelas extranjeras. Portugal extranjerizado es lo que él abomina y detesta. Desea que brote de la nueva era lusiada el Portugal autóctono, no infectado de constitucionalismo francés; al modo como en la Guerra de la Independencia, para repeler la agresión napoleónica, brotó nuestra ingenua u nativa espontaneidad peninsular. ¡Lástima que no pudiera lograrse esta restauración de toda la gran Iberia histórica!… Pero está escrito que lo que por la sangre está unido solo con la sangre se separa y –lo que es más doloroso- sólo con la sangre y la opresión se vuelva a unir. Lo mismoq ue vínculos muy tenues aglutinan e integran los diversos pueblos en una misma nacionalidad, diferencias muy tenues los separan y dividen por siglos. El caso de Suecia y Noruega es típico a este respecto. No comparemos –comparaison n´est pas raison- pero hagamos un punto de meditación.

Fundamentos étnicos, históricos y filológicos del saudosismo

No es un puro declamador ni un retórico, Teixeira de Pascoaes. Es un pensador, a ratos genial, a ratos trivial, y trata de fundamentar su doctrina. Teixeira de Pascoaes arranca de una base etnográfica para definir el saudosimo. La Península Ibérica ha sido poblada por dos grupos de pueblos “de los cuales descienden los actuales castellanos, andaluces, vascos, catalanes, gallegos y los portugueses” . Una de las ramas étnicas diferenciadas por caracteres de naturaleza física y moral, es la aria –griegos, romanos, celtas, godos, normandos, etc.; -la otra es la semita –fenicios, cartagineses, judíos y árabes. El ario creó la civilización griega, el culto de la forma, la armonía plástica, el paganismo; el semita creó la civilización judaica, el culto del Espíritu, el Viejo Testamento, la Unidad Divina, el Cristianismo que es la suprema afirmación de la vida espiritual. “El ario concibió la Belleza objetiva. El Dios del ario es el sol fijando y detallando las actitudes, las líneas, las formas voluptuosas; la Divinidad de los semitas es el astro de la noche, la luna diluyendo en sombra espiritual los aspectos corpóreos de las cosas y los seres. El ario cantó en las cumbres del Parnaso la verde alegría terrestre; el semita glorificó en los cerros del Calvario el dolor salvador que eleva las almas hacia el cielo”. Abreviando: el ario trajo a Iberia el paganismo, y el semita el cristianismo.
La teoría de Teixeira de Pascoaes es bien acomodaticia, pues según los prolegómenos que fielmente he expuesto, el saudosismo originario de la fusión de los elementos arios y de los elementos semitas, no es exclusivo de Portugal y conviene a todos los pueblos ibéricos. La saudade es, de hecho, como palabra, una creación lusitana; mas el sentimiento que informa esa palabra es patrimonio de todos los pueblos de Iberia donde han encarnado las dos fuertes razas arias y semíticas. Un poco prematura es, pues, decidir, como decide Teixeira de Pascoaes, que “aparte de algunos hechos de naturaleza histórica, hay un hecho de naturaleza psicológica, el cual demuestra que las sangres de aquellas dos razas se cruzaron en partes iguales cuando dieron origen a la raza lusitana, que es, de esta forma, la más perfecta síntesis de las antiguas ramas étnicas”.
¿No podría aplicarse esta fórmula de psicología colectiva al sur de España, por lo menos, a la Andalucía donde aparecen tan fusionados los elementos semita y ario? ¿No hay una perfecta equivalencia en vegetación, terreno, constitución craneana, costumbres, carácter. Modalidad psicológica entre las gentes que pueblan el sur de España –más bien el sudoeste- y las que pueblan el sur de Portugal, la región de los Algarves, especialmente? Si hay alguna diferenciación, será la diferenciación que ha establecido una historia diferente. Autóctonamente, quitado el lastre de varios siglos de separación, los habitantes de estas dos comarcas son idénticos; pertenecen a idéntica raza y ostentan los mismos caracteres étnicos.
La prueba está en que las investigaciones etnográficas no han establecido diferencias entre el sur de España y el sur de Portugal . La prehistoria ha respetado una semejanza que en vano la Historia trata de borrar. Estaremos definidos como dos nacionalidades diversas, pero no estamos definidos como dos pueblos distintos.
Todo ello prueba que la historia se ha empeñado en separar lo que el destino había querido que estuviera unido. Y a fe que consiguió separarlo, porque ¿cómo dos pueblos resisten por varios siglos, ni siquiera por años, al esfuerzo tenaz y constante de dinastías suicidas, políticos y estadistas desacertados, que traten de separarlos? Entre España y Portugal no hay disentimiento fundamental, no hay diferencia substancial, no hay línea divisoria de raza; y, sin embargo, debiendo estar indisolublemente unidos, permanecemos separados.

Españolismo y portuguesismo

Y si unidos estuviéramos por el vínculo de la fraternidad política y literaria, ya que separados estamos por las fronteras territoriales, aún podría llevarse con paciencia la separación; pero estamos separados de una y otra manera, irreductiblemente, en lo político, en lo geográfico, en lo literario. Un escritor catalán residente en Portugal y que publicaba sus libros en portugués, escribe: Como se estivessem distanciadas por milhares de leguas, as duas nações ibéricas vivem uma ao lado da outra desconhecendo-se mutuamente , o como dijo en pintoresca frase doña Emilia Pardo Bazán, “son como dos familias que, viviendo en la misma casa, al encontrarse en la calle, ni siquiera se saludan” .
Claro que no es el mejor camino para unir dos pueblos lanzar temerarias insinuaciones como las que el señor Teixeira de Pascoaes lanza en alguno de sus folletos. Habalndo de nuestro don Miguel de Unamuno y de la interpretación que da al quijotismo español (o quixotismo resurge animado pelo genio de um homem que se chama Miguel Unamuno; Cervantes encontrou o seu Profeta, o verdadeiro interprete do seu pensamento) advierte así a sus compatriotas: Extranho Deus a força de ser homem (Don Quijote). El vendrá a salvar a España. Y los portugueses no deben perder de vista a Don Quijote. Su lanza puede volverse contra nosotros. A sua lança pode voltar-se contra nós .
No es éste ciertamente el buen camino del iberismo. Menos aún lo es aquella otra pretensión, un poco bufa y grotesca (dígase con todo respeto) de designar Galicia como una Alsacia portuguesa. Esto ya rebasa los límites de lo tolerable. Cuando atribuye la saudade al pueblo portugués como su característica, añade que es también atribuíble a Galicia, porque Galicia es un pedazo de Portugal bajo las patas del león de Castilla. A Galiza é um bocado de Portugal sob as patas do leão de Castella. A Galiza é a nossa Alsacia! .
A más de inconveniente, esto es inexacto; tanto valdría decir que el Rosellón es la Alsacia de Cataluña o los Algarves la Alsacia de Andalucía. Con ese acomodaticio criterio el mundo está poblado de Alsacias irredentas. Y si volvemos la oración por pasiva y tomamos el punto de vista del señor Teixeira de Pascoaes ¿no sería Portugal una enorme Alsacia y Lorena que España dejó perder y a la cual por debilidad nunca suspiró en revancha justa?…
Mas este punto de vista, sólo accidental y traslaticiamente lo he señalado. Ni la fobia hispana ni la fobia lusitana son planos en que podamos situarnos para enfocar el iberismo. En esto digo con Navarro y Monzó: Podem preconceitos atavicos despertar velhos sentimentos de hispanofobia, podem aberrações intellectuaes de enthusiamo pueril por povos exoticos dar lugar a declamações odientas contra os aliados naturaes da nação portuguesa nas grandes luctas de raças que o seculo XIX previu e que o futuro nos prepara, mas que alguem, con animo sereno e raciocinando um pouco, sustenha que as relações entre os dois reinos da peninsula devem continuar sendo o que são, e impossivel .
¿Qué necesidad tiene el señor Teixeira de Pascoaes ante sus patrizios, que ya de por sí andan muy predispuestos a creer a pies juntillas en todo lo que de allende Badajoz venga de truculento y agresivo, de agitar el fantasma do perigo hespanhol, para dar vida intensa al renacimiento lusitano? O genio portuguez, en su expresión filosófica, poética y religiosa, cifra toda su grandeza en el hecho de ser independiente, no en el de ser antagónico al pueblo español. Si el mismo señor Teixeira de Pascoaes nos caracteriza diciéndonos que “en el pueblo español domina la sangre semita que lo tornó ferozmente espiritualista, violento y dramático” , ¿por qué busca irreductibles antinomias en expresiones geográficas que carecen de todo valor y que sólo las guerras de conquista y de invasión y de rapiña han consolidado? Si a las síntesis geográficas nos atuviésemos, ¿se nos tacharía de soñadores y de inexactos a los españoles si proclamásemos que España es una nación mutilada, un organismo nacional, al que se le han amputado miembros muy principales de su cuerpo, desde el momento en que no abarca Portugal?… Pero a más de ser indelicado con nuestros vecinos ¿no sería quizá inoportuno en un estudio sociológico o de alta crítica literaria?
Igualmente inoportuna –sed non erat hic locus- resulta ese explosivo trompetazo del señor Teixeira de Pascoaes sobre Galicia-Alsacia, en medio de un estudio sereno y puro, de la índole de los estudios que en Alemania organizó Lazarus, de la Völkerpsychologie…
A menos que el señor Teixeira de Pascoaes nutra esperanzas locas de revancha y aliente en su seno las víboras de un chauvinisme a semejanza del de Maurras en Francia, que tendría doble tacha, la de ser copia y la de resultar bufo, pues las revanchas que en una nación fuerte pueden llegar a ser un ideal nacional, en una nación chica y desmedrada resultan grotescas. ¿O es que, bajo la capa rota del fadista, del cantor del saudosismo, del sentimentalista quiere el señor Teixeira de Pascoaes que anide y se oculte el aborrecedor del castellano, el chauviniste de la Avenida da Liberdade?… Sería entonces llegado el momento de que nosotros estimulásemos al pueblo español dormido y entonces… señor Teixeira de Pascoaes, à la guerre comme à la guerre.- Y no quiero reforzar mi argumento con aquellas desalentadoras expresiones de João da Ega en aquella escena pintoresca de Os Maias –durante la comida en casa de Cohen- que (no me lo negaría el señor Teixeira) son depresivas para sus paisanos. Me redargüiría él que Carlos de Maia y Cruges y el mismo Cohen y sobre todo el romántico poeta Thomas de Alencar rebaten las pesimistas y desalentadoras paradojas de Ega; pero es evidente que si ellos representaban un grupo de opinión portuguesa también Ega –y a su modo grotesco, bufo y desatinado, el clubman Dámaso Salcede- representaban otro grupo de opinión portuguesa, por lo menos de la época en que el gran Eça de Queiroz escribía su novela.
Pero no tema, señor Teixeira de Pascoaes, ni nos acordaremos de la conversación del gran Ega, ni como el mayor Bratt, que dizia coisas perfidamente desagradaveis para Portugal , incubaremos un nidal de envidias a sus colonias; pero es a condición de que ellos no evoquen Aljubarrota todas las mañanas, ni nos hablen de que Galicia es su Alsacia, es decir, la tierra irredenta que han de recobrar.- Fica entendido, Sr. de Teixeira? –En lenguaje diplomático, para prestarle mayor solemnidad, se ha de contestar: – C´est entendu!…

