Centroamericano no tan extraviado en los campos de Flandes

Victor Valembois
Universidad de Costa Rica

    Este artículo es un capítulo del libro Puentes trasatlánticos. Base literaria para un diálogo euro-centroamericano, Editorial UCR, 2009, pp. 197-218.

¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes,
y por qué hemos matado tan estúpidamente?
Nuestros padres mintieron: eso es todo.

Jon Juaristi, escritor vizcaíno, 1987.

1. Un nicaragüense en las filas aliadas

Sobre la poesía de Salomón de la Selva hay mucho que escribir postulaba hace un tiempo un crítico (1) . Al respecto, también cabe mucho que corregir. El propósito de este trabajo será doble. Por un lado, contribuir a sacar a este destacado poeta de Nicaragua (1893-1959) de las brumas en las que él mismo se resguardó, pero también de nublados en que otros lo metieron, o peor, lo mantuvieron. Por otro lado, las luchas en las trincheras o no, pero siempre por el hombre y la paz, de don Salomón, se supone que no han perdido vigencia. Lo anterior se hará desde un ángulo no explorado todavía de manera suficiente: su relación múltiple con Europa y en particular con Flandes.

En la presente ocasión desarrollaré mis tesis a partir de su primera creación: «El soldado desconocido». Se trata de un estudio al filo de lo histórico y lo literario, porque la lira de don Salomón, de entrada, suena con un tono coloquial a partir de la narración de ciertos hechos vividos. Su receptor imaginario pareciera alguien allá, en Centroamérica, su novia quizá. El resultado es una especie de crónica poética. En lo artístico, este conjunto constituye un cruce de influencias culturales. Como en tantos casos, la mezcla quedó enriquecida.

2. En campos de Flandes: algo más que una referencia geográfica

Muchos son los soldados, de diversas nacionalidades, que lucharon en la Primera Guerra Mundial, y al mismo tiempo fueron poetas. Con su poemario El soldado desconocido (2) , Salomón de la Selva resulta ser para la poesía nicaragüense, lo que en el ámbito británico, norteamericano y canadiense, se conoce como un war poet, categoría específica en las historias de la literatura de habla inglesa. Es un excelso poeta de guerra, el leonés, no solo porque tocó con altura la lira durante la conflagración, sino porque también estuvo personalmente en la pelea. No es lo mismo: Virgilio comienza su obra clásica con aquel famoso les canto a las personas y a las armas (3) … pero lo hace sentado en una butaca. La producción artística que comentamos no habla de mariposas etéreas ni de princesas darianas, como vía de escape, sino de sangre, sudor, y poesía en términos dramáticos de Pablo Antonio Cuadra, quien a su vez se inspiraba en la conocida frase de Churchill. De la Selva parece el benjamín de cantidad de poetas, sobre todo europeos, como Jean Giono (1895-1970), Rupert Brooke (1887-1915), Wilfred Owen (1893-1918), Isaac Rosenberg (1890-1918) y por supuesto John Mc Crae (1872-1918). Fíjese el lector en la corta vida que les tocó a la mayoría de los nombrados: murieron como jóvenes soldados, en Bélgica. Don Salomón es de los excepcionales a haberse escapado del infierno, lo mismo que otro soldado-poeta de nombre Siegfried Sassoon (1886-1967), cuyo principal volumen Counter-Attack and Other Poems (1918) ciertamente también influyó en el nicaragüense, al ser compañero de trinchera. Hacia el final de la guerra ya, en todo caso en los primeros meses de 1918, este se alista como voluntario romántico (4) en las fuerzas aliadas. Residente entonces en Estados Unidos, lo haría del lado inglés (con The Royal North Lancashire Regiment), por antecedentes familiares y porque los Estados Unidos todavía no habían entrado en el conflicto. Como él mismo evoca en el prólogo a su conjunto de poemas, interfiere además un entronque europeo: su abuela era inglesa. El soldado desconocido tiene visibles y vividas referencias a la guerra de posiciones que se libró entre otros en Bélgica, en las espantosas trincheras.

Encuentro más afinidad entre de la Selva y Owen en el tratamiento de cantidad de temas, como veremos. Pero desde luego por sus numerosas evocaciones a tierra flamenca, el nicaragüense no tendría dificultad en reconocer su deuda literaria con Mc Crae. Este último antecedió al centroamericano en ese horrendo conflicto, en la escritura y publicación de sus evocaciones bélicas y en la muerte. Era un médico canadiense; luchó en Bélgica desde 1914, para morir en combate. El mismo “destino manifiesto” le hubiera estaba reservado al educador centroamericano: he pensado que muy bien pude haber sido yo mismo, señala de la Selva, en su prólogo. Lo salvó el ansiado armisticio del 11 de noviembre de 1918. En su poema, Mc Crae, asume un papel de hermano mayor y amonesta, entre otros a ese muchachito Salomón, a seguir la senda. Paso a transcribir «In Flanders Fields», con ese mismo título, el poema más conocido del canadiense. No puede ser más conmovedor:

    Florecen las amapolas en los campos de Flandes, entre cruces, hilera tras hilera, que marcan nuestros sitios; y en el cielo vuelan las alondras, cantando bravamente, apenas oídas en medio del cañoneo que ruge abajo.
    Somos los muertos. Pocos días ha vivíamos, gozábamos de las auroras, sentíamos el hechizo de las gloriosas puestas de sol; amábamos y éramos amados, y ahora… reposamos para siempre en los campos de Flandes.
    Haced vuestra nuestra querella con el enemigo; empuñad la tea que os pasan nuestras manos desfallecientes, y sea vuestra a condición de que la mantengáis en alto.
    Pero si faltáis a la fe que debéis a quienes morimos, no dormiremos, por más que florezcan las rojas amapolas en los campos de Flandes.

Son versos presentados como de ultratumba, garabateados en los descansos entre ataque y contraataque de un conflicto que duró cuatro largos años, caracterizado, la mayor parte, por un inmovilismo espantoso en esa guerra que iba a acabar con todas. Tenía cuarenta y tres años, el artista, cuando primero editó en Punch, era en 1915. Después, inmolado, otros se encargaron de publicar de nuevo su poemario, en 1919, siempre con esa misma explícita reminiscencia europea. Pese a lo «mundial» del nombre de la guerra, los países centro-americanos no tuvieron injerencia directa en el conflicto bélico, que de todos modos los afectó, entre otros con el disminuido precio del café; en todo caso, allí no hubo fragor de armas. La declaración de guerra a Alemania, en la primera mitad de 1918, de casi todos los países latinoamericanos, no llevó a abierta hostilidad con este país europeo. La medida se tomó más bien en forma simbólica, para congraciarse con el Tío Sam, cuando este salió de su aislacionismo.

Ahora bien, incluso así, fuera de la inmersión directa en lo bélico, en América Latina también se conoció la expresión connotada de los campos de Flandes y estos años se caracterizaron por toda clase de reflexiones respecto del poder, la guerra, etc. En este contexto cosmopolita de interferencias, por doquier surgen brotes de anarquismo y de pacifismo. La poesía de Mc Crae se publicó en Costa Rica en 1920, en las páginas de la naciente revista Repertorio Americano, dirigida por Joaquín García Monge (5). Constituye un motivo de orgullo observar cómo este modesto hijo de un entonces minúsculo pueblo costarricense, llamado Desamparados, tenía antenas puestas para captar las ondas de todo el planeta: era global en profundidad. He transcrito aquí la lograda traducción, de Ricardo Jiménez, después tres veces Presidente, nada menos, otro hombre con ribetes de universalidad, surgido de entrañas locales gracias a una educación bien enfocada.

La intelectualidad de hace casi cien años, en Costa Rica, se mantenía informada del acontecer político y militar en Europa por los periódicos y por el arte. Gracias entre otros al citado Repertorio, estaba al tanto de este esfuerzo anti-bélico de los mencionados poetas de guerra: no de otra manera se explica que el entonces joven estudiante costarricense Marco Tulio Salazar retomara en su poesía la misma imagen de las amapolas en Bélgica, estamos hablando de 1922:

    Quisiera ser gigante
    Para rehacer yo solo la Bélgica
    Que hoy es tierra de escombros;
    Rehacer esa amapola. (6)

Esta emotiva solidaridad lírica solo se explica dentro del impresionante eco que produjo la destrucción de Bélgica y la lucha de su rey Alberto y de su cardenal Mercier. Todavía ahora, la sola mención de los campos de Flandes constituye un símbolo universal de lucha fratricida. Pero veremos cómo los poetas de guerra, entre ellos un destacado centroamericano, cargando su fusil lírico, también prenden la tea del amor universal.

Partiendo de estas circunstancias, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, la expresión «en los campos de Flandes», en todas partes guarda, todavía ahora, una gran emotividad, mezcla de evocación patriótica y de reflexión acerca de lo grandioso o lo absurdo de la guerra, sobre todo por la inmolación de tantos jóvenes. Décadas más tarde de los hechos, en un recital en que se evocó poemas bajo este título, se puso a llorar nada menos que el General Volio (7), luchador ya no en campos de Flandes, sino en los de Centroamérica, eso sí, a partir de un acicate de tierras flamencas. Los conflictos bélicos se siguen dando e inventando, pero al mismo tiempo resulta admirable constatar que el arte continúa sirviéndose como acicate contra la guerra. Así pensó el personaje lírico de don Salomón:

    ¿Y de qué sirve la guerra? (…)
    Porque todo es en vano/
    si no engendra cariño,/
    y hay tanto odio….
    (Carta, p. 69)

Pienso en recientes esfuerzos, casi cien años después, para darnos cuenta, como esas cartas de soldados, franceses y alemanes, de que escribieron desde de lo inmundo de las líneas, bellezas en prosa a sus seres queridos (8). Evoco la película, conocida a un lado del Atlántico, como Matilde y al otro traducida como Amor eterno, con el afán de una mujer de comprender por qué su amor fue muerto en ese «no man´s land» entre las dos trincheras… (9)

3. Interferencias belgas en El soldado desconocido

En este contexto luchó y escribió De la Selva. La publicación de su Soldado desconocido se hizo primero en inglés (Nueva York, 1921 señalan la edición “princeps” y después, la versión española, en el México de 1922, por cierto ilustrada por el gran Diego Rivera. El poemario tropical se circunscribe entonces dentro de un triple contexto. Primero la permanente, pero no siempre explicitada confrontación: la realidad vivida allá, un mundo en llamas, versus el acá. Apoyada o no en esos adverbios temporales, permanece la tensión entre dos mundos: El cañoneo (…) «(suena como) cuando retumba el suelo en Nicaragua» (en la parte Primera Carta, p. 29). Segundo, en los versos de don Salomón, uno constantemente siente palpitar algún eco de sus hermanos mayores: esos poetas de guerra, citados, tanto en su temática (la muerte, la hermandad, la esperanza,…) como en sus formas expresivas (la elegía, etc.). En tercer lugar, todo ello repercute en los medios, quiere decir entonces, esencialmente la prensa. En su poema, De la Selva muestra estar impactado por la cantidad de alusiones, incluso en Nicaragua, a la guerra en Europa, particularmente en Flandes:

    Ya no pueden los periódicos
    con los sonetos a Bélgica
    y las odas a Francia
    (p. 91)

Lo más probable es que alude a diarios ingleses y nicaragüenses, pero se sabe que Salomón también manejaba adecuadamente el francés: ya en 1916 era profesor de esa lengua en Estados Unidos. Difícil que tenga noción siquiera del neerlandés, el otro idioma oficial de Bélgica hablado precisamente en esa región. Son demasiado numerosas y puntuales las referencias topográficas directas a estas latitudes, como para postular una mera casualidad o una inventiva fenomenal: en la Jornada III, por ejemplo, el autor alude de manera explicita a «el lodo perpetuo/ de Flandes lamentable», por la destrucción humana, contra ¡la belleza del mundo! en el cielo azul, el suave sol, etc. como se describe en contraste p. 75. Para un oyente nacido en esos lugares evocados, como es el caso del que escribe, no cabe la menor duda: constituye testimonio fehaciente, vivido, nada de “literatura”.

Pero aparte de esas deducciones espaciales hechas, son también nítidas las temporales que se imponen, siempre a partir del texto. Indirectas y descriptivas, evocan cierta época del año en Flandes. Pruebas inconfundibles para el lector nórdico resultan ser «el repentino brote de tantas amapolas», como también «tengo los pies helados» además de «una mujer bella que ríe en los trigales verde». Lo mismo, al aludir el poeta a «cuando vuelva abril» y, para confirmar, al final cuando señala que es «la Primavera» (10). Al observar estos elementos probatorios, es digno de constatar que un historiador nicaragüense incurre en el error al recalcar que De la Selva se alistó a mediados de 1918 en el ejercito inglés. A estas alturas del año ya no florecen las amapolas, ni hace tanto frío en Bélgica como parecen ignorar unos apuntes para una biografía (11). Nuevamente, basta confrontar el texto con su contexto: si sabemos que de la Selva nació en marzo 1893 (el 20, para ser preciso), y el poema De profundis hace alusión a la pujanza de (sus) veinte y cuatro años, una simple matemática indica que aquello era cierto antes de marzo de 1918…

4. Más allá de la veracidad histórica, la verosimilitud literaria

Claro que también figuran alusiones, pero menos, a lugares de Francia (Chartres y el Mont Saint Michel), de presencia personal o por su evocación religiosa; consta además algún topónimo en Gran Bretaña (Suffolk, p. 29), cuando cruzó el Atlántico y donde estuvo en receso por un tiempo. Pero, por ley de números, son más las alusiones a Bélgica, explícitas o no. Van con inconfundible tono de lo vivido, pero no se sabe si de vista, de oído o leído. Muy al inicio del relato un tanto épico, en el poema “Cantar”, no menos de cuatro veces menciona el Mar del Norte. ¿Cómo no conmoverse con su relato comienza la batalla donde como víctima evoca un ataque con el mortífero gas mostaza: «vimos llegar rodando la amarillenta nube larga»? (p. 43) Por de pronto, la referencia al Gas asfixiante vuelve hacia el final, (p. 121). Por haber sido experimentado poco antes, justo en la misma región flamenca y concretamente alrededor de Ieper (se escribe Ypres en inglés y francés) el arma letal se llamaba Yperiet (12).

Sin embargo, por dos razones prevalece cierta duda respecto de la exactitud histórica y geográfica en el poemario en cuestión. En primer lugar, se comprueba que, sobre todo del lado americano del Atlántico (del norte como del sur), en más de una oportunidad se suele ignorar las divisiones nacionales a lo largo de los ochocientos kilómetros de trinchera que, como llaga profunda, marcó el mapa europeo durante casi cuatro años (13). Constituye un problema detectado también en estudios paralelos sobre otros literatos centroamericanos y Bélgica (14).

En segundo lugar, el mismo vate tampoco tenía sólidos conocimientos geográficos, por ejemplo cuando, en el poema, observamos que ignora en qué puerto (inglés) embarcaron y por dos veces no sabe (¿o no quiere?) distinguir entre regiones, como al final de su introducción a su libro («en Flandes o en Francia era un cadáver como todos») y al inicio del poemario («desembarcamos sin cuidado/ en Bélgica o en Francia»). Por de pronto, la falta de cuidado, ¿será de sus oficiales? Más bien de él, que no se ha fijado. Si no fuera por la autenticidad que, lo comenté, estila en cada línea del relato, uno lo tomaría por muestra de indiferencia, aparte de crasa ignorancia geográfica. De la Selva podía argüir que las vivencias en las trincheras no se prestaban precisamente al aprendizaje pormenorizado de la geografía. En ningún poema suyo existe referencia directa alguna al lugar específico donde peleó: sabemos que fue en Flandes, ¿pero dónde? Quién sabe si fue en Ploegsteert, donde también combatió Churchill o en Mesen, donde luchó Hitler: el mapa de esta región, al suroeste de Bélgica, permanece salpicado de evocaciones a batallas famosas. Cantidad de cementerios recuerdan todavía ese matadero universal en que se había transformado Flandes, va menos de un siglo.

A los literatos y a sus productos artísticos concedámosles esta licencia poética de desconocer límites territoriales, más si se trata de latitudes lejanas a su propio terruño. Las referencias dadas por el poeta no reflejan lo presencial de él. Pero no importa: por último, se le puede aplicar perfectamente la postura de Richard Owen: «Todo lo que un poeta puede hacer es advertir. Por eso todo verdadero poeta tiene que ser veraz» (15) . Esa veracidad o confiabilidad no resulta sinónimo de lo fidedigno histórico o periodístico; se refiere a otra categoría: lo verosímil, como categoría artística que permite al receptor entregar su confianza y actuar en consecuencia, descodificar correctamente en cualquier tiempo futuro, en cualquier latitud, la misma angustia, igual dolor desesperado. Al inicio de un nuevo siglo, ¿ha cambiado algo al respecto?

Pero frente a este cúmulo de evidencias de lo vivido y sufrido personalmente por parte de Salomón de la Selva sorprende que cierto autor con menos nexos de vivencia e idiomáticos todavía que él con Bélgica, puso en duda la autenticidad de lo evocado. Sin embargo, es lo que hizo Ernesto Cardenal, al afirmar que «esa poesía (…) aunque a menudo realista, produce cierta impresión general de autobiografía ficticia. Flandes es para él (el autor) una tierra confusa…» (16). Con su análisis de 1948, contribuyó a echar una funesta aureola de misterio y de falsedad alrededor de la vida y la obra de su compatriota colega. Si fuera por el poeta-guerrillero-sacerdote, pondría los tres componentes del título de este trabajo entre comillas, porque ni cree en la autenticidad de Salomón, ni en lo artístico-presencial de Soldado desconocido, ni en la referencia a los famosos e históricos campos de Flandes, inmortalizados con ayuda de la musa. El error de apreciación del poeta de Solentiname, a partir de una lectura deficiente del texto, lejos de probar que De la Selva «jugaba» al soldado desconocido, indujo, sin embargo, después a Mariano Fiallos y tantos otros a creer que el poeta nunca había estado en la guerra (17).

Hubo que esperar casi una década para que Stefan Baciu, sin tampoco haber estado en Bélgica ni conocer mayormente su geografía, solo recurriendo a investigación más seria y fuentes más directas, enmendara este grave desliz (18). Menos mal, a los pocos años el acucioso Stefan Baciu visualizó otro poeta, más real, como hombre, como poeta, creador, generador de inquietudes con revestimiento lírico, no simple encargado de sacar fotocopias de la realidad.

La confrontación efectuada, desde luego aboga por no confundir creación literaria con relato biográfico o manual de historia. Pero respecto de la relación bilateral Bélgica-Nicaragua, en la persona del vate, tres argumentos se refuerzan entre sí. Primero, se refiere a las declaraciones del propio poeta, fuera de su obra artística, por ejemplo en el prólogo al libro en cuestión; segundo, no escasean en su creación poética las alusiones locales, vividas, concordantes y congruentes dentro de la obra de arte y, tercero, allí está la verosimilitud o coincidencia entre el relato creativo y una serie de elementos de la historia, por ejemplo, la alusión directa por el poeta a la entrada en guerra de parte de Nicaragua, en contra de las fuerzas del Eje (19).

Frente a este cúmulo de pruebas internas para una presencia real de Bélgica en El soldado desconocido, a base de tiempos, lugares y enfoques bien determinados por el emisor y que se pueden ubicar por el receptor (con preferencia de allá), no perdamos de vista que ni se trata de un trabajo historiográfico ni periodístico, sino literario, categoría a mucha honra ni inferior ni superior, sino diferente.¿De la Selva ha sido testigo presencial de todo lo que evoca? No existe garantía: en la mayoría de elementos así es, pero en otros, por fuerza se basa en algo que le comentaron o en lecturas. Es el caso de los topónimos aludidos en el último poema:

    Álamos destrozados de Oudenarde (sic),
    hayas truncas de Ramillies,
    ¡ya echaréis nuevas ramas
    cuando vuelva abril!

Se trata, de lugares alejados del frente como tal, como para que pueda pensarse en una visión personal y directa. Además, se encuentran muy lejos uno de otro. Oudenaarde (en francés: Audenarde) se ubica en Flandes, unos sesenta kilómetros al oeste de Bruselas. La ortografía adoptada por el poeta visualiza que aparentemente se inspira de un relato en un periódico francófono de Bélgica. Ramillies pertenece a la provincia de Brabante francófono y se ubica otro tanto de kilómetros al sureste de la capital. Por su estilo, casi periodístico y coloquial, favorece si no una realidad, por lo menos una verosimilitud al servicio de un mensaje que tenemos que desentrañar.

Por sorpresa, nuevamente más para el lector europeo, figuran varias confusiones y equiparaciones entre los términos Bélgica (referencia política-nacional) y Flandes (región dentro de lo anterior). Desde luego, el nicaragüense no tenía por qué conocer ni la división administrativa de Bélgica, ni siquiera la existencia de una división lingüística… mete todo en un solo saco cuando en el poema «sobre una fotografía de la Quinta Avenida» (20), «entre múltiples banderas de diversos países» (de Europa: Francia, Inglaterra e Italia), menciona además en la parte IV, «el pabellón de Flandes». Aparte de la manifiesta nueva ignorancia geográfica, lo “políticamente incorrecto” del poeta se debe posiblemente al impacto internacional de esos campos de Flandes referidos en el primer punto, expresión a la que ayuda la realidad histórica de que también el norte de Francia formaba parte de la Flandes histórica (21).

Ahora bien, que el vate se haya equivocado en más de una dimensión fuera de lo poético, no le quita valor a su trascendental y renovador mensaje por la vía artística. Es más, pareciera que, en comparación con su compatriota Azarias Pallais (22) (el cual también usaba en su poesía cantidad de referencias a topónimos en Bélgica, en particular Flandes) en de la Selva prevalece un propósito totalmente divergente. En el sacerdote-poeta las obsesivas referencias precisas, sobre todo a un mítico Brujas, evocan una asociación entre su Nicaragua natal y un mundo ideal medieval postulado, es su utopía salvífica; en cambio, en el soldado-poeta, primero las evocaciones topográficas no abundan, siendo que las pocas referencias locales no evocan algo ideal, sino al contrario un infierno humano, entonces casualmente también en Flandes. Azarías Pallais fue poeta de Flandes, una tierra que el conoció y admiró. Salomón fue poeta en Flandes, una tierra que no llegó a conocer bien, porque no estuvo ni de turista ni de estudiante allá, sino en sus horribles trincheras.