La esencia del saudosismo

Cuando el señor Teixeira de Pascoaes abandona el tono de fulminación antiespañola y deja las estridencias de la reivindicación galicio-alsaciana, hay en él un encanto de sinceridad que atrae y una fluidez de prosa que cautiva. Cuando se siente netamente portugués, es cuando está elocuente. “Queremos un Portugal portugués y, al mismo tiempo, humano. Queremos nuestra patria de acuerdo con el Pasado y con el Futuro, clavando las raíces en la noche de la Recordación para florecer a la luz de la Esperanza y crear su obra espiritual, religiosa, obra de amor y sacrificio” .
Según el señor Teixeira, el alma lusitana pocas veces se ha revelado en su plena espontaneidad, ahogada como ha estado por influencias extranjeras. La desnacionalización de Portugal, su descastación paulatina y sorda, data del día en que unos lusitanos romanizados, mercenarios, vendieron a Roma la vida de Viriato, o simbolo mais antigo da nossa independencia .
Fórmase después la nacionalidad portuguesa. Viriato revive en Nun Alvares, Vasco de Gama, Alfonso Henriques. Es la época de la lucha heroica por la integración de la personalidad lusitana. El genio lusitano se revela bajo su doble aspecto aventurero y descubridor, que le asimila con el genio hispánico, pero con diferenciaciones características. Según Eça de Queiroz, la característica del genio aventurero portugués es la cautela, la prudencia, cierto influjo italiano que lo liberta del exceso de quijotismo español. “En Portugal hay más serenidad en la fuerza; el carácter portugués es más semejante con el carácter italiano; nuestros sabios, nuestros navegantes, nuestros descubridores tenían más lucidez del tiempo de Galileo que la fe del tiempo de Dante; las navegaciones son prudentes” .
Al espíritu aventurero agrega el señor Teixeira de Pascoaes como característica portuguesa el temperamento mesiánico, ese soplo de sebastianismo que, según el mismo Eça, late en el fondo del alma portuguesa . E no Infinito onde subeu, a Aventura, feita de Messianismo, penetrou-se de vigor celeste; e, rasgando o nevoeiro de manhã sebastianista, reaparece na terra de Portugal, vestida espiritualmente con luz do sol .
Manifiéstanse estas características en el ciclo heroico portugués, en la era lusiada que ahora quiere renovar el señor Teixeira. Mas surge entonces la influencia española, la incautación hispánica del alma portuguesa; -sugiere el señor Teixeira (yo diría: la natural supremacía de un pueblo de más habitantes y que entonces estaba en el culmen de su gloria) y entonces los extranjeros vienen, no vestidos a la romana, sino vestidos a la española. El espíritu portugués cae por fin derrotado aos pés intrusos dos Filipes, según frases del señor Teixeira. Reaparece, não ainda em corpo vivo, mas en phantasma de nevoeiro, a Saudade luctuosa, a travez das suas lagrimas, visiona o Desejado. Os seus olhos perdem-se na neblina do mar que desenha vagamente, ao longe, a ilha do Encantamento. E a voz de profecia no Bandarra e divina eloquencia em Vieira .
El período pombalino es, según el parecer de Teixeira de Pascoaes, el esfuerzo de un hombre aislado, la lucha de una personalidad poderosa, “pero distante del pueblo que comprendió y sintió mal”. Exacto; y hasta tiene una analogía singular con el período de nuestro Carlos III, asesorado por Floridablanca y el Conde de Aranda; Campomanes o Jovellanos más tarde representan en España algo idéntico a Pombal en Portugal; individualidades poderosas que luchan por imponer su criterio europeo a una masa atrasada. De ahí lo efímero de la obra del marqués de Pombal, como de la obra de nuestros europeístas anticipados a su época.
Desde 1820, el alma lusiada enmudece. “La casta extranjerizada alcanza su mayor predominio, principalmente en la política y en la literartura, con raras y gloriosas excepciones, como el Frei Luis de Souza, de Garrett”. Durante todo el siglo XIX se acentúa cada vez más la influencia francesa. En política, impera el constitucionalismo a la francesa, que hace reclamar al padre del mismo Teixeira de Pascoaes, en las postrimerías del siglo, un día, en 1898, en pleno Parlamento: Morremos de envenenamento constitucional!… grito que recuerda el “morimos de empacho de legalidad” de nuestro Ruiz Zorrilla.

El saudosismo en literatura

En literatura las modas venían de Francia, como a España, aunque en Portugal, por el mayor contacto comercial y diplomático, aún llegaran ciertas corrientes del pensamiento británico. Pero lo francés era lo predominante. Eça de Queiroz ha escrito un artículo titulado O Francezismo que ha sido recopilado en su libro póstumo titulado Ultimas páginas, y en él dice, entre otras cosas peregrinas e irónicas, lo siguiente, muy significativo: “En todo el tiempo que vagúe por las márgenes del Mondego, creo que no abrí un libro portugués, a no ser, en vísperas de examen y con infinita repugnancia, la Novísima Reforma Judicial. Mas conocía, como todos mis amigos, cada novelista, cada poeta francés, no sólo en su obra, sino en su vida, en sus amores, en sus tics y en su estado de fortuna…”.
La liberación de la influencia exótica en literatura y en política, es uno de los intentos más nobles y laudables del saudosismo. En literatura, quiere crear un arte portugués que no reciba emanaciones extranjeras; desea también hacer que renazca la pintura portuguesa, la escultura, la música, la arquitectura genuinamente lusitana. En escultura, el arte portugués ya ha dado una obra maestra y sintética: O Desterrado, de Soares dos Reis, que es un símbolo de la raza; O Desterrado é a Esfinge da Raça no recanto esquecido dum esquecido Museu municipal. Soares dos Reis es “el precursor de los actuales poetas, el precursor del verdadero arte lusitano” .
En pintura, Cervantes de Haro (a quien Teixeira de Pascoaes llama “la más bella esperanza del arte portugués”) y Antonio Carneiro anuncian el nuevo arte. En música, el Orfeón de Oporto y el de Coimbra, dirigidos por Antonio Joyce y Fernando Montinho, realizarán la forma armónica del saudosismo. En literatura, el grupo de la “Renascença Portuguesa” que acaudilla el señor Teixeira de Pascoaes, y que integran poetas como Jaime Cortesão, Augusto Casimiro, Mario Beirão, Alfonso Duarte, y prosistas como el Vizconde de Villa-Mora, creará una nueva prosa y una nueva poética e infundirá a ambas un nuevo sentido espiritual. Hasta tiene su filósofo el saudosismo: Leonardo Coimbra, con su teoría del creacionismo, que define el conocimiento de las cosas compuesto de dos elementos, como la saudade, de espíritu y de materia… Y no cabe duda que el saudosismo va creando ambiente e influyendo en la opinión portuguesa y formando un género nuevo de lirismo que, abandonando “el eterno rumor de las faldas de Elvira” (como decía Eça de Queiroz en A Correspondencia de Fradique Mendes) se inspira en el amor de la patria y en la exaltación de los héroes nacionales.
Aun recientemente en su Oracão à Patria, el nuevo poeta João de Barros que posee “la vehemencia de Junqueiro, la emotividad ampliamente humana de Cesario Verde y que es del linaje del gran Camoens” –según el sentir del escritor lusófilo Phileas Lebesgue – canta los futuros destinos de una patria tan noble como la patria portuguesa, que quiere renacer a los sueños de grandeza y volver a reinar en el mundo…
Entre los nuevos poetas destacan Manuel de Silva Gaio –que en las Cancões do Mondego cantó la belleza del suelo natal, y ahora en Chave dourada (Renascença Portuguesa; Oporto, 1917) exalta el pasado para proclamar la necesidad del sacrificio; Cándido Guerreiro, cantor regional del Algarve, que en sus sonetos algunos puramente religiosos, entronca con el parnasianismo de Antonio Feijoo; João Amaral, Alberto Monsaraz, Alberto Monforte, João de Lebre e Lima, que en su Livro do Silencio paga su tributo a Lopes Vieira y a Eugenio de Castro, pero manteniéndose íntegramente personal; Vaz Passos, cantor naturalista (Terra fecunda Livro do sol, da terra e da vida), y Luis Coelho, inspirándose en el folklore lusitano y alentando ahora cual nuevo Tirteo a los hijos caballerescos de Lusitania que van a los campos de Francia (Espelho do Ceo; Renascença Portuguesa ; Oporto, 1917).
Y en todos ellos, como véis, palpita un lirismo nuevo; hasta los que no son adeptos del saudosismo, los que no están afiliados, se inspiran en las normas poéticas que el saudosismo ha promulgado. Jaime Cortesão acaba de escribir su libro O Infante de Sagres; drama épico y fatalista, representativo de la grandeza del antiguo Portugal, de los viejos y austeros navegadores –quando nós tinhamos navigadores!, como dice melancólicamente el Teodoro de O Mandarim, de Eça de Queiroz- sobre los cuales gravita la corneliana figura de Don Henrique, alma de hierro, cruel a fuerza de amar, su vocación patriótica, incorruptible en su abnegación por la patria, vacilando entre el amor y la piedad fraternales y la devoción a su país; porque el desastre de Tánger le plantea el conflicto de la pérdida de Ceuta o el martirio de un hermano querido. El Infante no cede y hasta rechaza al sacerdote que viene a exhortarle al arrepentimiento…
He aquí un nuevo concepto del teatro poético puesto en vigor por el saudosismo. El amor de la patria tiene en ella cantores apasionados. El culto de los héroes les inspira épodos gloriosos; el espíritu nacional alienta en todos ellos. El señor Jaime Cortesão es el dramaturgo del saudosismo, dramaturgo de aliento épico, histórico a lo d´Annunzio, al mismo tiempo con reminiscencias de los viejos maestros del teatro romántico lusitano (Mendes Leal, Almeida Garrett, Costa Cascaes) así como el señor Leonardo Coimbra –el propulsor de la teoría del creacionismo- es su filósofo y es su novelista el vizconde de Villa-Moura y quiere ser su crítico literario el señor Fernando Pessoa, que, de deducción en deducción, ha llegado a hablar de la aparición del supra-Camoens.

El saudosimo en política

En política, para descostrar el pueblo portugués de la capa de extranjerismo que le han echado encima sus gobernantes extranjerizados, habría que emprender varias reformas, según el señor Teixeira de Pascoaes.
Mas antes de todo, “es preciso que Portugal sea gobernado por hombres representativos de su raza y no por bachilleres desnacionalizados, que apenas tienen en su cerebro vagas teorías jurídico-sociales, importadas del extranjero, bebidas aprisa en la Universidad de Coimbra, ese terrible foco desnacionalizador, por cruel ironía situado en medio del más extraño paisaje quincentista, donde la sombra de Camões y la sombra de Bernardino traspasan el claro de luna” .
Es preciso, además, que las leyes portuguesas no sean calcos serviles y confusas copias de leyes extranjeras, sino que arraiguen en el carácter portugués y en la época, para que constituyan un todo orgánico, y no una exótica ensalada jurídica. La Iglesia Lusitana necesita una reforma tracendental. “Impónese la fundación de la Iglesia Lusitana, que tiene vivas raíces en la tradición y en el espíritu de la raza”. El señor Teixeira de Pascoaes quiere crear una especie de galicanismo portugués. No es separar la Iglesia del Estado, como ha hecho la República, sino crear una Iglesia nacional, emancipada de la tutela de Roma, lo que intenta el señor Teixeira de Pascoaes . Sostiene para ello la paradójica teoría de que el pueblo portugués es religioso y cristiano, mas no católico.
Remontándose a tiempos pasados, recuerda el señor Teixeira de Pascoaes que San Pedro de Ratés fundó en Braga una de esas iglesias que tuvo gran influencia en la Península; durante los nueve siglos de los Concilios Ecuménicos, esta Iglesia nunca reconoció la primacía del Obispo de Roma, y constituía una especie de iglesia cismática rusa . En los Concilios de 516 y 572, reunidos en esa iglesia, se acordó adoptar el rito Bracarense o de Braga; tuvo que venir Alfonso Henríquez para someter a la iglesia portuguesa a la Santa Sede en trueque de obtener la protección papal.
La Inquisición y la Compañía de Jesús oprimieron después la libertad religiosa: “mas de tal manera el espíritu lusitano es original, que pronto, después de la implantación del Liberalismo, las iglesias protestantes comenzaron a aparecer” El señor Teixeira cita, entre otras, la Iglesia de San Pablo, fundada por Manuel Antonio, en Lisboa; la iglesia de Jesús, fundada en 1876 por José Nunes Chaves; el Nuevo Templo de San Juan Evangelista, fundado en abril de 1894; la Iglesia del Buen Pastor, fundada en 1887; el Templo del Redentor, en Oporto; la Iglesia de la Santísima Trinidad, organizada en Cintra en 1876, por João Joaquim da Costa Almeida, párroco en Rio de Mouro, feligresía del Concejo de Cintra; la Iglesia de Setúbal, la de Portalegre, etc.
Todo esto no demuestra nada, aunque el señor Teixeira de Pascoaes quiera que demuestre “la evidencia de que existe una Iglesia lusitana y de que el espíritu lusitano, naturalista, místico, no fue, ni es, ni podrá ser católico”. Es como si en España quisiéramos mostrar que los esfuerzos de Fliedner, Juan Bautista Cabrera y algunos más, han creado una iglesia aparte o que los disidentes españoles que historió Adolfo de Castro en su Historia de los protestantes españoles y de los cuales fue notorio portaestandarte don Luis de Usoz, el sabio bibliófilo, constituían una mayoría en el pueblo español, y podían aspirar a crear una iglesia nacional. Miguel de Unamuno, en sus primeros ensayos, parecía tener la coquetería intelectual de formar un protestantismo español; mas bien pronto vió cuán baldíos serían sus esfuerzos. El protestantismo no prende bien en los países meridionales, que necesitan las ceremonias brillantes y fastuosas del culto católico .
No va, pues, con el genio de la raza ese protestantismo o cismatismo que pregona el señor Teixeira de Pascoaes; pero no podemos dejar de mencionar su empeño de crear una iglesia nacional lusitana. “Fueron meros intereses dinásticos y políticos los que sacrificaron al catolicismo romano nuestra independencia religiosa, creadora de iglesias lusitanas autónomas… Es necesaria la fundación definitiva de la iglesia lusitana debiendo ella quedar integrada en el Estado y por él superiormente dirigida, siendo el Estado representado, claro está, por auténticos portugueses de inteligencia y corazón” . El señor Teixeira cree fácil inculcar en el clero rural portugués la idea de esta iglesia independiente , pudiendo tal vez eliminarse al alto clero que fue casi siempre uma nodoa estrangeira na nossa Patria, à semelhança dos politicos.

Resumen

En suma, el saudosismo, más que marcar una escuela literaria, señala la orientación espiritual de una juventud. Adormecido Portugal con el cloroformo de muchos años de contitucionalismo calcado sobre el patrón francés, despertó en dos o tres sacudidas parciales como la que produjo el ultimátum de Inglaterra en 11 de enero de 1890 y la sacudida revolucionaria y epiléptica que produjo la tragedia del Terreiro do Paço, en 5 de enero de 1910, que derrocó la monarquía de Braganza e instauró la República en Portugal.
Basta decir esto para que se comprenda al punto que el señor Teixeira de Pascoaes dista de ser un neoconformista con la República, como parece que correspondería serlo a su actitud de Maurras o Barrès lusitano; antes por el contrario, estima en lo que vale la obra de la República y desea que se consolide y se vivifique. Por ello mismo desea una República portuguesa, netamente portuguesa, sin calco francés, muy nacional. “Con estas palabras (dice al final de la más sintética y precisa de sus conferencias) quise dar apenas una idea de lo que nosotros somos espiritualmente y afirmar que la obra social de la República ha de orientarse por el espíritu lusitano para ser original, duradera y progresiva” . Y en el pequeño preliminar que la antecede, afirma rotundamente inculcando bien la idea: “No hice más que decir en breves palabras lo que es nuestro espíritu, en su vida original y creadora de un alto criterio religioso y filosófico, al que se debe subordinar la obra social y política de la República”.
El genio portugués está formado a base de espíritu aventurero y de saudade. “El pueblo portugués creó la saudade, porque él es la única síntesis perfecta de la sangre aria y de la semita” . “El pueblo portugués, creando la saudade, que es deseo y dolor, que es Venus y María, que es el espíritu semita y el cuerpo ario, vivió su propio renacimiento”. Mas ante todo, ¿qué es la saudade? preguntará el lector que ve constituído un sistema filosófico-político-religioso-literario a base de ese lindo vocablo portugués, construído quando nós tinhamos verbos, como diría Eça de Queiroz , en la época gloriosa de los navegadores, quando nós tinhamos navegadores.
La saudade, palabra intraducible a los demás idiomas, desde luego es, según el viejo Duarte Nuñez de Leão, lembrança de alguma cousa con desejo dela. Vieja como la lengua portuguesa no ha sido, sin embargo, interpretada o definida con acierto hassta ahora, en que de ella ha sacado todo el partido filosófico posible el señor Teixeira de Pascoaes.
El Vizconde de Almeida Garrett intentó definirla y dió una definición muy poética y bella; mas al señor Teixeira de Pascoaes no le satisface y desea dejar plenamente demostrado que él es el único intérprete fiel de la saudade portuguesa.
El la ha definido en prosa y verso de mil formas distintas, casi imprecisas, buscando ardientemente la interpretación y expresión definitivas. Ha todavia quem fale da velha saudade de Camoens e Garrett, parecendo estabelecer assim uma barreira entre a saudade de aqueles Poetas e a da nova Poesia portuguesa, com o desejo tal vez de imputar a esta um caracter artificial, sem realidade viva na Raça . No hay tal disparidad, afirma el señor Teixeira, y engáñase quien piensa así. Las dos saudades son, en su esencia, la misma saudade. Simplemente en Camoens, en Garrett y en Antonio Nobre aparecía bajo una forma primitiva, inconsciente, difusa, sin definir aún. Cierto que alcanzó tal profundidad, a pesar de ser aún confusa y vaga, que se tornó filosófica y religiosa, entrevista en aquellos versos de Camoens:

Não é logo a saudade
das terras donde nasceu
a carne; – mas é do ceu,
d´aquela santa cidade
donde est´alma descendeu.

El sentir popular ha entrevisto también todo el profundo misterio que late en la saudade entendida al modo que la entiende Teixeira de Pascoaes y la interpretó de modo poético y conmovedor en estas dos coplas, que son dos cuartetas preñadas de hondura filosófica y nebulosidad de ensueño…

De qualquer modo que existas
és a mesma divinidade:
ventura, quando te vejo:
se non te vejo, saudade.

Se alguem diz que a vida acaba
digo-lhe eu que nunca amou.
Quem vae e deixa saudades,
nunca a vida abandonou.

Mas quien ha llegado a la perfecta expresión poética de la saudade ha sido, al parecer y según el propio asenso, el señor Teixeira en sus volúmenes poéticos .
Comienza definiéndola en la primera edición de Sempre:

Sombra que não ha sol capaz de a desfazer
ou astro que não faz, nascendo, a luz do dia,
Degosto que não muda en dor algum prazer,
ou prazer que não muda a dor em alegría.
Eis a saudade… a luz eterna que ilumina
A mar de nossa magua…

En la segunda edición de Sempre, aún precisa más:

A saudade é um sentimento misterioso
que prende a nossa vida á vida que passou,
e que faz regresar um sovereiro edoso
á fecunda semente onde ele se criou…

En Jesus e Pan expone su tesis místicopagana que funde el cristianismo ario con el culto de la forma:

María ha de chamar a Venus sua irmã…
E preciso ligar, fundir na mesma luz,
a alegria de Flora e a paixão de Jesus.

La primera estrofa recuerda exactamente (como ya he advertido antes) las estrofas de Villaespesa (que ha leído, por demás, mucha poesía lusitana e itálica –y bien claro se advirtió en el feo trasalado de El Rey Galaor):

La encarnación cristiana del alma de María
en el mármol pagano de la Venus de Milo.

En Vida Etherea insiste sobre la alegoría místicopagana que, según él, resume el alma religiosa de Portugal:

E Venus n´uma névoa etérea e vaporosa,
elevou-se na luz da tarde lacrimosa.
E para o Olympo azul, en lagrimas, subía
proyectando na terra a sombra de María…

En As Sombras se expresa así evocando la saudade:

Tristesa do Infinito e da Distancia!…
Santa tristeza cósmica de Deus!
Calma tristesa ideal da Eternidade!
Tristesa do Indeciso, do Principio!
Do vago, do Crepuscolo!…

En Senhora de Noite, ya indeciso, resumiendo las tres modalidades del alma portuguesa y fundiéndolas en una, canta:

Venus, María, ou antes a Saudade…

En Marános, concretando más y definiendo su posición como portugués ante el misterio de la saudade, canta así:

Eu não tinha a Saudade, a sua origem
remota n´este Ceu misterioso,
n´esta bela Paisagem trascendente?
E a sua origem proxima e sensível
na alma profonda mistica e vidente
d´este Povo do Mar e da Montana?

En Regresso ao Paradiso, exclama:

Es a Virgem ideal a Renascença,
da Renascença edénica e profunda:
da Renascença universal do Sér
que em ti regressa a Forma primitiva…

En prosa el señor Teixeira de Pascoaes ha encontrado bellas interpretaciones de la saudade, que parece común también a los pueblos de lengua catalana. El señor Ribera y Rovira, en efecto, en su prefacio a un volumen de versos, Atlantiques, traducción de varios trozos poéticos portugueses, dice que “la saudade portuguesa es l´anyorança, l´anyorament català; i el saudosismo ve a ser l´anyorantisme”. Y en su obra sobre Portugal literario, escribe: “La saudade lusitana sols en l´anyorament català té digna i expressiva semblança psíquica. L´anima de la raça portuguesa es la saudade; així com l´anima de la raça catalana es l´anyorament, l´anyorança”.
Catalanes y portugueses están dándose ahora un abrazo por sobre la aridez de la estepa castellana y conviene que se enteren los gobernantes españoles y que recuerden que entre lusitanos y catalanizantes siempre hubo afinidades psíquicas y lazos de unión hasta el punto de que un escritor catalán, que escribió hace años un libro en portugués sobre el problema de las nacionalidades ibéricas, se expresa así: A historia de Catalunha e a confirmaçao da justiça superior que presidiu a existencia historica do reino de Portugal e, n´este conceito, está revestidapara os portugeses d´um interesse que ennobrece os seus esforços em pro da patria liberdade e lhes dá um caracter importante que sem isso não terian .
Y reforzando esta vinculación lusitanocatalanista, Teixeira de Pascoaes ha escrito con gran cariño hacia Cataluña, en uno de sus folletos: “En Cataluña, el ilustre escritor Ribera y Rovira encuentra también en la palabra anyorança el sentido más elevado y poético del alma de su pueblo, fortaleciendo así los lazos de sangre que atan a Portugal a aquella admirable raza mediterránea” .
Teixeira de Pascoaes anhela que la saudade sea el motus primus que encamine a los portugueses hacia una mejor orientación y una afirmación de la personalidad del pueblo lusitano… “El portugués del futuro, el portugués ideal que nosotros soñamos, ha de ser creado en la escuela primaria, cuando el alma de los estudiantes es infantil, espontánea y viva” . “Es preciso, ante todo, que el país se conozca para saber quién es y lo que desea. He ahí el trabajo de la nueva generación, cuya aparición corresponde al renacimiento espiritual de la raza” .
“El momento actual, la hora del Infante, como lo llamó Jaime Cortesão, está señalado por la revelación del alma portuguesa, del espíritu de la raza, que al fin se tornó consciente, que subió la cuesta de la vida, cantando por boca inspirada de nuestros poetas actuales que crearán en Portugal una nueva y original Poesía: la religiosa poesía portuguesa” .
En uno de sus folletos elevó el tono ya de manera que se torna lírico y vibrante: “Si Venus nació de las ondas del mar, de las solitarias ondas fragorosas de mi sierra nació la Saudade, que es la Diosa del nuevo amor, donde el beso y la lágrima, la vida y la muerte, la remembranza extática y el deseo, la esperanza activa, se funden, originando así un nuevo sentimiento que abarca el pasado y el futuro, la tierra y el cielo, el sentimiento propio, característico de la raza, que ha de traer a las almas la luz evangélica de una nueva fe” .
Y no solo tiene un alcance puramente poético, filosófico y religioso este movimiento intelectual, el saudosismo, sino que tiene un alcance político. Ya hemos visto las consecuencias reformistas en el sentido religioso que deduce Teixeira de Pascoaes del principio por él establecido de manera axiomática de que Portugal no es un país católico, sino religioso . En el orden estrictamente político, los saudosistas no tienen nostalgia alguna del regalismo a lo Maurras, ni sienten la saudade del viejo régimen monárquico, ni cantan himnos a la monarquía caída, ni aun por puro dilettatismo defienden el absolutismo, como un Barbey d´Aurevilly, un Balzac o un Villiers de l´Isle Adam en Francia. Son republicanos netos y demócratas de corazón; son hombres totalmente de su tiempo y acomodados al momento histórico de su raza.
Cantan la raza con un ardor tan insólito que habríamos de ir a recoger ecos semejantes en un D´Annunzio en Italia, en un Barrès en Francia. “Nuestro llamado genio aventurero que hoy se desprecia, así como nuestro temperamento mesiánico, más despreciado aún, son las dos grandes cualidades del pueblo portugués y sólo por su cultivo inteligente, que las revigorice y dirija en un sentido conforme en su esencia y naturaleza, es por lo que Portugal renacerá para una gran vida europea” .
En otro pasaje expresa el proósito capital del saudosismo, que le hace acreedor al respeto de todos los portugueses y aun de todos los nacidos en tierra ibérica: “Dar a la Patria portuguesa la conciencia de su ser espiritual, y dar más relieve, más nitidez y vida a su presencia entre las otras naciones y prepararla, sobre todo, para el cumplimiento de un alto destino” . Y en el prólogo de su folleto capital exclama en tono vibrante (O Espirito Lusitano ou o Saudosismo): “Se ve que llegó el momento de que Portugal reconquiste su independencia moral, tornando a vivir por el espíritu (y solo por su espíritu) y no por la materia, lo que únicamente es propio de pueblos decadentes”.
He aquí, en síntesis, los caracteres primordiales y la esencia del saudosismo, esa nueva orientación intelectual que ha creado en Portugal una literatura nueva y quizá infundirá en el país un espíritu nuevo.

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Cine : Pancho Villa, A Star is born

Mayor Reisman
Blog Cine bélico e histórico

Pancho Villa es el primer icono histórico originado por el séptimo arte. Ahora lo llamaríamos “fenómeno mediático”. El cine no sólo creó su imagen de revolucionario pintoresco, magnífico jinete y arrojado líder. También fue una de las causas de su caída.

El origen de Villa es oscuro, pero comenzó a hacerse un nombre durante la primera parte de la Revolución Mejicana, en la lucha contra Porfirio Díaz. Dicha revolución había despertado un cierto interés romántico en el público norteamericano y eran muchos los periodistas que viajaron al país vecino para relatar las peripecias de la lucha. Pancho Villa obtenía suministros y armas para sus hombres en territorio estadounidense, por lo que tenía relaciones cordiales con sus vecinos. Como solía decir Napoleón, lo que uno necesita para hacer la guerra es dinero y Villa siempre estaba necesitado de fondos para mantener a sus tropas. Entonces se le ocurrió la idea de «vender exclusivas» a Hollywood.