5. Un cosmopolita más allá de una moda: ¡anhelo vigente!

Son muchas las pruebas por las que uno deduce que el poeta propugna un humanismo sin fronteras. Empieza de una manera un tanto prosaica, como cuando afirma que: «los piojos aquí en Flandes tienen hedor idéntico a los de Nicaragua» (p.110). Además, al contrario, por ejemplo, de varios de sus compañeros, soldados-poetas (23), caracterizados por su orgullo nacional inglés (sobre todo el oficialista Rupert Brooke), para de la Selva las escasas referencias a Nicaragua, simplemente ubican su punto de partida, pero no revelan ningún nacionalismo. Todos esos poetas, en la línea también de G.K. Chesterton, fueron utilizados como estandartes nacionalistas, cosa que efectivamente fueron. Owen con facilidad refiere a otros poetas, pero solo de su propia cultura (sobre todo Yeats y su compañero Sassoon). De él es también el verso: «None untimely die that die for England». De Rupert Brooke tenemos: «there´s some corner of a foreign field / that is forever England». ¡Qué diferencia el patriotismo que propugna De la Selva! En esos galerones de la muerte se imagina la paz como una bella mujer. La describe pero no da rasgos externos de tipo racial ni por identidad de pasaporte. Reúne atributos sacados del imaginario colectivo de la especie humana, más allá de tiempos y barreras continentales. Algo tiene ella, dice, entre otros del fénix persa, del quetzal guatemalteco, de la alondra de Shelly, del albatros de Baudelaire y del cisne dariano. Por cierto, qué superior, esa invocación por la paz, a la del poema Pax, de 1916, donde Darío, muy enfermo ya, también se ve condicionado por reminiscencias belgas (24). Es lo vivido directo y concreto frente a lo evocado a distancia.

Ahora bien, esa reivindicación humana general va muy lejos. Es natural y evidente la solidaridad entre gente que comparte la misma alegría y sobre todo las mismas penas y temores, en un mismo lugar. A él le importa la condición humana de los combatientes. Señala: «Mi compañero ha muerto». No importa de qué nacionalidad o creencias. Merece por ello un calificativo más allá de lo biológico: «¡hermano y más que hermano» (pp. 61-62). En la elegía, desde luego, debe referirse a más de un hecho real, en ese antro de muerte asegurada; pero también, por intertexto se evocan versos paralelos de Isaac Rosenberg y de Wilfred Owen y, más lejos, el himno mortuorio alemán basado en el inmortal verso de Schiller: ich hat ein Kameraten (yo tenía un compañero).

De allí, quizá justamente también por lo literario, va otro paso adelante, en valoración universal de la especie humana. Como se usaba en inglés (véase por ejemplo, en Owen, p. 70) y en francés, el enemigo es el boche: a las claras, una manera popular y muy despectiva de referirse a los alemanes (25): hijo de unos padres que fueron víctimas de los alemanes, tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial, valoro cómo en una generación esa secular terminología ofensiva ha sido superada en la Unión Europea (26). Ahora bien, igual la usa de la Selva (p. 43). Sin embargo, incluso de esos adversarios él reconoce su condición humana:

    Son gente.
    No cabe duda.
    Gente como nosotros,
    que come, que duerme, que se entume, que suda,
    que odia, que ama.
    Gente como toda la gente,
    y sin embargo – diferente
    (p. 67).

Para nada aflora en el soldado vencedor la clásica expresión del Vae victis (expresión latinas para “abajo los vencidos”) como suele prevalecer. De allí lo vigente y post moderno de don Salomón, ¡desde bastante antes de la Convención de Ginebra sobre los prisioneros de guerra (triste realidad todavía en el siglo XXI, con motivo de la guerra de Iraq)!

Pero el poeta va más allá. No participa en el burla ni la desnudez a la que los demás los someten. Es más, contra la reglamentación vigente, les da cigarrillos, gesto humanitario, sí, peligrosa generosidad (p. 67). Además, justamente influido por el mundo universal de las ideas y del arte, respecto de esos POW («prisioners of war») expresa:

    Alguno de ellos debe de haber leído
    a Goethe; o será de la familia de Beethoven
    o de Kant; o sabrá tocar el violoncello.
    (p. 68)

Esa inclinación universal de Salomón es justificada hasta en la temática bélica, por de pronto, al comprobar que, lo mismo que del lado anglosajón, también del lado francés (con el Apollinaire de Caligrammes y Pierre Drieu (27) y del lado alemán (con los expresionistas de la “poesía atómica”, en Stramm, Engelcke, Rubiner, Hasenclever, Toller y otros), igual hubo literatos de guerra en otros horizontes, búsquedas de respuesta artística al momento escalofriante, degradado por doquier en la dimensión de lo humano.

De la Selva se compara, sin embargo, mejor en esta dimensión con lo transnacional de su compañero Rosenberg, aquel que en vez de referirse a piojos universales se ríe sardónicamente de las «simpatías cosmopolitas» de una rata, que se pasea entre líneas enemigas (28). Remonta este sentimiento de hermandad mundial hasta los epicúreos y otras tendencias cosmopolitas, como al mismo Schiller, alemán, aquel de “todos los hombres serán hermanos”. Al mismo tiempo cabe subrayar el carácter actual de su lucha. Por eso, ahora en Flandes, en los cementerios militares que abundan a raíz de esa espantosa guerra, no se establece diferencia entre los muertos, por rango, raza o credo religioso. Solo hace poco se inventó el complejo de Estocolmo, vivencia característica para víctimas en situación de secuestro. Obedecen a hondas vibraciones simplemente humanas de seres, aunque en campos ideológicamente o interesadamente opuestos, al encontrarse por largo tiempo atrapados juntos, en un mismo e único cautiverio. Más que lo verosímil literario, ya estudiado en este caso, subrayo otra vez lo veraz-vivido que se palpa a partir de esos versos. Lo narrado por el autor en la misma Bélgica en la que a cada rato encaja su historia literaria encuadra dentro de lo vivido por otros (29).

Para lograr esa camaradería universal, en el texto literario, lo mismo que en el prólogo, el autor recurre a la mezcla de idiomas. Equivocados están los que suponen que en las trincheras solo prevalecía el lenguaje no verbal de los cañones: en el poeta esa interferencia suele ser negativa, como cuando desde el prólogo, en español, califica a algunas personas como rough-neck, tough, etc., en versos en español; prevalecen además cantidad de expresiones anglosajones, como el over there, el “allá”, en la Europa continental; y desde luego, la expresión y la costumbre del “soldado desconocido” (30) la calca don Salomón expresamente, lo confiesa siempre en la citada introducción, hasta en el título en español de su poemario. Dentro del conjunto de poemas propiamente tal, también se observan conceptos en inglés que él simple copia, como se utilizaban en las filas inglesas: por ejemplo, el «No Man´s land» de la p. 43; a veces, como cuando se refiere a «las barras y las estrellas», piensa en inglés (norteamericano) y lo expresa en español .

De manera que este constante internacionalismo, de las armas en las trincheras de Flandes, también dejó huella en el uso lingüístico del poeta. Resulta interesante comparar ese uso idiomático, por parte de don Salomón, con el de los otros poetas de guerra (war poets). Tomemos el caso de Archibald MacLeish, cuyo hermano por cierto también falleció en combate en 1918. En su Invocation to the social Muse, el norteamericano se dirige a la musa, desde el español de la primera palabra («Señora»), hasta con sus equivalentes en alemán, inglés, ruso y otros idiomas. Don Salomón se encuentra en una torre de Babel bélica, pero pretende transformarla en antibélica.

5. Teoría y práctica de la “bala con alma”

Aun bajo el uniforme militar, puede que lata un corazón de poeta. Desde luego, su propia formación y sensibilidad lleva a cada uno de los soldatos-poetas a tomar posición acerca de la guerra y cómo cada uno asume su papel en esa horrible circunstancia. Muy conocida es la tesis de Wilfred Owen: «mi tema es la guerra y lo penoso de la guerra. La poesía se encuentra en lo penoso». Él no era pacifista, en el sentido contemporáneo de la palabra, pero se describía a sí mismo como «un objetor consciente, con una conciencia muy golpeada» (32). Sensiblemente paralela resulta la actitud humanista de don Salomón, en cuanto a postura crítica contra los conflictos armados (33) . Pero su método resulta diametralmente opuesto: en vez del alma adolorida, estigmatizada (to sear, en inglés). Desde su vivencia en Flandes, escribe a su amada:

    …todo es en vano
    si no engendra cariño,
    y hay tanto odio, tanto,
    que debe ser pecado
    sin duda ser soldado.
    (p. 69)

Tampoco podemos afirmar un antimilitarismo de parte del escritor: recordemos, se enroló voluntario en las filas británicas. En términos de Boccanera, «un humanismo personal lo llevó a enrolarse» (34), pero estando allá, trató de humanizar la guerra. Pareciera clara para él la postura de que precisamente su condición de soldado-poeta le obliga a ablandar corazones a favor de otras soluciones. Impregnado entonces por influencias de sus colegas en las trincheras, resuelve a su manera el eterno conflicto entre “las armas y las letras”. Bajo la forma de las mismas «hermosas armas» de lo artístico, en expresión de Darío, de la Selva contribuye así a la reflexión crítica respecto de lo bélico. Pareciera anticipar la frase de Roque Dalton: «el arte debería tirar balas». Pero no es una simple inversión de esa idea; es mejor aún «bala con alma», como él mismo sugiere en su poema.

Aflora a menudo ese sentimiento de crítica contra la guerra, como cuando el evocado episodio de las banderas. De la Selva parece primero en maravillarse ante el espectáculo de esas enseñas nacionales, pero bruscamente cambia de tono:

    ¡tantas y tantas banderas!
    ¡Son harapos!
    Bajo esa capa raída
    Repara en la carne flaca de los pueblos
    (p. 93)

Aflora el socialismo internacionalista, un humanismo cristiano, como en Pallais, como en Volio, otros latinoamericanos, aquí centroamericanistas muy compenetrados, lo vimos, con ese dantesco panorama europeo, vivido también en Bélgica. Igual salto de tono observamos en la poesía ya aludida a la paz, bajo el símbolo de una mujer hermosa. De repente, se transforma en mala, en sirena:

    Su otro nombre es Engaño
    El espejo que empuña
    sólo refleja hipocresías.
    De su vientre nació la Diplomacia
    Ella es la madre del Patriotismo falso.
    (p. 121)

Esta temática acerca a nuestro de la Selva a los simbolistas, entre otros el Rodenbach de Bruges-la-Morte, de la femme fatale.