Entró en contacto con el famoso director D. W. Griffith y le convenció para coproducir un documental sobre sus andanzas. Griffith mandó a Méjico a un equipo formado por el director Christy Cabanne, y los cámaras Charlie Rosher y Raoul Walsh. Villa los acogió con la mejor de sus sonrisas, les procuró las mejores comodidades posibles y les permitió rodar una incursión contra un pequeño contingente federal que fue fácilmente derrotado. En 1912 llegó a las pantallas norteamericanas Life of Villa y fue un auténtico éxito de público. Había sido estrenada unos meses después de que Porfirio Díaz fuera derrocado y Francisco Madero investido presidente. Para muchos estudiosos del cine, es el primer ejemplo de documental bélico realizado por motivos de propaganda. Desgraciadamente no se conserva ninguna copia intacta de la misma, tan sólo algunos fotogramas.

El estreno de dicha película le vino a Villa como anillo al dedo. En 1912 se había visto obligado a exiliarse a los Estados Unidos cuando cayó en desgracia ante Victoriano Huerta, comandante en jefe del ejército mejicano. Con dicha película Villa obtuvo dos beneficios: fama mundial y fondos monetarios. En 1913, Huerta conspiró con el embajador de Estados Unidos para dar un golpe de estado que derrocó al Presidente Madero. El gobierno de Huerta fue reconocido por numerosos países, entre ellos Alemania. Pero sorprendentemente el presidente norteamericano Woodrow Wilson destituyó al embajador estadounidense y no reconoció el gobierno de Huerta. Comenzaba la segunda parte de la Revolución Mejicana.

Dicha segunda parte fue un juego más complejo de lo que parece a simple vista. Aparentemente se limitó a una nueva guerra civil mejicana salpimentada con una intervención norteamericana. Pero acabó con la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Es en esta etapa del conflicto cuando aparecen personajes como el periodista John Reed y el escritor Ambrose Bierce. Ambos tienen su propio biopic: Rojos en el que Reed es interpretado por Warren Beaty y Gringo Viejo en el que Gregory Peck da vida a Bierce.

Las fuerzas que se opusieron a Huerta fueron conocidas como constitucionalistas y estaban lideradas por Venustiano Carranza. Pancho Villa se unió inmediatamente a ellos. Gracias al dinero obtenido por la primera película pudo comenzar a organizar su famosa División del Norte, un ejército personal de 50.000 hombres que hizo excelentes usos del ferrocarril y del caballo para maniobrar rápidamente.

Pero Villa sabía que iba a necesitar más dinero y como la colaboración con Griffith había sido una experiencia fructífera para ambos, se formalizó en un contrato con la Mutual Film Corporation del que se conserva copia. En dicho contrato se estipulaba que el equipo de filmación tendría su propio vagón de tren, que se filmarían los combates a la luz del día, que estos serían representados de nuevo si lo requería el equipo y que Villa recibiría 25.000 dólares y un 50% de los beneficios. Cabanne, Rosher y Walsh volvieron a Méjico y realizaron la biografía The life of General Villa, que se estrenó en 1914. Tampoco se conserva ninguna copia intacta, aunque sí algunos rollos de película:

En dicha producción, Raoul Walsh dio vida al joven Pancho Villa. El momento culminante de la historia es la Batalla de Ojinaga en la que Villa derrotó a las fuerzas que apoyaban a Huerta. La producción estuvo salpicada de anécdotas. La hora y el lugar del ataque no se escogieron por motivos tácticos, sino cinematográficos. Como podemos ver, la idea de la guerra como espectáculo no es algo tan novedoso como parece. Villa debía lanzar a su caballería contra una determinada posición que podía ser filmada de forma adecuada. Pero la anécdota más curiosa es la que le ocurrió al cámara Charles Rosher. Durante la batalla fue hecho prisionero por las tropas federales y cuando creía que iba a ser fusilado por espía, un oficial se acercó a él y le realizó el saludo masónico. En la línea de la historia de El hombre que pudo reinar, el oficial mejicano había reconocido una insignia masónica que llevaba Rosher en la solapa y le rescató. Posteriormente Rosher fue liberado como parte de un trato con los norteamericanos. Hace unos años la cadena HBO realizó el telefilm And Starring Pancho Villa as Himself que relataba la peripecias sucedidas durante esos rodajes y en el que Antonio Banderas da vida al famoso revolucionario.

En dicha batalla, las fuerzas de Villa tomaron un gran número de prisioneros, soldados y civiles. Villa insistió en que fueran fusilados sumariamente y se filmaran las ejecuciones. Algunas de ellas incluían a las mujeres que acompañaban a las tropas federales. El equipo de filmación intentó negarse, pero fueron “persuadidos”. Cuando el estudio vio las imágenes, decidió censurarlas porque temieron que si el público estadounidense veía tales atrocidades, el personaje de Pancho Villa dejaría de ser el “simpático y pintoresco revolucionario mejicano”.

Pero la victoria de los constitucionalistas no trajo la paz. Las disensiones entre Villa y Carranza fueron creciendo y estalló otra guerra entre ellos. En el invierno de 1914 Villa y Zapata entraron en la ciudad de México, pero el nivel de saqueos y violaciones causadas por sus tropas fue tal que en enero de 1915 se vieron forzados a abandonarla. En abril de ese mismo año la «División del Norte» de Villa se enfrentó a las fuerzas leales a Carranza en la decisiva Batalla de Celaya. Su contrincante era el general Alvaro Obregón, un personaje con un carácter totalmente opuesto al de Villa. Obregón escuchó los consejos de su asesor personal Maximillian Kloss, militar alemán que le transmitió sus experiencias en los frentes de batalla europeos, entre ellos la mortífera combinación de alambre de espino y ametralladoras. Villa también tenía asesores militares alemanes pero nunca les hizo caso. Además menospreciaba a Obregón (se refería a él como «Don Perfume») y su plan se reducía a hacer lo de siempre: lanzar un ataque en masa con todos sus hombres a caballo. En Celaya se enfrentaron un estilo de lucha del siglo XIX contra uno del siglo XX.

La batalla se desarrolló en dos partes. En la primera unos 8.000 jinetes al mando de Villa atacaron las posiciones de Obregón cuyo contingente era de unos 10.000. Villa perdió 3.000 hombres y Obregón 600. Fue entonces cuando Pancho Villa cometió el error de su vida, creyó ser el personaje que protagonizaba las películas de Hollywood. Si en el cine él siempre salía victorioso, esta ocasión no iba a ser una excepción; lo que había pasado no era más que un ligero contratiempo para el héroe. Villa envió cartas a los periódicos mejicanos y estadounidenses y a diversos embajadores diciendo que en tres días volvería y que no dejaría de Celaya piedra sobre piedra. Obregón sólo tuvo que reforzar sus defensas y esperar. El 12 de abril de 1915, Villa dirigió a sus 30.000 hombres al desastre. Después de tres días de lucha, la «División del Norte» había dejado de existir. Carranza se hizo con la presidencia. Tres años después el general Obregón dio un golpe de estado que le llevó al poder.

Derrotado, Villa intentó reorganizar sus fuerzas pero sin éxito. Mientras, los Estados Unidos reconocieron el gobierno de Carranza y cesaron el envío de armas a Villa. Despechado, comenzó a realizar incursiones en territorio estadounidense. Tras adquirir de contrabando una partida defectuosa de balas, en marzo de 1916, condujo a una partida de 500 hombres para atacar la ciudad de Columbus en Nuevo Méjico. A lo largo de su breve historia los Estados Unidos han sufrido una invasión de su territorio en dos ocasiones. La primera vez por parte del ejército británico durante la Guerra de 1812. Esta fue la segunda vez. El objetivo eran las mulas y caballos custodiados por un destacamento del 13º regimiento de caballería de los Estados Unidos. Las fuerzas de Villa consiguieron unos 100 animales y perdieron 80 hombres. Los norteamericanos a 18 soldados.

Pancho Villa dejó de ser un héroe revolucionario para los estadounidenses y se convirtió en un bandido. La prensa afirmaba que era aconsejado por militares alemanes, aunque como hemos visto nunca les hizo caso. Las imágenes de las ejecuciones de prisioneros salieron a la luz. Como era de esperar los norteamericanos no iban a dejar que las cosas quedaran así y enviaron a una fuerza expedicionaria al mando del General Pershing a perseguir a Villa. No consiguieron su objetivo, pero tampoco Villa pudo recuperar lo perdido. En 1920 aceptó un perdón del gobieno, dejó su vida de bandolero y se retiró a una hacienda. Tres años después moría asesinado.

Sin embargo, el personaje de “simpático y pintoresco revolucionario mejicano” se negó a morir. En el año 1934 se estrenó la película Viva Villa! dirigida por Jack Conway. El actor Wallace Berry (famoso por su papel de Long John Silver en “La Isla del Tesoro”) resucitó a ese personaje que todavía vivía en el imaginario colectivo y que volvió a cabalgar en las pantallas de todo el mundo.

Un icono que aún pervive.

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A dos pasos de la feria (cuento, 1933)

Winifred Holtby
Presentación, traducción y epílogo de Juan Gabriel López Guix
Universidad Autónoma de Barcelona

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I

Winifred Holtby nació en Rudston (Yorkshire) en 1898, en el seno de una familia de pequeños propietarios rurales. En 1917 se matriculó en Oxford, aunque interrumpió sus estudios para trabajar como voluntaria en un hospital londinense y más tarde, desde mediados de 1918 a mediados de 1919, en el Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército. Fue enviada a Francia como «capataz de albergue» (equivalente al rango de sargento) casi al final de la Primera Guerra Mundial. De regreso a Inglaterra, concluyó sus estudios en Oxford (1921) y se estableció en Londres con Vera Brittain. Inició entonces una carrera como periodista, escritora y militante de diversas causas igualitarias. Colaboró activamente con la League of Nations Union, una importante organización británica que defendió la Sociedad de Naciones, la resolución pacífica de los conflictos y el respeto de los tratados internacionales. También apoyó al Partido Laborista Independiente (que se había mostrado contrario a la guerra) y, de modo especial, la causa de las mujeres. La lucha de las sufragistas había quedado interrumpida tras el estallido bélico cuando éstas se sumaron al esfuerzo de guerra, pero se retomó después de 1918, año en que sólo se concedió el derecho de voto a las mujeres mayores de 30 años. La equiparación con los hombres sólo se conseguiría en 1928. En 1926, Holtby realizó un viaje a Sudáfrica donde defendió los derechos de los trabajadores negros y sumó el antirracismo a las causas a las que se entregó con fervor. A su vuelta, fue nombrada directora de Time and Tide un semanario literario y político feminista que abrazó en sus primeros años las causas de la izquierda y que actuó como portavoz del Grupo de los Seis Puntos, una organización fundada en 1921 con el objetivo de modificar la legislación británica relativa a los abusos infantiles, las madres viudas, las madres solteras, la custodia de los hijos, la igualdad de salario para las maestras y la igualdad de oportunidades para las funcionarias.

Holtby publicó innumerables artículos periodísticos (en Time and Tide, Manchester Guardian y The Shoolmistress, así como en muchas otras publicaciones) y varias decenas de libros de diferentes géneros. Su novela de mayor fama es South Riding, sobre la vida rural de una localidad ficticia de Yorkshire, que concluyó poco antes de su muerte y que se publicó póstumamente (1936). Entre sus otras novelas destacan Anderby World (1923), The Crowded Street (1924), The Land of Green Ginger (1927) y Mandoa, Mandoa! (1933). En 1934 publicó una recopilación de cuentos, Truth is not Sober, de la que forma parte «A dos pasos de la feria». Holtby murió en 1935 como consecuencia de una nefritis degenerativa. En 1940, Vera Brittain —a cuya casa Holtby se trasladó tras el matrimonio de la primera en 1925— publicó su biografía, Testament of a Friendship, en homenaje a una amistad que se había iniciado en los años compartidos en Oxford.

La inspiración para el relato surgió durante un viaje realizado en el verano de 1933 por Brittain y Holtby a los campos de batalla, los cementerios de guerra y los respectivos lugares en los que ambas habían servido durante el conflicto. El cuento recoge parcialmente algunas experiencias bélicas de la autora. El verdadero nombre de la localidad en la que transcurre el cuento es Camiers, donde Holtby estuvo destinada brevemente y donde las dos viajeras encontraron una feria en el momento de su visita.

II
“A dos pasos de la feria”

Nunca había tenido intención de volver. Lo hecho, hecho está, como siempre digo; pero cuando gané esa apuesta doble de veinte libras, le dije a Jim:
—Esta vez, les voy a hacer un regalo a tus tres mayores.
Todos tenemos nuestros defectos; nadie lo sabe mejor que yo; pero, en conjunto, no podría haber encontrado una familia más agradable en los alrededores de Huddersfield. Tampoco ha sido todo fácil para ellos, con una madrastra y sus hijos alborotando la casa, justo cuando ya creían haber dejado atrás esas cosas. Aunque nunca las dejas atrás, en realidad.
El caso es que Charlie había leído en alguna parte un anuncio de una excursión a Boulogne aprovechando un lunes festivo y nada le hacía más ilusión que ir todos, los tres. Pero Milly, recién casada y en estado, no estaba para viajes, y Jim se opuso a que Edna fuera sola al extranjero con Charlie, aunque tiene dieciocho años y lleva tres en la sección de mercería de Hanson’s, y no es de las que permiten que alguien se tome libertades con ella. Así que al final tuve que ir para que se portaran bien, y Lizzie, la hermana de Jim, vino a cuidar a los niños.
No sé muy bien ahora por qué no les dije nunca que ya había estado antes en Francia. Curioso, ¿verdad? Supongo que, en parte, fue por Jim. No me casé con él para amargarle la vida y nunca he conocido a ningún hombre que soportara que una mujer lo aventajara en algo, aunque sólo fuera por haber estado en el frente con el Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército mientras él era un trabajador indispensable en la industria textil.
Y, claro, cuando de entrada tienes tres hijastros y además cuatro hijos propios, gemelos incluidos, no es que te quede demasiado tiempo para hablar de tu vida pasada. «Vive para el hoy», ése siempre ha sido mi lema. Y, cuando Charlie me habló de lo educativo que era viajar al extranjero y de lo franceses que eran los franceses y esas cosas, lo dejé que siguiera hablando. Los jóvenes parecen creer que nadie ha vivido antes que ellos.
A lo mejor tienen razón. Cuando el barco dio la vuelta para entrar en el puerto de Boulogne y vi los toldos a rayas en la costa, los tranvías, las flores y las muchachas en el muelle con sus vistosos vestidos de verano, habría jurado que era la primera vez que veía el lugar.
Nos lo pasamos bien, la verdad, entre las tiendas, los cafés, las excursiones en tranvía a Wimereux, el recorrido turístico de dos chelines y el casino. Gané cincuenta francos. Unos diez chelines. Soy de las que siempre ganan. Afortunada en el juego, desgraciada en amores, bueno, eso dicen.
Fue Edna la que quiso tomar el autobús para ir a Le Touquet. Se moría de ganas de contarles a las otras dependientas de Hanson’s que había visto el elegante hotel donde se aloja el príncipe de Gales, y las bellezas de la alta sociedad con sus uñas de los pies pintadas. Y lo curioso fue que podría no haberme enterado nunca de que pasábamos por Calette (tenía la ventanilla tapada por una francesa gorda, todo pecho y paquetes), pero resultó que el autobús se averió en las afueras del pueblo y ahí nos encontramos, con dos horas por delante hasta que llegara el siguiente, eso o caminar los cinco kilómetros hasta Étaples y tomar desde allí el tranvía.
Algunos pasajeros se enfadaron bastante; pero yo comenté que lo que había que hacer con unas vacaciones era disfrutarlas, pasara lo que pasara.
Así que bajamos todos, y Edna empezó a discutir lo ocurrido con Gaston, un simpático francés de la pensión. Me enojé mucho con ella porque, aunque es una buena chica y bastante guapa, a menudo se muestra un poco estirada y tonta con los muchachos. Antagonismo entre sexos, lo llaman hoy en día. Entre sexos, narices, es lo que yo digo, y me puse de parte de Gaston, porque pocas cosas contribuyen más a ampliarte los horizontes como el que te cortejen en una lengua extranjera, y lo que Edna necesita es amplitud.
El caso es que al principio no reconocí el lugar.
¿Cómo iba a hacerlo? No me lo esperaba. No sabía que los autobuses de Boulogne a Le Touquet pasaban por ahí. No había autobuses cuando estuve en Calette. Además, el pueblo había cambiado: casas de ladrillo rojo, un garaje, surtidores de gasolina y todas esas cosas. Podría haber sido cualquier lugar; y allí estábamos nosotros recorriendo juntos la calle entre la multitud, refunfuñando porque íbamos a llegar tarde a Le Touquet.
Entonces, de pronto, topamos con la feria.
Todos se detuvieron.
¿Y yo? Fue lo más raro que me ha pasado en la vida.
Aquello era Calette… y al mismo tiempo no lo era.
Ahí estaba el estanque al final del pueblo, y los pinos bordeando la duna de arena; ahí estaba la granja que llamábamos la casa solariega, adonde íbamos por œufs y patatas fritas las tardes en que no estábamos de servicio. Ahí estaba la colina detrás de la iglesia donde teníamos el campamento.
Era Calette, no cabía duda.
Pero en vez de barracones, depósitos y rollos de alambre de púas por todas partes, había furgonetas, tenderetes y caballitos, góndolas que golpeaban el cielo, muchachas que chillaban, muchachos que bromeaban, y el curé, negro como un cuervo con su gastada sotana, sonriendo como si se hubiera tragado una moneda de seis peniques.
El mismo cura.
—¡Vaya, parece que están de fiesta! —dijo Charlie.
Y Lily Dawson, que venía con nosotros, gritó:
—¡Vamos! Vamos a divertirnos un poco mientras llega el autobús.
Edna no quería. Dijo que las góndolas eran una vulgaridad. Quería ver el casino de Le Touquet.
—No soporto las multitudes. Ni los campesinos malolientes.
Yo sabía que Gaston se moría de ganas de llevarla a dar una vuelta y que comprendía el suficiente inglés para que se sintiera herido, así que dije:
—Bueno, los franceses tienen una cosa. Saben cómo divertirse. Dale a un francés un par de sillas, una botella de vino y un gramófono destartalado y en dos minutos te organiza una animada velada. Jovencito, llévate a Edna a dar una vuelta y enséñale los lugares de interés.
Al principio no quisieron ir. Edna fingió que le daba miedo, y Charlie dijo que no le gustaba la idea de dejarme sola.
—Esto no es Cleethorpes, mamá —dijo—. ¿Y si te raptan?
Y me di cuenta de que opinaban que una vieja como yo ya no tenía edad para ferias.
Nunca había vivido algo tan extraño. Porque ahí estaba Calette —tan diferente de lo que yo había conocido, con barro, campamentos, trenes ambulancia y todo lo demás—, ahora convertido en un lugar alegre. Y ahí estaba yo, de pie junto al estanque, con esos jovenzuelos que me trataban como un vejestorio de noventa años, yo, que había sido…
No es que los culpe. Cuando ya has dejado bien atrás los cuarenta y has perdido la figura, como la perdí yo después de Maudie y los gemelos, es inútil fingir que eres lo que has sido.
Y ahí estaba el grupo del autobús, muy adelantado entre los tenderetes y las barracas con atracciones, gritándose entre sí en francés, más como gaviotas que como seres humanos; y los indios que vigilaban la barraca de la mujer con cara de cerdo, mirándonos con sus tristes caras morenas como si fuéramos nosotros los salvajes y ellos los cristianos que habían pagado por ver el espectáculo.
Y la posibilidad de que uno de esos viejos campesinos gordos fuera François…
Entonces no pude soportarlo. Tenía que alejarme un rato hasta saber mejor dónde estaba.
Así que guiñé un ojo y dije:
—No os preocupéis por mí. Voy a curiosear un poco por mi cuenta hasta que llegue el autobús. Y si un simpático viejecito barbudo me invita a tomar un trago, a lo mejor le digo que no o a lo mejor todo lo contrario.
Y me marché y ahí se quedaron: Edna y Gaston, Charlie y Lily Dawson.
Edna y Charlie piensan que a veces soy insoportable. Pero nunca sabrán lo mucho que su disgusto por mi forma de hablar ha mejorado la suya. En mi opinión, verse escandalizado te proporciona a veces una educación tan buena como la universidad.
Así que me fui paseando por el estanque en dirección a la casa solariega, intentando poner en orden mis sentimientos.
Por mucho que se diga que no nos olvidamos hoy de la guerra, sí que lo hacemos, en ocasiones durante meses enteros; y cuando la he recordado muchas veces he deseado, a pesar de todo, volver otra vez a ella.
Sí, estaban las incursiones aéreas, el frío y el barro, y la lástima por aquellos pobres muchachos; y el trabajo era agotador, supongo, aunque ahora no me acuerdo en absoluto de lo que hicimos.
Pero que no me digan que para las mujeres el ejército fue una vida agotadora.
Me acuerdo del año antes de que Maudie fuera a la escuela, cuando tenía a los gemelos gateando por la cocina, y Frank estaba de camino, y Jim volvió a casa una noche y contó que iban a trabajar media jornada en la fábrica… bueno, entonces sí que tenía cosas en las que pensar, te lo aseguro.
Y, en la guerra, éramos jóvenes.
Está muy bien hablar como la señora Fox, que es cristiana científica y cree que el cuerpo es una ilusión. Una ilusión que pesa ochenta kilos exige mucho olvido. Y no es que no pueda recordar cómo era eso de tener los pies ligeros.
Trabajaba de camarera en el hotel Majestic de Scarborough cuando empezó la guerra, y en el mundo hotelero una muchacha no tarda ni media hora en descubrir si es guapa o no.
No es nada malo, la verdad. Pero tengo que decir una cosa en favor de los muchachos: conmigo se portaron bien, sobre todo los jóvenes oficiales que intentaban aprovechar su último permiso. Sentía que tenía el mundo en mis manos en aquella época.
Y solía burlarme de ellos a propósito de los bombardeos y les decía que, en realidad, ellos sí que me habían hecho entrar ya en la línea de fuego.
Entonces en 1917 Ginger Ferroll intentó cortarse la garganta en el cuarto de baño de arriba y yo entré y le quité la cuchilla de afeitar de las manos, hice que se sentara y se serenara. No quería volver, el pobre diablo. Y me burlé de él y le dije: «No te preocupes, hombre. Me apuntaré al Cuerpo Auxiliar Femenino, iré a Francia y nos lo pasaremos estupendamente juntos». Y él contestó: «No, no lo harás. A las mujeres lo único que os interesa es sacarnos todo el dinero que podáis». Y eso me espoleó.
Así que me alisté y como tenía experiencia en el hotel, era menos joven que otras y sabía comportarme cuando me lo proponía, enseguida me nombraron subcapataz de albergue en Folkestone y justo a principios de 1918 nos enviaron a Francia. Aunque nunca supe qué fue de Ginger Ferroll.
La verdad es que no quiero otra guerra, ni que la gente se mate entre sí, y a lo mejor Frankie está perdiendo la vista, pero es inútil fingir que no me lo pasé bien en el ejército.
Con mi experiencia en el hotel, estaba acostumbrada a los números y las reglas, y a ser puntual y esas cosas. En cuanto al trabajo, entre los grupos que se levantaban temprano y los que llegaban tarde, el pequinés que había que alimentar en la cocina y los baños a todas horas, durante la temporada de verano estaba en danza desde las cinco y media de la mañana hasta después de medianoche. En el ejército, era todo el doble de relajado y fácil, y sin el miedo a que te despidieran con una semana de aviso.
Pero no era sólo eso.
En Calette supe que aquello era algo más que cantar después del pase de lista o ver otro país.
No me acuerdo de Boulogne, salvo que llovía, y que estuvimos todo el día esperando en una especie de albergue. Nos metieron en un vagón de mercancías y allí nos dejaron.
¡Menudo viaje! ¿Estábamos cansadas? ¡Oh, no! Es sólo un rumor. Encerradas y abandonadas en una vía muerta mientras a nuestro lado no dejaban de pasar trenes; algunas para las que ésa era la primera noche en Francia pensaron que también iba a ser la última, porque nos asfixiaríamos antes de llegar a ningún sitio. Casi amanecía cuando nos dejaron salir otra vez. Cómo no iba a pensar que Calette estaba a muchos kilómetros de Boulogne.
Lo raro es que en realidad no nos quejamos. Nos lo creíamos a pies juntillas. Ganar la guerra. Eso pensábamos que hacíamos, al cargar con nuestras cosas desde el pueblo por la oscura colina y al desplomarnos en la cama de un barracón que parecía un almacén.
A la mañana siguiente la señora Brooks , la administradora —algo así como nuestra oficial— nos reunió a todas en el comedor. Bajita y rechoncha, parecía una paloma buchona, con la guerrera muy ceñida y la gorra ladeada sobre un ojo. Nos soltó un discurso sobre nuestro deber, y no deshonrar el uniforme de la corona, no hablar con oficiales ni ir a la playa con los especialistas en señales, ni al bosque con los australianos. Pero todo eso, nos dio a entender, sólo eran naderías. El mayor de los pecados —que si lo cometíamos nos mandaban directas a casa y no valdrían excusas— era confraternizar con los franceses. Vaya si escuché. No me iban a mandar a casa, ni hablar. Aunque, en cierto modo, me escandalizó, no me importa reconocerlo. ¿Confraternizar con los franchutes? ¿Con tantos simpáticos soldados de caqui por todas partes? ¡Menuda idea! Eso es lo que pensé. Qué cómica que es la vida.
Porque resultó que al final estaba destinada a tratar con franchutes.
El primer día, la vieja Brooks me envió con Lloyds, la encargada del almacén, a una granja en busca de huevos y mantequilla. Las raciones del ejército no eran lo bastante buenas para esa señora. Cuando no era leche fresca, era verdura o un pollo, y cada día había que ir a buscar algo en parejas, a causa del peligro moral. ¡El peligro moral, nada menos!
Bueno, yo me apuntaba. Me colocaba la gorra, me subía el cuello y partía a la guerra, dispuesta a todo.
La granja estaba un poco alejada de la calle principal, y era lo más parecido que había visto a una pocilga. Un muro revocado de barro alrededor de una especie de corral, con paja, cerdos y sabe Dios qué en medio, y una casa baja de una sola planta, con gallinas entrando y saliendo por la puerta, un par de mocosos con pelo de estopa y un viejo idiota babeando y farfullándonos cosas desde el establo.
Dentro, tengo que admitirlo, el lugar estaba bastante limpio, con un suelo pulido y una chimenea. Madame Haudiquet siempre tenía en el fuego una gran olla donde guisaba algún mejunje para los cerdos. Y había una mesa cuadrada con un hule amarillo bajo una lámpara y una puerta que daba a un dormitorio en el que se veía una cama alta con un colchón de plumas y una colcha blanca.
Pero vacía. Completamente pelada; así me pareció la casa. Ni un adorno, ni una planta, ni un cojín, ni una foto bonita ampliada; ni nada de lo que pudieras prescindir salvo una máquina de coser que había sido la dote de Marie al casarse. No me extraña que los franceses aprecien tanto las camas, si nunca hacen una habitación en la que sea posible sentarse.
Y a eso lo llamaban vida hogareña. La penumbra del lugar te golpeaba en la cara nada más entrar. Fuera, ese primer día, hacía sol. Una luminosa mañana de viento después de la niebla y la lluvia. Dentro todo estaba tan oscuro que se te caía el alma a los pies. Me quedé en la puerta entornando los ojos como una tonta, mientras Lloyd llamaba a la vieja madame.
—¡Hola, madame! Hoy no poulet. Sólo œufs y lait, por favor. Tout de suite, tú lo desuí que pueda.
Y entonces entró François, dando saltitos con su muleta, de vuelta del establo.
—Buenos días, miis. ¿Puedo ayudarlas en algo?
Y a partir de ese momento ahí terminó todo para mí. Sí, ya pueden hablar del peligro moral…
Era apuesto, claro; pero no fue eso, exactamente. Ya había tratado con muchachos guapos en el hotel Majestic. Y tampoco fue que dijera nada, aunque desde luego hablaba. De política, la guerra, lugares, libros y esas cosas.