¡Qué poeta más “viejo”, de hace cien años y al mismo tiempo que hombre más clásico; es decir, actual! De la Selva sigue burlándose de la patriotera actitud de Byron y sigue criticando el manipuleo que hubo de escritos de Chesterton, en nombre de intereses supuestamente nacionales e humanitarios, allí donde simplemente fueron pasto para la máquina de guerra de ricos pero oscuros interesados. ¡Mentiras!, vocifera el nicaragüense. Sin embargo, ¡es lo que nos inculcaron a todos por medio de una educación alienante, al servicio de unos pocos! Con lo cual, a los ribetes de pacifismo de don Salomón se une la necesidad de superar las fronteras nacionales, entre otros mediante el arte.

Es importante valorar este esfuerzo artístico pacifista dentro del contexto de hace casi cien años. En otro momento, habrá que comentar de esta misma época los esfuerzos, del francés Romain Rolland (1866-1944), por las letras, y del belga Frans Masereel (1889-1972), con sus grabados antibélicos en madera. De la Selva tuvo que conocer la obra artística de este último, sea directamente en los años de guerra en que se produjeron, sea más tarde, mediante los comentarios de Francisco Amighetti en el Repertorio Americano, revista centroamericana de alcance internacional, en la que también llegó a colaborar (35). En esa misma década de los años treinta, citemos también al dramaturgo francés Giraudoux y ya estallada la Segunda Guerra Mundial, con aquel seudónimo “Vercors”, el relato «El silencio del mar» (36) que narra la prolongada convivencia de un alemán en un hogar francés, durante la ocupación. Se trata de otro caso de interferencia entre literatura e historia; es decir, la primera influida por la segunda. Claro, como no, después está la película El Soldado Ryan. Pero antes, mucho antes, estuvo Salomón de la Selva.

6. Los «campos de Flandes», símbolo perenne

Ha quedado demostrado que de la Selva es claramente un war poet, un poeta en la guerra, calificativo del que estaría orgulloso, siempre y cuando no se interprete también que es un poeta guerrerista… Confío entonces haber contribuido, no solo a enderezar graves entuertos en torno a ese “Soldado desconocido”; uno de los más graves, quizá puede ser el de haber calificado este testimonio artístico como «el poema más aburrido del mundo» (Beltrán Morales) (37), referido concretamente al poema “La Paz”. Juzguemos, si acaso. En medio del comentado «lodo perpetuo», el poeta sueña con «una mujer bella», leitmotiv que como tal vuelve arias veces, ella «que ríe en los trigales verdes», poderoso indicador de que ya salimos del invierno, pero no es verano todavía:

    Ella es el fénix persa
    ella es el buho griego,
    y el ibis egipcio,
    y el quetzal guatemalteco.
    (p. 119)

y sigue la evocación con alusiones a la alondra de Shelley y el albatros de Baudelaire, entre otros, cosa que Morales describe como «un fatigante catálogo ornitológico». ¡Qué falta de cultura universal!

Ahora, cuando han vuelto «otros abriles» (38), como los cantaba de la Selva, estos mismos campos están sembrados con álamos, hayas y amapolas, (¿serán los mismos, o son otros?), pero también con cantidad de cementerios de jóvenes. ¿El resultado de esa carnicería en los campos de Flandes? Ya no hay trincheras, pero sigue la guerra; jóvenes centroamericanos siguen enlistándose en tropas imperiales. En Curridabat, Costa Rica, cerca de la iglesia se encuentra al tumba de un costarricense muerto en Vietnam. ¿Por qué? Más recientemente está el caso de Camilo Mejía, otro nicaragüense, durante la guerra de Iraq (2004). ¿Por qué? El testimonio artístico de don Salomón debe seguir golpeándonos, por ambos lados del Atlántico.

BIBLIOGRAFÍA

    ARELLANO, Jorge Eduardo: Aventura y genio de Salomón de la Selva, 2003.

    ARELLANO, Jorge Eduardo: Salomón de la Selva y la otra vanguardia, Madrid, Anales de Literatura Hispanoamericana, 1989.

    BACIU, Stefan: Centroamericanos, (sobre de la Selva: pp. 19-23).

    BACIU, Stefan: Don Sal. Fragmentos de un diario mexicano. Río de Janeiro, Peña Diplomática Rui Barhosa, 1960.

    BOCCANERA, Jorge: Salomón de la Selva, Paradojas fulminantes de un poeta nicaragüense, Revista Hombres de maíz, Costa Rica, Nº 48, julio-agosto 1997.

    CARDENAL Ernesto: «Salomón de la Selva: El soldado desconocido», en Rueca, México, 1948, reproducido en Repertorio Americano, XLIV, 1949, número 20.

    CHILENS Piet: «De oorlog die niet overgaat», capítulo 4 en el libro colectivo De verbeelding van de Westhoek, ed. Lannoo, Bélgica, 2000.

    DE LA SELVA, Salomón: El soldado desconocido, 2a edición de EDUCA (“Editorial Universitaria Centroamericana”), San José, 1971.

    DEVOLDERE, Luc: “The decorous Dead. The Great War revisited”, en la revista TLC (The Low Countries), Nº 8, publicación de la Fundación “Ons Erfdeel”, Rekkem, Bélgica, 2000.

    FIALLOS Gil, Mariano: Salomón de la Selva, poeta de la humildad y la grandeza. Apuntes para una biografía. León, Cuadernos Universitarios, 1963.

    OWEN, Wilfred : The Works of Wilfred Owen, The Wordworth poetry library, Londres, 1994.

    VALEMBOIS, Víctor: “Salomón de la Selva: ‘soldado desconocido’ en campos de Flandes” (ponencia para el “VII Congreso de Literatura, Universidad de Costa Rica” (octubre 1997), publicado bajo este título genérico por la Universidad de Costa Rica, 2000, pp. 325-330.

    WILLIAMS, Oscar : A Little Treasury of Modern Poetry, Charles Scribner’s Sons, New York, 3a ed. 1970.

NOTAS

(1) Se trata de Ernesto Guerra M., en “Aproximaciones a la poesía de Salomón de la Selva”, La Prensa Literaria, Managua, Nicaragua, 6 de setiembre de 1997.

(2) Me basaré en la segunda edición de EDUCA (“Editorial Universitaria Centroamericana”), San José, 1971.

(3) Como don Salomón, me enorgullece haber recibido todavía una educación clásica, con latín y griego. “Arma virumque cano” constituye el primer verso de la Eneida.

(4) Véase en la edición de EDUCA, el título de la «Primera Jornada». Aparte del idealismo, tiene que haber intervenido también el aspecto más bien económico.

(5)Véase el volumen 1, N.° 17, del 15 de abril de 1920, p. 257. En mi estudio “El cosmopolitismo de Joaquín García Monge: Bélgica en el Repertorio Americano” en Repertorio Americano, Revista de la Universidad Nacional, N.° 9-10, enero-diciembre 2000, pp. 19-42, visualicé la presencia de este poema como verdadero leitmotiv, explotado como tal por el inteligente Joaquín García cada vez que los aires bélicos volvían a aflorar. Este trabajo contiene un extenso anexo: Índice completo y comentado de referencias “desde y sobre Bélgica” en la revista costarricense dirigida por Joaquín García Monge, de 1919 a 1958”, en Repertorio Americano.

(6) Remito a mi estudio: “Marco Tulio Salazar, centenario ejemplo (a partir de un privilegiado nexo con Bélgica), publicado en Herencia, Costa Rica, vol. 17, nº 1, 2005, pp. 7-25.

(7) El dato es del dilecto historiador Carlos Meléndez y refiere a una velada poética de los años cuarenta, en la recién creada Universidad de Costa Rica.

(8) Pienso en el libro Paroles de Poulus, de reciente publicación en Francia (Edit. Librio, Radio France, 1998).

(9) El título en inglés es A very long engagement. Es francesa, dirigida por Jean-Pierre Jeunet.

(10) Véase respectivamente, pp. 75 (2 veces), pp. 115 y 141 (2 veces), de mi edición. El autor escribe «Primavera», con mayúscula, posiblemente influido por sus estudios muy recientes en inglés.

(11) Véase p. 12 en Mariano Fiallos: Salomón de la Selva, poeta de la humildad y la grandeza, Seminario de Investigaciones Centroamericanas, Departamento. de Historia y Geografía, Universidad de Costa Rica, (trae también la referencia «León, Nicaragua, 1963»). Reproducido en Educación (¿revista nicaragüense?), N.° 29, 1964.

(12) El profesor alemán Fritz Haber fue su funesto inventor y a la postre, en 1918 recibió por ello el Premio Nobel de química. En total unos 275.000 soldados quedaron fuera de combate con esa arma (por ambos lados, no necesariamente muertos). Información de la revista Knack, de Bélgica, el 16 de abril de 2003.

(13) La misma Enciclopedia Encarta por ejemplo cita indistintamente topónimos de Francia (Amiens, Neuve Chapelle, etc.) en confusión con belgas, concretamente flamencos (caso de Ypres y del río Yser).

(14) Véase, entre otros, en mis estudios en esta misma colección sobre Darío y Pallais y Bélgica. Estos coterráneos de don Salomón cometieron también varios errores geográficos, pese a que tenían cierto manejo del francés y no estaban bajo el terror de las balas.

(15) En la contraportada al libro de Owen: “All a poet can do today is to warn. That is why all true Poets must be truthful”.

(16) Ernesto Cardenal: «Salomón de la Selva: El soldado desconocido», en Rueca, México, 1948, reproducido en Repertorio Americano, XLIV, 1949, No 20, pp. 312-314. Cardenal repite después esos mismos disparates respecto de la relación obra-vida en Salomón de la Selva en Nueva Poesía Nicaragüense, Madrid, 1949. El libro El estrecho dudoso del mismo poeta contiene otras alusiones a Flandes.

(17) Véase Fiallos, citado, p. 16.

(18) Véase Don Sal (nombre cariñoso para Salomón) en Boletín Nicaragüense de Bibliografia y documentación, Biblioteca Central de Nicaragua, N.° 12, julio-agosto 1976, pp. 20-29: …em erro fundamental por se ter o autor, provàvelmente, basado em informacoes de segunda e terceira mao.

(19) Véase el poema «Noticias de Nicaragua» (en la Jornada IV), donde señala expresamente que Nicaragua entró en la guerra, cosa que efectivamente ocurrió en 1918.

(20) Para la ocasión, Salomón es otro Poeta en Nueva York, como Lorca, solo que en contraste con éste, hablaba inglés a la perfección y figura en más de una antología de por allá de poemas directamente en este idioma.

(21) Para darse cuenta de ello, basta leer a Margarita Yourcenar. Su nacionalidad francesa, pero su nacimiento y su visión de mundo, en la realidad de la histórica Flandes, traslucen por medio de dos estudios míos: 1) “Yourcenar: lo local (belga), en ella y en su producción”, en Revista Nacional de Cultura, N.º 42, diciembre del 2001, pp. 32-40; y 2) “Margarita Yourcenar: lectura global-universal de sus Memorias de Adriano, Espiga, UNED, Costa Rica, N.° 8, julio-dic. 2003.

(22) Refiero nuevamente a los artículos míos evocados antes en el contexto del cardenal Mercier y sus discípulos Jorge Volio y Azarías Pallais.