Esa primera vez nos quedamos ahí mirándonos, mientras Lloyd seguía cotorreando sobre los huevos y la mantequilla. Y, cuando nos fuimos, el joven se ofreció a llevar el canasto, y Lloyd dijo:
—Qué raro. Nunca se había ofrecido antes. A lo mejor le estoy empezando a gustar.
Y soltó una risita. Así que le pregunté quién era, y ella me contó que era el hijo de la casa, que lo habían herido, y que madame era más tacaña que una rata, pero que la leche era la más limpia de la zona, y que el que François hablara inglés facilitaba las cosas. Los del pueblo decían que la familia estaba maldita.
Bueno, maldito o no, francés o inglés, supe muy bien que François Haudiquet era mi hombre.
La verdad es que aquello ocurrió mucho antes de que nos dijéramos algo más que tantos huevos y tanta mantequilla, y por favor y gracias; pero un día la ordenanza que iba conmigo quería algo del café —cigarrillos o algo así— y, con lo dispuesta que yo estaba a cumplir las reglas, la dejé marchar. Además, por entonces ya sabía que me moría de ganas de hablar con François, y dos eran compañía, incluso en aquella cocina.
La vieja madame estaba ahí como de costumbre, fulminándonos con sus ojitos de cerdo, como si yo fuera a robarle la mantequilla. Pero salió a buscar ella misma los huevos, y François y yo nos quedamos solos. Solos por primera vez y sin una palabra que decirnos.
Entonces estalló una tormenta; un estrépito en los postigos y el granizo rebotando como canicas en el pavé. Madame volvió con los huevos, le di las gracias, agarré el canasto y miré el tiempo que hacía fuera. Y, la verdad, cuanto más lo miraba, menos me gustaba.
Entonces François dijo:
—Hace malo tiempo, ¿eh? —Ya sabes cómo hablan los franceses. Malo tiempo, mauvais temps—. A lo mejor si espera un poco…
Supongo que respondí algo descarado. En aquellos días era muy buena soltando respuestas. Y él se echó a reír.
Aquello los alborotó. Dios sabe que de joven siempre había estado rodeada de risas. En mi familia siempre estábamos haciendo el tonto. Pero François pareció de pronto como si él hubiera invocado al diablo, y la vieja me miró y el viejo salió farfullando y refunfuñando del dormitorio, y Marie entró descompuesta y embarrada, boquiabierta como si se hubiera caído el techo. Quién sabe qué estarían pensando. Lo único que yo sabía era que quería salir cuanto antes de aquel manicomio.
Entonces François preguntó:
—¿A lo mejor mademoiselle quiere un paraguas?
Tenían en un rincón uno de esos grandes modelos negros de algodón.
Pero le contesté que era un soldado, y que los soldados no podían llevar paraguas, como él sabía, puesto que también era soldado.
No te puedes imaginar el brinco que dio cuando le dije eso, como si nadie se hubiera tomado antes la molestia de darse cuenta de lo que era, salvo un hijo del diablo y toda esa basura. Igual que si le hubiera dado mil libras. Aunque no es que dijera gran cosa.
Si lo pienso, creo que nunca estuvimos juntos más de media hora como mucho, y siempre con los demás entrando o saliendo de la cocina.
El caso es que, poco a poco, me enteré de su historia. Resulta que había sido el hijo brillante de la familia, con becas en la escuela del pueblo y esas cosas. Y todos querían que se hiciera cura, así que lo enviaron a seguir los estudios.
Nunca he sido muy religiosa. Una vida corta y alegre, ése es mi lema. Pero François no era la clase de personas que acepta la vida sin complicaciones. Cuantas más cosas sabía, más le preocupaban, y se pasaba todo el tiempo preguntándose si Dios existía, hasta que al final tuvo que decir que era agnóstico o ateo, o comoquiera que se llame. Y entonces se armó una buena.
Tuvo que dejar los estudios para convertirse en sacerdote, aunque dijeron que de todas formas podía ser maestro. Y cuando volvió a casa para contarlo a su familia, al viejo le dio una especie de síncope —un derrame cerebral, me da la impresión—, y desde entonces nunca había estado bien de la cabeza. De modo que se vio obligado a quedarse en casa para llevar la granja, y menuda temporadita le hicieron pasar, con su madre reprochándole que todo era por su culpa, el cura diciéndole que llevaba encima la maldición de Dios, y todos sus planes hechos añicos. Pero lo peor, según me contó, eran las campanas de la iglesia, que lo llamaban una y otra vez; y el sentir que no podía ir a misa porque era un hereje. Creo que la guerra supuso para él un alivio. Nadie habría querido quedarse en esa casa. Luego, en 1915, lo hirieron: todo el costado izquierdo, sin pierna de la rodilla para abajo y cinco operaciones. Sí, se lo hicieron pasar mal. Y cuando salió del hospital fue para volver otra vez a la granja y al mismo espanto de siempre, y además con los dolores de la pierna lisiada. Lo culparon de las rarezas de su padre y de que mataran al marido de Marie; sí, y también de la guerra. «¡Todo es por culpa de la maldad de estos tiempos descreídos!», decía el cura. ¿Te lo puedes creer? Y cuando el dolor no lo dejaba dormir por la noche, al final terminaba preguntándose si, en el fondo, no era todo por su culpa, y si tenía derecho a hacer sufrir a tantas personas «por una cuestión de conciencia»… ¡Una cuestión de conciencia!
Así que, como ves, no había tenido un momento de respiro, ni un segundo. La vida no había sido una feria para François, pensé, mirando la multitud junto al estanque y los caballitos de vapor.
Hacía muchísimo calor, y además la casa señorial estaba cerrada. Intenté preguntar a un joven si la habían convertido otra vez en granja, pero no me entendió.
Había un atajo hasta el camino siguiendo la vía del tren, y volví a encontrarlo, y recordé cómo florecían las prímulas incluso en medio del caos y el alambre de púas.
Fue en primavera, la de 1918.
Una primavera hecha para el amor, si no hubiéramos estado en guerra. Con narcisos en el bosque detrás de las dunas; eran como manchas de luz entre los árboles. Los días en que no estaban de servicio las muchachas llenaban con ellos los sombreros y después los llevaban a los hospitales. Algunas también hacían ahí otras cosas. «Ir al bosque», lo llamábamos. Ah, bueno, sólo eres joven una vez.
Y me había enamorado, de eso no cabía duda. Yo, que podría haber conquistado a cualquier joven del campamento, y a aquel oficial —ya ni me acuerdo de su nombre— que me hacía eso que llaman insinuaciones cada vez que iba al almacén de intendencia. Yo, a quien habían apodado la Reina de la Belleza de Calette. Había perdido por completo la cabeza por un franchute mutilado.
Sí, claro, ahora parece una locura lo que hicimos, o dirías más bien lo que no hicimos. Pero estábamos en guerra. Y nunca le podrás explicar a Edna o al joven Charlie la diferencia que eso suponía.
Oías todo el día el tumb, tumb, tumb de los cañones. Y todas las semanas llegaban rumores nuevos acerca de los alemanes, cómo nos habían puesto en retirada y avanzaban en Arras o en Amiens o en algún otro sitio. Y a veces mirábamos la carretera esperando verlos llegar con sus uniformes grises, avanzando en formación para matarnos.
Y por las noches estaban las incursiones aéreas.
Así que durante diez minutos al día mi vida era François Haudiquet, renqueando por la granja con su muleta, y el resto del tiempo era la guerra y el campamento, y el ejército. (¿He dicho que me hicieron capataz de albergue?) Nunca me había imaginado cómo era eso de adiestrar a las recién llegadas y pulirlas antes de que las enviaran a otros sitios.
Me encantó.
Me gustaba dar órdenes.
Me gustaba conseguir que desfilaran decentemente.
«¡Pelotón, firm! ¡Drech! ¡Quierd, ar! ¡Vista… drech!» ¿Qué demonios les gritábamos cuando las hacíamos desfilar desde la estación?
¡Menudas tonterías! Y yo me llevaba la palma, te lo aseguro. Demasiado aplicada en el ejército y luego a lo mejor no lo bastante aplicada en otras cosas.
Porque no iba a arriesgar mi puesto yéndome con François. Yo, que lo podría haber curado de todos sus demonios, dejaba que me mirara con esos ojazos que tenía y a veces me sentaba un momento detrás del establo y hacía que se riera de él mismo y de todos sus fantasmas.
Pero siempre estaba ocupada, siempre con prisas por volver al campamento y esas cosas.
Hasta ese día en que ya no estuve lo bastante ocupada.
Era a principios de mayo, y estaba cansada. Durante más de un mes no habíamos podido descansar por la noche. Cuando no nos atacaban, éramos nosotros los que atacábamos Étaples, y eso nos mantenía despiertas, cuando no algo peor. Algunas muchachas estaban muy nerviosas, y todas de un humor de perros. En cuanto a la vieja Brooks, debo decir que en esos momentos se crecía, se lo tengo que reconocer. Nada le estropeaba el apetito, no tenía un solo nervio en el cuerpo.
Una mañana me vio cuando yo salía, como de costumbre, para la granja de los Haudiquet. «Clark», me llamó. Lo recuerdo tan nítidamente como si fuera ayer. Me di la vuelta y saludé, era lo que tenía que hacer. Y me preguntó adónde iba, y cuando se enteró de que le seguía yendo a buscar la comida, aunque en realidad ya no me correspondía hacerlo, la que me cayó encima. Mala organización, ineficacia, negligencia… sabe Dios lo que no dijo.
Y yo contestándole «Sí, señora» y «No, señora», con el corazón ciego de rabia. Pero tuvo que dejarme ir esa mañana, porque había encargado un pollo y el coronel venía a almorzar, y en ese momento no había ninguna otra muchacha disponible, salvo una ordenanza nueva a la que no podía enviar sola.
En la granja le dije a la ordenanza que esperara en la cocina y no le quitara el ojo a madame. Tenía que ir a elegir un pato o algo por el estilo, le dije. Hice que François me acompañara al establo.
Qué curioso. Todavía hoy huelo la mezcla de nabos, estiércol, leche agria y heno de ese lugar.
Y cuando lo tuve para mí sola, arremetí contra él. Me iban a quitar ese trabajo, dije, y todo por su culpa. Si hubiera sido inglés en vez de franchute nos podíamos haber divertido juntos. Todas las demás salían con muchachos que las llevaban a tomar el té a Étaples o a los conciertos en el barracón de la YMCA. Pero yo tenía que escabullirme y arrastrarme, y no verlo nunca, salvo delante de su anciana madre, y éramos jóvenes y la vida pasaba, y por qué no podía haberse enamorado de otra persona en vez de enamorarse de mí y dejarme libre para irme con jóvenes que fueran como yo.
No me acuerdo de todo lo que le dije. Ahora me parece una locura, una completa locura. Pero llevaba semanas enamorada de él, estaba cansada, me parecía que lo tenía todo en contra y perdí los estribos.
Ya había visto una o dos cosas de joven, pero no he olvidado nunca la forma en que me agarró de las manos y, separándome a la distancia de sus brazos, me dijo con la severidad de un juez:
—¿Qué quieres decir? ¿Cuándo te he hecho daño alguna vez?
Y yo le grité que había hecho que lo amara y que no era justo.
Y luego no me acuerdo.
Sé que en un momento soltó la muleta, me abrazó y me besó. Y entonces comprendí que eso era todo lo que importaba. ¿Qué más me daba la guerra o el ejército? Aquél era mi lugar. ¡Que me expulsaran!
Y le dije que no fuera esa noche al estaminet, donde siempre se sentaba con la vieja madame Creuset, que yo saldría después de pasar lista o antes —no importaba— y que, si me esperaba en el establo, le demostraría si lo amaba o no, se lo prometía. Iríamos al bosque juntos.
Y luego me marché. Lo último que hice por él fue recogerle la muleta y dársela; y salí corriendo para decirle a la ordenanza que el pato estaba demasiado delgado y que teníamos que irnos enseguida. Al cruzar el patio lo vi apoyado sobre la muleta contra el umbral de la puerta.
De vuelta en el campamento, la vieja Brooks me mandó llamar. Acudí sin que me importara si me prohibía que me volviera a acercar a la casa de los Haudiquet.
Pero era para decirme que habían herido en un ataque aéreo a Reynolds, la capataz a la que yo había sustituido cuando la enviaron a Abbeville.
—Las muchachas lo están pasando mal ahí —me dijo—. Por la noche, tienen que dormir en el bosque de Crécy y esas cosas. Ha ocupado bien su lugar aquí, Clark —añadió—. Entre nosotras, no me importa cómo se divierte en privado. Lo que quiero ahora son muchachas capaces de mantener la cabeza y el ánimo alto, y que no se vengan abajo durante las emergencias.
¡Que no le importaba cómo me divertía en privado! Y yo que había desperdiciado todos esos meses, eso fue cuanto pensé, hasta que la oí decir:
—Así que recoja sus cosas enseguida y preséntese en la oficina a las doce y media. Llévese con usted a Abbeville a siete reclutas, dos cocineras, dos ayudantes y tres panaderas. Y ocupe allí el lugar de Reynolds. Es una tarea dura, pero le estoy haciendo un gran cumplido al enviarla.
No soportaba a esa mujer, de verdad. Una bruja, si es que alguna vez ha existido alguna. Una caradura. Una glotona.
Pero era la que daba las órdenes. Estábamos en guerra. «Con la espalda contra la pared.» ¿Era eso lo que nos dijeron? «Y creyendo en la justicia de nuestra causa, todos debemos luchar hasta el final.»
Yo no creía en nada, salvo que amaba a François.
Pero media hora más tarde, con mis cosas en una maleta, me dirigía con siete mujeres a la oficina.
—¡Pelotón, firm! ¡Salud, ar! ¡Quier, ar! ¡March rap!
Partimos camino de la estación, camino de Abbeville.
¿Te lo puedes creer?
Hasta que no estuvimos a medio camino de Abbeville no me di cuenta de que no le había enviado ningún mensaje a François.
Escribí una nota y se la di al maquinista. Escribí cuatro rayas desde Abbeville y las envié por correo. Le decía que sentía haberlo dejado esperando; pero que él podía escaparse y venir a verme. No se encontraba , como yo, bajo la disciplina militar. Calette no estaba muy lejos de Abbeville. Le juré que lo amaba, y que siempre lo amaría.
Pero nunca me contestó. Esperé, escribí y esperé y escribí y esperé. Pensé en él, sentado en la cocina aquel martes por la noche con la vieja madame volviéndolo loco, sin dejar de hablarle, y Marie quejándose, los dos niños pegando gritos y el viejo dormitando delante de su café.
Pensé en la pelirroja de Lloyd lanzándoles miradas cuando iba a la granja en busca de œufs y poulets.
Pensé en todas las muchachas francesas del pueblo, porque era un hombre apuesto a pesar de su desgracia.
Y luego me dije que nunca me esperó. Al fin y al cabo, ¿me había dicho una sola palabra? Con todas las oportunidades que había tenido, y nunca ni un susurro. Fui yo la que lo hizo todo, la que le sorbió el seso, le metió en la cabeza unas ideas que nunca se le habrían ocurrido de forma natural. Si casi se hace cura… y en Francia los curas no tienen esposa, o eso dicen. Y me acordé de lo que opinaban los franceses de las mujeres del Cuerpo Auxiliar. No había hecho más que comportarme como pensaban que hacían todas.
Así que, después de la tercera vez, no le volví a escribir.
Eso fue lo último que supe de François.
Y cuando apareció Bert, sin andarse con demasiados tapujos acerca de lo que quería, casado como estaba y demás, dejé que lo consiguiera. Y después de la guerra vinieron Chris, Bill y Larry; y lo curioso es que nunca me sentí avergonzada con ninguno de ellos. Me sigo sintiendo una buena mujer, como se dice; y una buena esposa con Jim. Y el único hombre del que me siento avergonzada es François, que sólo me besó una vez. Es lo que no haces, no lo que haces, lo que una más lamenta. Por eso siempre he intentado que Charlie, Edna y Millie y los cuatro míos se lo pasen bien.
Y nunca había tenido intención de volver a Calette, nunca.