(23) Sobre el nacionalismo de los soldados-poetas, véase el estudio de Devoldere, citado en bibliografía. se refiere a «the English dead» (p. 20).

(24) Sobre esta relación entre Darío y Bélgica, véase en esta misma serie.

(25) Se usa como sustantivo y adjetivo. Según el diccionario Robert provendría de Alboche. Ignoro si el término “bocho”, para Volkswagen, usual antes en Costa Rica, deriva de lo anterior.

(26) Remito a un texto: “La Unión Europa bajo el eje franco – alemán”, publicado por la revista Relaciones Internacionales, de la Universidad Nacional, Heredia, Costa Rica, 2004. Allí estudio el papel clave de figuras como Adenauer y de Gaulle, quienes, habiendo también luchado en esas mismas trincheras de la Primera Guerra Mundial en bandos opuestos, aunaron esfuerzos para superar el eterno escollo de la guerra y contribuir a una Europa unificada.

(27) Este último, prácticamente contemporáneo de don Salomón, luchó en Bélgica, en la Primera Guerra Mundial. Su expresión je ne renierai pas Charleroi lo podía aplicar en paralelo el nicaragüense. Pero lejos de la postura humanista de este (incluso respecto de los alemanes), después el francés se volvió simplemente fascista pro-alemán en la Segunda Guerra. Enredado en sus propios mecates mentales, se suicidó.

(28) Recomiendo su lindo poema: Break of day in the trenches.

(29) Siendo yo estudiante en Lovaina, Bélgica, entre 1965 y 1969, el dueño del cuartito que alquilaba, a la postre primo de mi madre, había sido soldado raso, también en estas espantosas tumbas vivientes. Nunca olvidaré las evocaciones autobiográficas de este noble señor, sin mayor cultura académica, pero con una envidiable perspectiva fraternal, a pesar de los ataques con gases letales. Guardo en la memoria sus intensos y espeluznantes relatos que no dejan duda respecto de lo absurdo de la guerra. Al mismo, tiempo evidenciaron lo profundamente humano de ciertos beligerantes, más allá de ideologías y odios impuestos. Mis arraigados sentimientos antibélicos se los debo, en parte, a las evocaciones de este pariente lejano.

(30) Hasta en portugués hay un libro con este título, referido al aporte de este país en los mismos campos de Flandes: Mendo Castro y Antonio Rosas, La Lys, Os soldados desconhecidos, Ed. Prefacio, Lisboa, 2001.

(31) Véase pp. 344 -5 en el volumen A little Treasury of Modern Poetry, citado en bibliografía.

(32) My subject is War, and the pity of War. The Poetry is in the pity y a conscientious objector with a very seared conscience. Ambas citas provienen de la introducción a su libro, p. X.

(33) Elemento al que de la Selva no alude, pero que debe haber tenido un peso enorme en su postura, es lo que poco antes de su permanencia en las trincheras les tocó a cantidad de jóvenes ingleses, por negarse a volver a la trinchera, como él, después de un descanso: Her Majesty’s Frontline Court Martial con sede en Arras (Francia), a mediados de 1917, mandó fusilar “a la vista del enemigo” a 29 de ellos, como desertores. Ahora, después de las traumáticas experiencias en Afganistán e Iraq, se sabe que, esos jóvenes sufrían del síndrome ‘shell-shock’ (S.S.S) que en la vida civil se conoce como síndrome de estrés postraumático. (Post-traumatic-stress-syndrome: PTSS). El tema es de actualidad: “Un total de 147 efectivos militares se han suicidado en Iraq y en Afganistán desde el comienzo de la invasión a esos países (…). Si a eso se añade la cifra de los veteranos que se suicidaron tras regresar de las dos guerras y ser dados de baja, y que es al menos de 430, se llega a 577 suicidios en los seis últimos años. (…) Eso se puede cotejar con al menos 4.227 muertes de soldados desde el inicio de las invasiones: 3.840 en Iraq y 387 en Afganistán y áreas limítrofes.” (La Nación, Costa Rica, 01/11/2007).

(34) Jorge Boccanera: “Salomón de la Selva, Paradojas fulminantes de un poeta nicaragüense”, revista Hombres de maíz, Costa Rica, N.º 48, julio-agosto 1997, p. 25.

(35) Amighetti escribe en Repertorio Americano del año 1933 (vol. 27, N.° 6) un artículo con el título “Masereel”. Se trata de una especie de reseña de los libros Bilder der Gross-stadt, Sol y El libro de las horas, del grabador típicamente belga, señala el costarricense (que ha ejercido influencia en don “Paco” como se le conoce). Constan diversas alusiones a Brueghel y a Bosch. Refiero a todo ello en artículo para la revista Escena, Año 29, volumen 60, III-2007.

(36) En estos mismos años, como consta en siguiente artículo, en Repertorio Americano, de la Selva colaboró mucho en la misma revista, entre otros, en 1932, con una serie sobre el Horacio aludido (véase en mi siguiente texto).

(37) Edición original: Le silence de la mer, Editorial Albin Michel, en Livre de Poche, p. 25, 1951.

(38) En el Boletín Nicaragüense de Bibliografía y Documentación, Biblioteca del Banco Central de Nicaragua, N.° 12, julio-agosto, 1976.

(39) Véase el poema postrero de “Soldado desconocido”, evocado: (…) ¡ya echaréis nuevas ramas cuando vuelva abril!

Salomón de la Selva as a Soldier of the Great War

Luis Bolanos
Florida International University

New York Herald – On July 19th 1918, Salomon De la Selva was sworn into the British Service by Lieut. H. C. Ceswell at the British and Canadian Recruiting Mission located at West 42nd Street #220 to perform his military duties as Private 56478, Coy H in the 3rd Royal North Lancashire Regiment.

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At the beginning of May 1917, before the publication of his anthology, De la Selva felt that to enlist in the U.S. Army was a civic responsibility he could not refuse.

In a personal letter to his friend Amy Lowell he explains her that “again and again [he] tried to volunteer in any sort of Army service, including the Red Cross, Y.M.C.A., and what not,” but to his surprise, his every efforts proved unsuccessful. His next choice was to attempt to enlist in the French Foreign Legion, but he could not do so without a passport, because he needed to apply in person in Paris. He continues to explain that even though Mr. Liebert, who was the French Consul in New York City, had made the arrangements to send his passport to France, but “his Local Board (Mass. No. 1, at North Adams) stubbornly refused to grant [his] passport permit.” Salomon adds that the whole incident was not only exasperating, but also humiliating because he was forced “to explain to the Intelligence Department that the anonymous accusations about [him] being anti-American were pure humbug.” Still, the Army’s harassment did not end there. Salomon received a citation, which demanded his presence in order to face the charges raised against him. He says, “Apparently, the Army officers (a Captain Curtis, a Lieut. Valey and I don’t know who else) were sworn to get me. Lieutenant Valey informed me that the room into which I had been led in secrecy, I could be taken out and be shot and not a word of it known, [for this,] he said, ‘is war.’” De la Selva reports that the last question the Army authorities asked him was “Is there any reason why you should feel inimical to the United States?” To which he bravely replied, “Yes, that there are moments when I am made to feel not in the United States but in Germany.” De la Selva asserts that the Army’s investigation came about as a result of several anonymous accusations which indicated that he was an enemy of the United States.

A month later, in June 1917, Salomon’s draft application was finally accepted 1. However, Salomon’s small victory did not last for long because under General Pershing’s command, aliens who had not become U.S. citizens could not participate in the war efforts against Germany. Since the U.S. Army’s policies demanded aliens to naturalize, this implied that he had to renounce to his native Nicaraguan citizenship. Feeling that this was not an option for him because he was “savagely jealous of his Nicaraguan allegiance,” he decided to enlist in the British Army. Nevertheless, Salomon’s decision to join the British Army had a bittersweet aftertaste because he thought that his detractors might take it “as proof of [his] dislike for the United States: calumny has such a twisted tongue, [for] she can make the straightest thing awry.”

Since his maternal grandmother was a British citizen, the British Army had no problem in accepting his application. On July 19th 1918, Salomon De la Selva was sworn into the British Service by Lieut. H. C. Ceswell at the British and Canadian Recruiting Mission located at West 42nd Street # 220 to perform his military duties as Private 56478, Coy H in the 3rd Loyal North Lancashire Regiment 2.

Only ten days later after the swearing ceremony, on July 29th 1918, De la Selva boarded a train in New York bound to Boston and then changed trains in order to get to South Portland, Maine. Lowell’s written accounts provide additional data about De la Selva’s itinerary when she explains “she spent a hot hour in [Boston’s] South Station, trying to catch him as he passed through on his way to Fort Edward, but missed him” 3. From South Portland, he boarded a ship and crossed the ocean into Canada and remained stationed there for a month as Private in-training 5062 B.E.F in Fort Edward at Windsor, Nova Scotia.

On August 23rd, he embarked a British navy vessel and arrived in England on August 31st 1918. Salomon continued his military training in Felixstowe, Suffolk under the orders of Sgt. John Pierre Roche. Incidentally, Pierre Roche managed to publish an anthology of war-related, Modernist poems titled Rimes in Olive Drab on October 6th 1918 4. After a couple of months of training in England, De la Selva had at last his opportunity to experience war firsthand at the middle of October 1918, when his regiment disembarked on Belgium’s Flanders’ coastline. Since WWI officially ended on November 11th 1918, De la Selva’s war experience was relatively minimal because he only fought in the war trenches from the middle of October to the first half of November. Salomon’s regiment was at length demobilized on December 22nd 1918 and he probably had the opportunity to travel to Paris in the same month De la Selva was officially discharged from the military in the first days of January 1919.

After that, he established himself in London, and started to frequent the Metropolis’ literary meeting places. Salomon relates to Lowell how in one of those nocturnal perambulations around the city, he met Ezra Pound, whom he describes as “a funny fellow, merely funny. Had he really more life in him than he pretends to have, he’d be mad, which is a state of mind and heart to be lauded, whereas his pose, and I use the word advisedly, for though posing may be natural in him it is posing none the less, has a touch of the foolish that forces a derogation on his quality, which hurts [me] to find him so.”

My dear Mr. Pound:

My nationality is Nicaraguan, and I write verse in Spanish. Your translations from the Spanish (I remember especially a charming version of a child Jesus lullaby) have interested me a great deal. And as I am going back to New York to edit a Spanish Review (published in English) for the Hispanic Society of America (Asher M. Huntington, president), I desire to see you, if I may, and find out in which way you could care to consider becoming a contributor to the new magazine. And may I not express my wish to meet the literary people of London? So far, I know only the Meynells, who were extremely courteous to me; but like the stabler planets, they seem to move in a fixed plane, and but very seldom brush a comet or a shooting star. Will you not be my optic and reveal to me the frantic luminaries of London? You are their Saturn, I am told, and they take the madness from you.