Ahora bien, al descubrir que estaba ahí, pensé que por qué no echar otra vez un vistazo a la granja y quizá ver a François.
Sería curioso verlo otra vez y preguntarle si se acordaba de mí; aunque sé lo que soy ahora y sé lo que era entonces. Así que pensé: «Mejor no le digo nada, sólo verlo».
Hasta que no subí toda la calle del pueblo y volví a bajar no me di cuenta de que era incapaz de encontrar la granja.
El lugar estaba tan silencioso como una tumba y tan caliente como lo que viene después. Sólo el cacareo de unas cuantas gallinas, y el ruido del viento, y las cancioncillas de los caballitos. Ni un alma; todos habían bajado a la feria.
Entonces reconocí por fin el estaminet. Lo habían rebautizado con el nombre de Café de la Victoire, pero ahí estaba la vieja madame Creuset, plantada en la entrada, demasiado gorda y reumática para ir dando vueltas por ahí. Reconocí las botellas de los licores en el escaparate, la mesa redonda con el hule rojo y esa especie de aparador con vidrios pulidos.
Así que me fui para dentro, con todo descaro, y le dije:
—¡Hola, madame Creuset!
Y ella se me quedó mirando tontamente como una gallina, sorprendida de que supiera su nombre.
No se acordaba de una sola palabra de inglés, y mi francés no era demasiado fantástico, aunque Boulogne me había traído a la cabeza algunas palabras.
Así que fui capaz de preguntar:
—Où est la famille Haudiquet?
—Haudiquet? Haudiquet?
Ya sabes cómo retuercen los franceses los nombres con la lengua hasta que resultan casi imposible de pronunciar para un cristiano.
—Dans la guerre —dije—. Tenían una granja, une ferme, œufs… lait. Poulets.
—La guerre, Haudiquet, une ferme, oh, oui, oui, oui! —gritó y se lanzó a parlotear.
—¿François? —pregunté.
—Oui, François aussi.
Y luego toda una retahíla en francés y después:
—Vengeance de Dieu.
Eso lo reconocí. «Venganza de Dios.» Era lo que siempre decían.
Y de pronto, al cabo de todos esos años, supe que para mí averiguar qué le había pasado a François era más importante que cualquier otra cosa en el mundo. Le agarré las manos a madame Creuset y grité:
—Où est-il?
Eso lo sabía. Se lo había preguntado a madame Haudiquet. Decenas de veces había gritado: «Où est-il?».
Y luego oí que decía algo de una église.
Sabía lo que significaba. Église. Iglesia. La iglesia situada al final de la calle junto a la vía del tren, encima de la feria.
Hacia allí me dirigí como si me persiguiera la policía.
¡Caramba! Hacía calor, con los adoquines como la parrilla de un horno, y las calles casi bailando. Oía el órgano de los caballitos tocando su vieja tonada:

Après la guerre finie
tous les anglais partis,
tum, tum, tu, te-té,
beaucoup petits bebés.

Era lo que cantaban cuando estábamos en Calette. Pero no había bebés esta vez. Maude, los gemelos y Frankie tienen los ojos azules como Jim y yo. A menudo me he preguntado cómo habría sido eso de tener un bebé de ojos castaños y pelo negro como François.
Cuando llegué a la iglesia, me di cuenta de lo tonta que era.
No era esa iglesia, claro. La vieja madame Creuset había querido decir que se había hecho sacerdote otra vez., que había vuelto a la Iglesia —la Église— por la venganza de Dios que arrastraba esa familia.
Y ahí me encontré, yo, que en el fondo me había preocupado por él durante todos esos años y que en ese momento casi me mataba corriendo hasta la iglesia más cercana, plantada como una tonta entre los ángeles y las cruces de mármol, y todas esas chapuceras flores de alambre a las que son tan aficionados los franceses; y entre el calor, las prisas y la preocupación, me sentí bastante indispuesta. Como una especie de ataque al corazón. Ya no estoy para correr.
Así que me senté, aunque fuera en los escalones del monumento a los caídos en la guerra, y me dije de todas las formas posibles que siempre había sido y sería una idiota. Porque en ese momento estaba ya segura de lo que había ocurrido. François no me había echado de menos. Ay, no… En realidad, lo había escandalizado. Me había rebajado. Estaba convencida de ser la maravilla del mundo, como esas solteronas sobre las que canta Gracie Fields. Me había engañado completamente con François… sí, y con Bert y todos los otros. Una prostituta. Una mujer barata. Sorbiéndoles el seso porque no podía soportar no dar a un hombre un poco de placer, cuando era tan fácil, y la vida tan corta, y la oportunidad no se presentaba dos veces.
Junto al estanque, el organillo había cambiado ya de melodía.
El vals de El soldado de chocolate, «Mi héroe», eso era lo que tocaban en ese momento. ¡Mi héroe! Sí, menuda heroína estaba yo hecha. Me había prostituido. Había conseguido que un hombre sintiera asco de las mujeres, lo había arrojado a la Iglesia en busca de seguridad; había llorado hasta quedarme sin lágrimas, noche tras noche, todo el tiempo…¡Ah, me sentí como una buscona! Aunque ya me había imaginado que eso era lo que podía haber ocurrido. Una buscona, asqueada y estúpida.
Supongo que cerré los ojos un minuto, porque cuando los abrí seguía pensando que soñaba. Me quedé mirando fijamente una placa blanca al otro lado del sendero y sobre lo blanco leí en letras negras su nombre, Haudiquet.
Miré, parpadeé y volví a mirar. Luego me levanté —soy un poco miope— y esto es lo que leí. Lo leí hasta aprendérmelo de memoria y luego lo escribí y al día siguiente le pedí al joven Gaston que me lo tradujera, para estar segura:

Ici reposent
les corps de la famille
Haudiquet
tous tués par un obus
d’un aviateur allemand,
le 11 mai, 1918.
Louis-François Haudiquet, agé 69 ans
Marie-Joséphine Haudiquet, son épouse, agée 65 ans
Marie Latour, veuve de Félix Latour, leur fille, agée 25 ans
François-Joseph, leur fils, agé 25 ans.
Qu’ils reposent en paix.