Salomon de la Selva

Salomon continued to write and mingle with London’s literary elite through the end of March. On March 31st 1919, Salomon boarded the ship Mauretania on Southampton Port bound to New York City 5. On April 7th 1919, Salomon was back in the United States 6

NOTAS

  1. Salomon de la Selva’s registration card # 749 shows that he registered on June 5th, 1917 in the Army recruiting office located on 37 Williamstown, Mass..
  2. “Nicaraguan Poet Enlists, Writes Lines to Ancestors for Herald”. New York Herald, 19 July 1918.
  3. Damon, Foster. Amy Lowell: A Chronicle with extracts from her correspondence. Boston: Houghton Mifflin Co, 1935.
  4. Roche, John Pierre. Rimes in Olive Drab. New York: R.M. McBride & co, 1918.
  5. U.S. Immigration records show that the S.S Mauritania departed from Southampton Port on March 31st 1919 and arrived to New York City on April 7th 1919, with 30 ex-soldier passengers on board: 28 aliens and 2 U.S citizens, including Salomon De la Selva.
  6. While De la Selva lived in New York City in 1919, he resided at 115th West 97th street.

Salomón de la Selva en la red

Emilio Quintana Pareja
Estocolmo, Suecia

Salomón de la Selva usaba muchos pseudónimos. Se han contabilizado más de 25, pero es muy posible que haya más. Enlaces sobre la figura y la obra de Salomón de la Selva que están disponibles en la red

3709636624_0f0493b2d7

  • Arellano, Jorge E.: «Salomón de la Selva y la otra vanguardia» [pdf] Anales de literatura hispanoamericana, 18, 1989, 99-103.
  • Henríquez Ureña, Pedro: “Salomón de la Selva”. La Habana, El Fígaro, 6 de abril de 1919, año XXXVII, número 12.
  • Quintana, Emilio: «Salomón de la Selva en la revista Cervantes« [wiki]
  • Tünnermann Bernheim, Carlos: “Relaciones literarias entre Pedro Enrique Ureña, Rubén Darío y Salomón de la Selva”. La Prensa Literaria, Managua, 16 marzo 2002.
  • Urtecho, Alvaro: «El doldado desconocido de Salomón de la Selva: Una experiencia de vanguardia». El Nuevo Diario, Managua, 22 julio 2000.
  • Valle-Castillo, Julio: «Salomón de la Selva y/o una poética americana de vanguardia». El Nuevo Diario, Managua, 1 abril 2000.
  • Zepeda-Henríquez, Eduardo: «Desconocida herencia modernista en El soldado decsonocido« [pdf]
  • Poemas de la edición en Madrid, Signos, 1993.
  • Un artículo de Andrés González-Blanco en la revista Estudio: “Teixeira de Pascoaes y el saudosismo” (1917)

    Andrés González-Blanco
    Nota introductoria de Antonio Sáez Delgado
    Universidad de Evora

    Reproducimos a continuación el artículo que el encendido lusófilo Andrés González-Blanco dedicó a Pascoaes y al Saudosismo en la revista Estudio de Barcelona en 1917. En él establece un diálogo, basado en su contemporaneidad cronológica, entre el Futurismo de Marinetti y el Saudosismo, del que presenta sus fundamentos étnicos, históricos y filológicos, así como su influencia en la literatura y la política y sus vínculos con España, en un amplio texto potr el que circulan los nombres de Francisco Villaespesa –tan próximo al espíritu lusitano en libros como Viaje sentimental (1909), Saudades (1910) o en los poemas inéditos hasta su muerte La Quinta de las Lágrimas- o del propio Fernando Pessoa.
    Sin embargo, lo más interesante de este texto (además de poner lúcidamente en confrontación y diálogo dos conceptos tan distantes a priori como Futurismo y Saudosismo) es la crítica abierta que realiza González-Blanco del cierto carácter integrista que cobra a sus ojos el Saudosismo de Pascoaes, a quien se atreve a calificar como “un pensador, a ratos genial, a ratos trivial” cuando se refiere a la exclusividad portuguesa del término y del concepto de saudade. En esta línea de pensamiento, y tomando como base el argumento étnico de Pascoaes que fragua el Saudosismo en el cruce de las sangres aria y semita en el origen de la raza lusitana, González-Blanco reclama también ese mismo componente para todos los pueblos ibéricos, reivindicando al autor de Os poetas lusiadas un sentimiento de saudade común al espacio ibérico.
    De hecho, el autor no traduce nunca la palabra “saudade” en sus versiones de poesía portuguesa, exactamente igual que hace Fernando Maristany. Creo firmemente que la tentativa que esboza en estas páginas González.-Blanco de aproximación al concepto de saudade como tronco común de los pueblos ibéricos se fundamenta, además de en la poesía de Maristany, en la de otros numerosos poetas del Novecientos español, en cuyos versos (pienso en los Poemas de provincia de González-Blanco, en Juan Sierra, en Pimentel, en algunos libros de Enrique Díez-Canedo o de José del Río Sáinz (rezuma esa sombra de la saudade a la que se unieron, utilizando expresivamente esa misma palabra, el Rubén Darío de Impresiones y sensaciones, el González-Blanco narrador, Villaespesa en sus poemas y el propio Ramón Gómez de la Serna en sus conocidas novelas portuguesas, entre otros.
    Anecdóticamente, hay que destacar que esta es la primera vez, al menos que sepamos hasta el momento, que aparece nombrado el nombre de Fernando Pessoa en un medio español, concretamente en un texto crítico de una revista literaria de Barcelona –si no tenemos en cuenta los textos publicados en Galicia, especialmente como consecuencia de la recepción de la revista Orpheu, aún en 1915. La alusión de González-Blanco a Pessoa como crítico literario del saudosismo se basa en los artículos que publicó en 1912 en A Águia.

    Referencia:

    Andrés González-Blanco: “Teixeira de Pascoaes y el Saudosismo”. Estudio, nr. 57, Barcelona, 1917, 391-414)

    Saudosismo y futurismo

    Casi sumultáneamente con la aparición de los manifiestos futuristas, cuando hervía en las calles de Venecia, de Trieste y de Turín la protesta sucitada por las exageraciones de Marinetti, y de sus epígonos Paolo Buzzi, Enrico Cavaccioli, y Gian Pietro Lucini, germinaba en Portugal un movimiento de idéntica naturaleza, aunque de orientación absolutamente divergente: el saudosismo, que los mismos futuristas designarían con el híbrido, feo y galicista título de paseismo.
    Le paseisme llama, en efecto, Marinetti en su libro-programa El futurismo (publicado en edición francesa en París, en el año 1911) al culto del pasado, al estéril y platónico tributo rendido a las generaciones pretéritas. Aquí, en castellano un poco más puro, aunque algo más pedantesco, podríamos llamarlo el preteritismo. Marinetti lo ha anatemizado en palabras elocuentes, pero injustas, viendo en él la decadencia de un pueblo y el estancamiento de una literatura. La admiración al pasado puede tolerarse (sostiniene pontificalmente Marinetti) en los moribundos, los inválidos y los presos. “Para ellos la admiración al pasado es un bálsamo a sus heridas desde el momento en que les está vedado el porvenir. Pero ¡no para nosotros, los jóvenes, los fuertes y los vivaces futuristas!” .
    Como antídoto a este veneno del paseismo (sígase empleando el hórrido barbarismo para darle mayor eficacia) Marinetti ha recomendado a sus amigos los pintores y poetas futuristas la destrucción de bibliotecas y museos y toda suerte de reliquias del tiempo pasado. “!Adelante los buenos incendiarios de dedos carbonizados! ¡Aquí, aquí! ¡Quemad con el fuego de vuestros rayos las bibliotecas!… ¡Desviad el curso de los canales para inundar los sótanos de los museos! ¡Que naden aquí y allá los lienzos gloriosos!… ¡Mano a las piquetas y a los martillos! ¡Socavad los cimientos de las ciudades venerables!…”
    Claro es que esto viene a ser el trompetazo heroico, la carga impetuosa de caballería para enardecer a los neófitos, ya que en otros momentos, bajo un signo zodiacal más apacible, el nuevo Omar de Milán ha depuesto algo sus ardores; y así, por boca de su abogado defensor Cesare Sarfatti, que le sacó a flote cuando hubo de habérselas con la justicia por la publicación de Mafarka el futurista, atenúa y palía un poco las ardorosas declaraciones del Primer Manifiesto futurista. Cuando trata de explicar el desdén al pasado, el abogado Sarfatti, que en el curso de su escrito de defensa se ha declarado paladinamente futurista (io lo sono per intero), se expresa de esta suerte: “No queremos los futuristas destruir las iglesias, los museos, las obras de arte; queremos destruir aquel culto del pasado que constituye un obstáculo en la vida artística, científica, literaria, política, italiana; queremos destruir esa especie de lacra senil por la cual en todos los concursos es preferido el más anciano, en paridad de méritos, mientras un país joven debería preferir al más joven. Queremos destruir una tendencia por la cual un pedazo de leño, solamente porque es antiguo, es digno de veneración. Queremos destruir, no los museos, sino tantas cosas feas, tantos desechos como los museos contienen. Delante del León X de Rafael o el Juicio Final de Miguel Angel o una Madonna del Beato Angelico, no cogeremos la tea para incendiar, la piqueta para destruir… No; futuristas, pasadistas, presentistas, estamos todos reunidos en la adoración de lo bello…” (Véase F. T. Marinetti: Distruzione.- Poema futurista col processo e l´assoluzione di “Mafarka il futurista ; pág. 96.- Edizione futurista di “Poesia”. Milán, 1911.)
    Martinetti, no obstante, vulve a reaccionar y en unas Conclusiones futuristas a los españoles con que nos regaló y que publicó aquí la revista Prometeo, vuelve a anatemizar “el tradicionalismo, es decir, el culto metódico y estúpido del pasado, el inmundo comercio de las nostalgias históricas, que hace de Venecia, de Florencia y de Roma las tres últimas llagas de nuestra Italia convaleciente” (El futurismo; edición española, págs. 175 y 176).
    ¿Qué semejanza puede haber, pues, entre el futurismo proclamado por Marinetti en Italia y el saudosismo que predica, como nueva cruzada lusitana, Teixeira de Pascoaes en Portugal, desde el año 1912? Semejanza de fondo, de orientación, de tendencia, ninguna; antes bien antagonismo irreductible. El mismo Teixeira de Pascoaes habla del futurismo con sobrado desdén en uno de sus más jugosos folletos polémicos: “En Italia nótase también un movimiento literario, aunque orientado por un restringido ideal de progreso, en el frío y metálico sentido de la palabra. Refiérome al futurismo. Cantos del motor. Aeroplanos. Versos eléctricos ¡son títulos de poemas! ¡Ved hasta dónde llega la obsesión científico-industrial! ¡Oh, pobre Musa futurista, tu mirada es un brillo de barniz en pupilas de cristal!… Paseas al vapor entre nubes de polvo, en tu férreo cuerpo estridente, vestido de reclamos comerciales” .
    Sin embrago, hay grandes puntos de contacto entre ambos movimientos literarios: el futurismo, o marinettismo, impulso hacia nuevas formas de arte, aspiración clara, azul, mediterránea, y el saudosismo, o teixerismo, más vagoroso, más sugestivo, menos nítido, impregnado de la dulce niebla de la tierra portuguesa. Ambos parecen envolverse en un manto negativo, de destrucción de los viejos ídolos literarios, de desenvoltura iconoclasta hacia los precursores, de desdén por toda forma literaria que no sea la suya peculiar. Y no obstante, en el fondo, ambos movimientos son afirmativos, creadores, constructores, renovadores…
    Las pintorescas y egolátricas frases de Marinetti en el prefacio-dedicatoria de Mafarka el futurista revelan bien a las claras cuál es el sentido afirmativo de la tendencia futurista: “Esta novela es polifónica, como nuestra alma. Es a la vez un canto lírico, una epopeya, uan novela de aventuras y un drama… Soy el único que ha osado escribir esta obra maestra y a mis manos morirá un día cuando el esplendor creciente del mundo haya igualado al suyo y lo haya hecho inútil”. Y cuando habla de su antecesor inmediato, d D´Annunzio, bien claramente advierte que, aún deseándole convertir al futurismo, le respeta como figura literaria, con su gesto inicial de precursor. “Gabriele d´Annunzio nos sigue de lejos, como paseista convertido, sin tener el valor (bien entendido) de renunciar a su innumerable clientela de erotómanos enfermizos y arqueólogos elegantes” .

    ¿Qué es el saudosismo?

    Ante todo, para advertir las similitudes de orientación, convendrá saber lo que es uno y otro movimiento. ¿Qué es el futurismo? Un movimiento de reacción contra la literatura encopetada y académica, contra el lugar común retórico, contra el culto al pasado, contra la adoración idolátrica hacia los modelos clásicos y, por último, contra la Italia oficialq ue consintió en soportar la humillante presión del tacón militar austriaco en Trieste y en Fiume y que no supo crear un nacionalismo fuerte y vigoroso, sin agresiones fanfarronas, pero sin resignación a todos los vilipendios . Esto representa el futurismo; en literatura, el espíritu revolucionario, hostil a todas las normas clásicas y a todas las rebeldías románticas de oropel, de encargo, de simulación; en suma, podría definirse el futurismo por analogía como se definió el romanticismo: el liberalismo en literatura… En política, el futurismo representa la actitud ofensiva hacia Austria, la posición antimonárquica un poco condicionada (algo semejante a la del reformismo aquí, mutatis mutandi), la guerra al clericalismo y a la explotación industrial de Italia como estación de turista y alcoba de las parejas amorosas del mundo entero. El mismo Marinetti nos lo expondrá más explícitamente en la especie de programa político del futurismoq ue formula ante el trono italiano:
    “La monarquía italiana ¿va a colaborar con nosotros a la realización del gran sueño? Nos permitimos dudarlo, porque no quiere salir de ese papel pacífico, puramente honorario y decorativo, que conserva desde el día en que Mazzini, Garibaldi y Cavour le ofrecieron nuestra península independiente y unificada. Por eso no reconocemos a la monarquía ningún derecho directo sobre la nación, sino deberes urgentes que debe cumplir, so pena de desaparecer antes de que haya llegado su hora.

    1º. La monarquía italiana debe, ante todo, consolidar el orgullo nacional preparando la guerra.
    2º. Debe romper la Triple Alianza, lazo vergonzoso que nos tiene atados, a pesar nuestro, a nuestro único enemigo: Austria.
    3º. Debe enterrar y barrer a nuestro más grave enemigo interior: el clericalismo; y desembarazar nuestra capital del Vaticano.
    4º. Debe reconstituir a Roma sobre un doble podería industrial y comercial y libertarla de esa deshonrosa y aleatoria industria de lso extranjeros.

    Observad que al afirmar estas verdades no somos los portavoces de los socialistas ni de los republicanos. Todos los partidos políticos italianos están hoy podridos de oportunismo y de cobardía; nosotros somos el desinfectante futurista, el ácido corrosivo revolucionario. Concebimos la república, no como un fin ideal y definitivo, sino como una forma de gobierno transitoria, que sucederá fatalmente a la monarquía y nos permitirá ir más lejos” .
    El saudosismo a su vez representa el intento de reintegración de Portugal a su vida genuina y autóctona, la reincorporación en su papel de pueblo histórico, la sacudida del yugo del constitucionalismo francés y del romanismo . Teixeira de Pascoaes ve en el saudosismo, ante todo, una regresión al Portugal histórico, una liberación de la influencia de tutelas extranjeras. Portugal extranjerizado es lo que él abomina y detesta. Desea que brote de la nueva era lusiada el Portugal autóctono, no infectado de constitucionalismo francés; al modo como en la Guerra de la Independencia, para repeler la agresión napoleónica, brotó nuestra ingenua u nativa espontaneidad peninsular. ¡Lástima que no pudiera lograrse esta restauración de toda la gran Iberia histórica!… Pero está escrito que lo que por la sangre está unido solo con la sangre se separa y –lo que es más doloroso- sólo con la sangre y la opresión se vuelva a unir. Lo mismoq ue vínculos muy tenues aglutinan e integran los diversos pueblos en una misma nacionalidad, diferencias muy tenues los separan y dividen por siglos. El caso de Suecia y Noruega es típico a este respecto. No comparemos –comparaison n´est pas raison- pero hagamos un punto de meditación.

    Fundamentos étnicos, históricos y filológicos del saudosismo

    No es un puro declamador ni un retórico, Teixeira de Pascoaes. Es un pensador, a ratos genial, a ratos trivial, y trata de fundamentar su doctrina. Teixeira de Pascoaes arranca de una base etnográfica para definir el saudosimo. La Península Ibérica ha sido poblada por dos grupos de pueblos “de los cuales descienden los actuales castellanos, andaluces, vascos, catalanes, gallegos y los portugueses” . Una de las ramas étnicas diferenciadas por caracteres de naturaleza física y moral, es la aria –griegos, romanos, celtas, godos, normandos, etc.; -la otra es la semita –fenicios, cartagineses, judíos y árabes. El ario creó la civilización griega, el culto de la forma, la armonía plástica, el paganismo; el semita creó la civilización judaica, el culto del Espíritu, el Viejo Testamento, la Unidad Divina, el Cristianismo que es la suprema afirmación de la vida espiritual. “El ario concibió la Belleza objetiva. El Dios del ario es el sol fijando y detallando las actitudes, las líneas, las formas voluptuosas; la Divinidad de los semitas es el astro de la noche, la luna diluyendo en sombra espiritual los aspectos corpóreos de las cosas y los seres. El ario cantó en las cumbres del Parnaso la verde alegría terrestre; el semita glorificó en los cerros del Calvario el dolor salvador que eleva las almas hacia el cielo”. Abreviando: el ario trajo a Iberia el paganismo, y el semita el cristianismo.
    La teoría de Teixeira de Pascoaes es bien acomodaticia, pues según los prolegómenos que fielmente he expuesto, el saudosismo originario de la fusión de los elementos arios y de los elementos semitas, no es exclusivo de Portugal y conviene a todos los pueblos ibéricos. La saudade es, de hecho, como palabra, una creación lusitana; mas el sentimiento que informa esa palabra es patrimonio de todos los pueblos de Iberia donde han encarnado las dos fuertes razas arias y semíticas. Un poco prematura es, pues, decidir, como decide Teixeira de Pascoaes, que “aparte de algunos hechos de naturaleza histórica, hay un hecho de naturaleza psicológica, el cual demuestra que las sangres de aquellas dos razas se cruzaron en partes iguales cuando dieron origen a la raza lusitana, que es, de esta forma, la más perfecta síntesis de las antiguas ramas étnicas”.
    ¿No podría aplicarse esta fórmula de psicología colectiva al sur de España, por lo menos, a la Andalucía donde aparecen tan fusionados los elementos semita y ario? ¿No hay una perfecta equivalencia en vegetación, terreno, constitución craneana, costumbres, carácter. Modalidad psicológica entre las gentes que pueblan el sur de España –más bien el sudoeste- y las que pueblan el sur de Portugal, la región de los Algarves, especialmente? Si hay alguna diferenciación, será la diferenciación que ha establecido una historia diferente. Autóctonamente, quitado el lastre de varios siglos de separación, los habitantes de estas dos comarcas son idénticos; pertenecen a idéntica raza y ostentan los mismos caracteres étnicos.
    La prueba está en que las investigaciones etnográficas no han establecido diferencias entre el sur de España y el sur de Portugal . La prehistoria ha respetado una semejanza que en vano la Historia trata de borrar. Estaremos definidos como dos nacionalidades diversas, pero no estamos definidos como dos pueblos distintos.
    Todo ello prueba que la historia se ha empeñado en separar lo que el destino había querido que estuviera unido. Y a fe que consiguió separarlo, porque ¿cómo dos pueblos resisten por varios siglos, ni siquiera por años, al esfuerzo tenaz y constante de dinastías suicidas, políticos y estadistas desacertados, que traten de separarlos? Entre España y Portugal no hay disentimiento fundamental, no hay diferencia substancial, no hay línea divisoria de raza; y, sin embargo, debiendo estar indisolublemente unidos, permanecemos separados.