Fue el 11 de mayo cuando me marché a Abbeville, y a François lo habían matado el 11 de mayo.
Por eso no me había escrito nunca.
Estaba en su casa, por eso lo mataron los alemanes.
Así que me había esperado. Y yo no había ido. Y ya no sabría nunca qué me había separado de él.
No me había abandonado. Era yo quien lo había abandonado a él. Porque si hubiera acudido, si hubiéramos ido juntos al bosque, no habría estado de vuelta cuando cayó la bomba. Habría estado lejos conmigo y a salvo y feliz.
Ah, lo había abandonado completamente.
La idea era insoportable. La idea era insoportable.
Sin embargo, le seguí dando vueltas; yo, una mujer casada con cuatro hijos, y con Charlie y Edna en la feria. Me quedé de pie delante de la iglesia llorando por un campesino francés que llevaba esos quince años muerto como si lo hubieran matado ayer.
Entonces los caballitos soltaron dos silbidos agudos, como el silbato de una fábrica, y volvió a cambiar la canción. Y vi en el reloj que el autobús llegaría dentro de veinte minutos; y que era mejor que me diera prisa y fuera a buscar a mis jóvenes.
Porque lo pasado pasado está, y ellos me estarían esperando. No puedes ayudar a los muertos, y es inútil culpar a los vivos.
Y se me ocurrió que, en cierto modo, no me equivocaba al principio. Dios había acabado por llevarse a François. Había querido que fuera sacerdote; y, de haberlo conquistado, yo siempre habría tenido que luchar contra la religión. En aquella época, habría podido enfrentarme a cualquier mujer, pero dudo mucho de que saliera vencedora de todo ese asunto de ser sacerdote, el pecado, el infierno y los demonios. Igual que François no salió vencedor del ejército y el aceptar órdenes.
Era demasiado para mí. Siempre había sido demasiado. Me alejé de la iglesia sin saber si sentirme contenta o triste, si había descubierto que partiendo a Abbeville y obedeciendo las órdenes había matado a mi François o si, quizá, lo había salvado. En todo caso, no le di asco, porque me había esperado. Al menos antes de morir supo que lo amaba y eso tiene que significar algo, incluso para un hombre enamorado de Dios.
Así que volví, porque no se podía hacer nada más, y encontré a Edna en las góndolas, con el cabello agitado por el viento, sonriendo a Gaston, preciosa. Y Charlie le estaba comprando unos dulces a Lily Dawson, y la multitud gritaba y se divertía, feliz como siempre.
Al cabo de un poco me vieron y dijeron:
—Hola, mamá. ¿Te lo has pasado bien? ¿Has conocido a algún francés?
Y yo contesté:
—No hagas preguntas impertinentes. ¿Por quién me tomáis? ¿Os creéis que una joven de buen ver como yo no podría tener éxito en una multitud como ésta si me lo propusiera?
Y todos se rieron a carcajadas. Y Edna se burló del pobre Gaston y dijo:
—Sí. Tenía que ser un autobús francés el que se averiara en el camino a Le Touquet.
Y él, muy feliz y a gusto con todo el mundo, respondió:
—Avería, sí. Muy mal, sí. Pero, ¿cómo dicen?, a dos pasos de la feria.

III
Sobre la traducción

Utilicé este relato (titulado en inglés «So Handy for the Fun Fair») durante un curso de traducción literaria impartido en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona durante el otoño y el invierno del 2008. El cuento sirvió como iniciación a los placeres de la traducción y como ejercicio práctico de esa concentración lectora que es el rasgo esencial de la mirada del traductor. Los participantes fueron elaborando sus versiones a lo largo de las semanas a medida que avanzaba el análisis y comentario colectivo de los problemas. A modo de conclusión de la experiencia solicité también una reflexión sobre el trabajo realizado y, como material adicional, envié a los participantes mi versión del cuento, que es la que aquí se publica. Aunque realizada de modo independiente, esta versión es deudora de esas intensas semanas de inmersión en el universo ficticio propuesto por Holtby posibilitadas por el experimento académico. También es deudora de él, de un modo literal, en lo que refiere al título, que apareció con su resplandor ineludible durante la «tormenta de ideas» del último día de clase. Los esfuerzos de los participantes se habían centrado hasta ese momento, con resultados insatisfactorios, en la idea de oportunidad o conveniencia. Sin embargo, cuando dirigí los esfuerzos de los participantes hacia la idea de cercanía (que era la que consideraba pertinente, aunque mi primera formulación era otra) y añadí que la solución óptima debía utilizar en mi opinión una expresión fija, la docena de cerebros presentes en el aula se puso en marcha, como conectados en una red cooperativa, y una de las personas presentes propuso el título «A dos pasos de la feria». Me ha ocurrido en ocasiones en clases, talleres y seminarios de traducción que, a pesar de la multitud de posibilidades, variantes, matizaciones estilísticas y divergencias de todo tipo, todos los reunidos coinciden de repente sin asomo de duda en la excelencia de una solución que aparece como por ensalmo. Las soluciones acertadas comparten el hecho común de su «naturalidad», como si no pudieran ser otras.

«A dos pasos de la feria» consigue englobar los dos tiempos de la narración, el presente (mayo de 1933) y el pasado (1918). El autobús sufre una avería a la salida del pueblo (y, por lo tanto, cerca de la feria realmente existente); pero, al mismo tiempo, cerca también del lugar donde la protagonista vivió un año de su juventud y un gran amor, una época recordada con indudable nostalgia a pesar los horrores de la guerra. Podríamos ver aquí un reflejo de los sentimientos de la autora, quien, según Brittain, pertenecía a una «generación de mujeres que —por más que sincera en su posterior anhelo de paz— identifica el recuerdo de su primer amor con la visión de un uniforme y los sones de Tipperary». La propia Holtby habló en una conferencia sobre la psicología de la paz y la guerra de cómo «la brevedad de la vida convierte la pasión en más apremiante» y de «la atracción erótica de la muerte». Y en otro lugar escribió: «Hay hoy [1935] en Inglaterra —y en Francia, Alemania, Austria e Italia, podemos imaginar— mujeres plácidamente casadas con hombres a los que respetan, por quienes sienten un profundo afecto y cuyos hijos han engendrado, que se verían muy afectadas y palidecerían ante la vista de una figura vestida de caqui, un consumido espectro de una época perdida, de un mundo, de un recuerdo». En este sentido, cabría hablar de la «feria» de la juventud de la protagonista del cuento (sobre todo, teniendo en cuenta los problemas de subsistencia de la posguerra a los que hace alusión el relato). Por lo tanto, la avería del autobús se produce cerca de las dos «ferias». Además, también es posible hacer una interpretación que subraya la ironía del destino, puesto que la protagonista acaba descubriendo que François, para quien la vida no fue precisamente un camino de rosas, está al final enterrado junto a la feria del pueblo. Todo esto no está expresado de modo explícito en el cuento, pero son lecturas posibles que el original permite y que hacen más rica y compleja su lectura. Por otra parte, cuando Gaston pronuncia la frase se produce una vacilación que puede ser interpretada como una mera marca de lenguaje oral o como algo más, como un intento por parte de alguien que, con un inglés defectuoso, intenta recordar una frase hecha en ese idioma. «A dos pasos de la feria» cumple también ese requisito.

Los asistentes del curso, para quienes hice esta traducción y a quienes está dedicada, son: Sandra Álvarez, Ariana Castrillo, Verónica García, Teodora Ivanova, Laura Lara, Carla López, Ricard López, Edurne Luque, Ignasi Mena, Miguel Ángel Muñoz, Patricia Parra, Esther Prats, Rita Soler y Sandra Soriano.

Julio Camba y la guerra

José Ignacio Gracia Noriega
Escritor

Este artículo apareció publicado en El Correo de Andalucía el 12 de septiembre de 1997. Se publica en Hallali con autorización del autor.

De 1914 a 1918, España se convirtió en un espectador de privilegio del espectáculo de la Gran Guerra. Y como suele ocurrir en estos casos, lo que aquí se produjo, ya que éste es un país de ellas, fue una auténtica guerra civil, por execpción incruenta. Los españoles, como quien contempla los toros desde barrera, tomaron partido, con pasión las más de las veces, por los dos bandos en pugna; esto es, hubo aliadófilos y germanófilos, siendo los primeros personas de mentalidad democrática y liberal, y, en fin, las minorías intelectuales, y los segundos, gentes de orden: tanto es así que, según relata José Pla en El cuaderno gris, al producirse la derrota del Kaiser, muchos creyeron, en su pueblo, que iban a instaurarse seguidamente el socialismo y el caos. Wenceslao Fernández Flórez describe este ambiente, de forma risueña, en su novela Los que no fuimos a la guerra. A fin de cuentas, España estaba en paz, las batallas eran verbales, y los campos de batalla, las tertulias de los cafés y los mapas, que se llenaban de alfileres con banderas. Todo el mundo se consideraba estratega, y todo el mundo daba su opinión, por disparatada que fuera, como es norma cuando se discute con viveza; también como es norma en esos casos, en España entró mucho dinero gracias a la contienda, pero no se aprovechó para nada útil ni duradero: se gastó en salvas. Al firmarse el armisticio, los partidarios del bando vencedor lo celebraron como si hubieran contribuído a la victoria de forma decisiva; y los que simpatizaban con los vencidos, ya se sabe, a disimular o a rumiar la derrota.

Los intelectuales españoles participaron en aquellas banderías, siendo más activos los aliadófilos, porque los aliados contaban con mejores servicios de propaganda y captación. Algunos de ellos (Ramón del Valle Inclán, Ramón Pérez de Ayala, Manuel Azaña, etc.), fueron invitados a visitar los frentes, y de paso recibieron otros halagos y compensaciones, aunque el más afortunado desde el punto de vista crematístico, resultó ser Vicente Blasco Ibáñez, quien, en el París sitiado, escribió las exageraciones de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, que más tarde sería adaptada al cinematógrafo. No menos entusiasta fue Valle-Inclán, quien, pane lucrando, se mostró grande defensor de las democracias, y hasta el caudillismo mejicano, pese a que su estilo, en exceso lírico en esta su vertiente bélica, no debió parecer atractivo a los productores de Hollywood. Ramón Pérez de Ayala, a su vez, visitó “punto por punto el frente de guerra italiano en la Gran Guerra Europea, invitado por el gobierno de Roma”, y de este viaje surgió el libro Hermann encadenado, que está dedicado, con vana y hueca retórica, “en memoria de las víctimas innominadas e innumerables que en las sedientas rocas del Carso y en las crestas esquivas de Cernia y Trentino derramaron la fértil sangre y dieron la vida por la redención de las fraternas tierras y por la liberatd civil del mundo”. A mí, los que visitan los frentes por gusto, aunque sea también por dinero, me recuerdan a quienes bajan a las minas, por curiosidad o demagogia, o a los señoritos que salen a la mar con los pescadores, con el propósito de practicar un deporte en lo mismo que otros trabajan penosamente. Yo imagino la sensación del soldado o del minero que ven entrar en la trinchera o en la mina a un señor bien vestido que va allí como quien hace turismo, pero que, sobre todo, puede abandonar lugares tan desagradables como peligrosos cuando le venga en gana: es una falta de respeto a los que, por fuerza, no les queda otro remedio que permanecer donde los visitantes van a mirar.
Julio Camba, en cambio, vivió la Gran Guerra de cerca en sus comienzos, dada su condición de corresponsal periodístico. Desde Alemania, donde se encontraba, tuvo que trasladarse a Suiza, país neutral desde el que escribió sus crónicas como ciudadano de otro país igualmente neutral, circunstancia que le permitió emitir juicios muy certeros sobre el neutralismo. Aquella guerra estaba tan generalizada, aunque no tanto como llegaría a estarlo la siguiente, que un país o un ciudadano que ostentaran la condición de neutrales, resultaban elementos exóticos. Estos neutrales no merecían buena opinión a los beligerantes, como años después no se la mereció la actitud española a un militar alemán durante la segunda guerra mundial, hecho recogido por Curzio Malaparte en Kaputt, así como la muy racial respuesta de Agustín de Foxá; de modo que William Faulkner escribe en Una fábula: “Los únicos que aceptarían a un general francés fracasado serían los hasta entonces tan libres de la guerra: los holandeses, que estaban alejados del curso normal de las invasiones alemanas, y los españoles, demasiado pobres incluso para realizar una excursión de dos días al frente, como hicieron los portugueses por la emoción y el cambio de escena; en cuyo caso –en el de los españoles- ni siquiera sería retribuído para arriesgar su vida y lo que quedaba de su reputación”. Otros, es cierto, no mantenían una actitud tan despectiva hacia los neutrales. Algunos de estos, por su parte, se planteaban qué provecho podían sacarle a su neutralidad. Entre ellos, Julio Camba, que se plantea esta cuestión en un artículo titulado precisamente “La neutralidad española”; o, mejor dicho, se la plantea a un interlocutor que le dice: “Esta neutralidad ustedes debieran organizarla como se organiza una guerra. Debieran ustedes hacerla valer diplomática e industrialmente. Una neutralidad consciente y activa, no esa neutralidad perezosa de no querer complicarse la vida y de no querer mezclarse en los destinos de Europa”. Casi lo mismo dice Antonio Machado en el poema “España en paz”:

¿Y bien? El mundo en guerra y en paz España sola.
Salud, ¡oh, buen Quijano! Por si este gesto es tuyo,
yo te saludo. ¡Salve! Salud, paz española,
si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.
Si eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes
en esa paz, valiente, la enmohecida espada,
para tenerla limpia, sin tacha, cuando empuñes
el arma de tu vieja panoplia arrinconada:
si pules y acicalas tus hierros para, un día,
vestir de luz, y erguida: heme aquí, pues, España,
en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía…

Pero ni el poeta ni el periodista fueron escuchados, y, con aquella neutralidad, otra ocasión se perdió para siempre.

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