    Españolismo y portuguesismo

    Y si unidos estuviéramos por el vínculo de la fraternidad política y literaria, ya que separados estamos por las fronteras territoriales, aún podría llevarse con paciencia la separación; pero estamos separados de una y otra manera, irreductiblemente, en lo político, en lo geográfico, en lo literario. Un escritor catalán residente en Portugal y que publicaba sus libros en portugués, escribe: Como se estivessem distanciadas por milhares de leguas, as duas nações ibéricas vivem uma ao lado da outra desconhecendo-se mutuamente , o como dijo en pintoresca frase doña Emilia Pardo Bazán, “son como dos familias que, viviendo en la misma casa, al encontrarse en la calle, ni siquiera se saludan” .
    Claro que no es el mejor camino para unir dos pueblos lanzar temerarias insinuaciones como las que el señor Teixeira de Pascoaes lanza en alguno de sus folletos. Habalndo de nuestro don Miguel de Unamuno y de la interpretación que da al quijotismo español (o quixotismo resurge animado pelo genio de um homem que se chama Miguel Unamuno; Cervantes encontrou o seu Profeta, o verdadeiro interprete do seu pensamento) advierte así a sus compatriotas: Extranho Deus a força de ser homem (Don Quijote). El vendrá a salvar a España. Y los portugueses no deben perder de vista a Don Quijote. Su lanza puede volverse contra nosotros. A sua lança pode voltar-se contra nós .
    No es éste ciertamente el buen camino del iberismo. Menos aún lo es aquella otra pretensión, un poco bufa y grotesca (dígase con todo respeto) de designar Galicia como una Alsacia portuguesa. Esto ya rebasa los límites de lo tolerable. Cuando atribuye la saudade al pueblo portugués como su característica, añade que es también atribuíble a Galicia, porque Galicia es un pedazo de Portugal bajo las patas del león de Castilla. A Galiza é um bocado de Portugal sob as patas do leão de Castella. A Galiza é a nossa Alsacia! .
    A más de inconveniente, esto es inexacto; tanto valdría decir que el Rosellón es la Alsacia de Cataluña o los Algarves la Alsacia de Andalucía. Con ese acomodaticio criterio el mundo está poblado de Alsacias irredentas. Y si volvemos la oración por pasiva y tomamos el punto de vista del señor Teixeira de Pascoaes ¿no sería Portugal una enorme Alsacia y Lorena que España dejó perder y a la cual por debilidad nunca suspiró en revancha justa?…
    Mas este punto de vista, sólo accidental y traslaticiamente lo he señalado. Ni la fobia hispana ni la fobia lusitana son planos en que podamos situarnos para enfocar el iberismo. En esto digo con Navarro y Monzó: Podem preconceitos atavicos despertar velhos sentimentos de hispanofobia, podem aberrações intellectuaes de enthusiamo pueril por povos exoticos dar lugar a declamações odientas contra os aliados naturaes da nação portuguesa nas grandes luctas de raças que o seculo XIX previu e que o futuro nos prepara, mas que alguem, con animo sereno e raciocinando um pouco, sustenha que as relações entre os dois reinos da peninsula devem continuar sendo o que são, e impossivel .
    ¿Qué necesidad tiene el señor Teixeira de Pascoaes ante sus patrizios, que ya de por sí andan muy predispuestos a creer a pies juntillas en todo lo que de allende Badajoz venga de truculento y agresivo, de agitar el fantasma do perigo hespanhol, para dar vida intensa al renacimiento lusitano? O genio portuguez, en su expresión filosófica, poética y religiosa, cifra toda su grandeza en el hecho de ser independiente, no en el de ser antagónico al pueblo español. Si el mismo señor Teixeira de Pascoaes nos caracteriza diciéndonos que “en el pueblo español domina la sangre semita que lo tornó ferozmente espiritualista, violento y dramático” , ¿por qué busca irreductibles antinomias en expresiones geográficas que carecen de todo valor y que sólo las guerras de conquista y de invasión y de rapiña han consolidado? Si a las síntesis geográficas nos atuviésemos, ¿se nos tacharía de soñadores y de inexactos a los españoles si proclamásemos que España es una nación mutilada, un organismo nacional, al que se le han amputado miembros muy principales de su cuerpo, desde el momento en que no abarca Portugal?… Pero a más de ser indelicado con nuestros vecinos ¿no sería quizá inoportuno en un estudio sociológico o de alta crítica literaria?
    Igualmente inoportuna –sed non erat hic locus- resulta ese explosivo trompetazo del señor Teixeira de Pascoaes sobre Galicia-Alsacia, en medio de un estudio sereno y puro, de la índole de los estudios que en Alemania organizó Lazarus, de la Völkerpsychologie…
    A menos que el señor Teixeira de Pascoaes nutra esperanzas locas de revancha y aliente en su seno las víboras de un chauvinisme a semejanza del de Maurras en Francia, que tendría doble tacha, la de ser copia y la de resultar bufo, pues las revanchas que en una nación fuerte pueden llegar a ser un ideal nacional, en una nación chica y desmedrada resultan grotescas. ¿O es que, bajo la capa rota del fadista, del cantor del saudosismo, del sentimentalista quiere el señor Teixeira de Pascoaes que anide y se oculte el aborrecedor del castellano, el chauviniste de la Avenida da Liberdade?… Sería entonces llegado el momento de que nosotros estimulásemos al pueblo español dormido y entonces… señor Teixeira de Pascoaes, à la guerre comme à la guerre.- Y no quiero reforzar mi argumento con aquellas desalentadoras expresiones de João da Ega en aquella escena pintoresca de Os Maias –durante la comida en casa de Cohen- que (no me lo negaría el señor Teixeira) son depresivas para sus paisanos. Me redargüiría él que Carlos de Maia y Cruges y el mismo Cohen y sobre todo el romántico poeta Thomas de Alencar rebaten las pesimistas y desalentadoras paradojas de Ega; pero es evidente que si ellos representaban un grupo de opinión portuguesa también Ega –y a su modo grotesco, bufo y desatinado, el clubman Dámaso Salcede- representaban otro grupo de opinión portuguesa, por lo menos de la época en que el gran Eça de Queiroz escribía su novela.
    Pero no tema, señor Teixeira de Pascoaes, ni nos acordaremos de la conversación del gran Ega, ni como el mayor Bratt, que dizia coisas perfidamente desagradaveis para Portugal , incubaremos un nidal de envidias a sus colonias; pero es a condición de que ellos no evoquen Aljubarrota todas las mañanas, ni nos hablen de que Galicia es su Alsacia, es decir, la tierra irredenta que han de recobrar.- Fica entendido, Sr. de Teixeira? –En lenguaje diplomático, para prestarle mayor solemnidad, se ha de contestar: – C´est entendu!…

    La esencia del saudosismo

    Cuando el señor Teixeira de Pascoaes abandona el tono de fulminación antiespañola y deja las estridencias de la reivindicación galicio-alsaciana, hay en él un encanto de sinceridad que atrae y una fluidez de prosa que cautiva. Cuando se siente netamente portugués, es cuando está elocuente. “Queremos un Portugal portugués y, al mismo tiempo, humano. Queremos nuestra patria de acuerdo con el Pasado y con el Futuro, clavando las raíces en la noche de la Recordación para florecer a la luz de la Esperanza y crear su obra espiritual, religiosa, obra de amor y sacrificio” .
    Según el señor Teixeira, el alma lusitana pocas veces se ha revelado en su plena espontaneidad, ahogada como ha estado por influencias extranjeras. La desnacionalización de Portugal, su descastación paulatina y sorda, data del día en que unos lusitanos romanizados, mercenarios, vendieron a Roma la vida de Viriato, o simbolo mais antigo da nossa independencia .
    Fórmase después la nacionalidad portuguesa. Viriato revive en Nun Alvares, Vasco de Gama, Alfonso Henriques. Es la época de la lucha heroica por la integración de la personalidad lusitana. El genio lusitano se revela bajo su doble aspecto aventurero y descubridor, que le asimila con el genio hispánico, pero con diferenciaciones características. Según Eça de Queiroz, la característica del genio aventurero portugués es la cautela, la prudencia, cierto influjo italiano que lo liberta del exceso de quijotismo español. “En Portugal hay más serenidad en la fuerza; el carácter portugués es más semejante con el carácter italiano; nuestros sabios, nuestros navegantes, nuestros descubridores tenían más lucidez del tiempo de Galileo que la fe del tiempo de Dante; las navegaciones son prudentes” .
    Al espíritu aventurero agrega el señor Teixeira de Pascoaes como característica portuguesa el temperamento mesiánico, ese soplo de sebastianismo que, según el mismo Eça, late en el fondo del alma portuguesa . E no Infinito onde subeu, a Aventura, feita de Messianismo, penetrou-se de vigor celeste; e, rasgando o nevoeiro de manhã sebastianista, reaparece na terra de Portugal, vestida espiritualmente con luz do sol .
    Manifiéstanse estas características en el ciclo heroico portugués, en la era lusiada que ahora quiere renovar el señor Teixeira. Mas surge entonces la influencia española, la incautación hispánica del alma portuguesa; -sugiere el señor Teixeira (yo diría: la natural supremacía de un pueblo de más habitantes y que entonces estaba en el culmen de su gloria) y entonces los extranjeros vienen, no vestidos a la romana, sino vestidos a la española. El espíritu portugués cae por fin derrotado aos pés intrusos dos Filipes, según frases del señor Teixeira. Reaparece, não ainda em corpo vivo, mas en phantasma de nevoeiro, a Saudade luctuosa, a travez das suas lagrimas, visiona o Desejado. Os seus olhos perdem-se na neblina do mar que desenha vagamente, ao longe, a ilha do Encantamento. E a voz de profecia no Bandarra e divina eloquencia em Vieira .
    El período pombalino es, según el parecer de Teixeira de Pascoaes, el esfuerzo de un hombre aislado, la lucha de una personalidad poderosa, “pero distante del pueblo que comprendió y sintió mal”. Exacto; y hasta tiene una analogía singular con el período de nuestro Carlos III, asesorado por Floridablanca y el Conde de Aranda; Campomanes o Jovellanos más tarde representan en España algo idéntico a Pombal en Portugal; individualidades poderosas que luchan por imponer su criterio europeo a una masa atrasada. De ahí lo efímero de la obra del marqués de Pombal, como de la obra de nuestros europeístas anticipados a su época.
    Desde 1820, el alma lusiada enmudece. “La casta extranjerizada alcanza su mayor predominio, principalmente en la política y en la literartura, con raras y gloriosas excepciones, como el Frei Luis de Souza, de Garrett”. Durante todo el siglo XIX se acentúa cada vez más la influencia francesa. En política, impera el constitucionalismo a la francesa, que hace reclamar al padre del mismo Teixeira de Pascoaes, en las postrimerías del siglo, un día, en 1898, en pleno Parlamento: Morremos de envenenamento constitucional!… grito que recuerda el “morimos de empacho de legalidad” de nuestro Ruiz Zorrilla.

    El saudosismo en literatura

    En literatura las modas venían de Francia, como a España, aunque en Portugal, por el mayor contacto comercial y diplomático, aún llegaran ciertas corrientes del pensamiento británico. Pero lo francés era lo predominante. Eça de Queiroz ha escrito un artículo titulado O Francezismo que ha sido recopilado en su libro póstumo titulado Ultimas páginas, y en él dice, entre otras cosas peregrinas e irónicas, lo siguiente, muy significativo: “En todo el tiempo que vagúe por las márgenes del Mondego, creo que no abrí un libro portugués, a no ser, en vísperas de examen y con infinita repugnancia, la Novísima Reforma Judicial. Mas conocía, como todos mis amigos, cada novelista, cada poeta francés, no sólo en su obra, sino en su vida, en sus amores, en sus tics y en su estado de fortuna…”.
    La liberación de la influencia exótica en literatura y en política, es uno de los intentos más nobles y laudables del saudosismo. En literatura, quiere crear un arte portugués que no reciba emanaciones extranjeras; desea también hacer que renazca la pintura portuguesa, la escultura, la música, la arquitectura genuinamente lusitana. En escultura, el arte portugués ya ha dado una obra maestra y sintética: O Desterrado, de Soares dos Reis, que es un símbolo de la raza; O Desterrado é a Esfinge da Raça no recanto esquecido dum esquecido Museu municipal. Soares dos Reis es “el precursor de los actuales poetas, el precursor del verdadero arte lusitano” .
    En pintura, Cervantes de Haro (a quien Teixeira de Pascoaes llama “la más bella esperanza del arte portugués”) y Antonio Carneiro anuncian el nuevo arte. En música, el Orfeón de Oporto y el de Coimbra, dirigidos por Antonio Joyce y Fernando Montinho, realizarán la forma armónica del saudosismo. En literatura, el grupo de la “Renascença Portuguesa” que acaudilla el señor Teixeira de Pascoaes, y que integran poetas como Jaime Cortesão, Augusto Casimiro, Mario Beirão, Alfonso Duarte, y prosistas como el Vizconde de Villa-Mora, creará una nueva prosa y una nueva poética e infundirá a ambas un nuevo sentido espiritual. Hasta tiene su filósofo el saudosismo: Leonardo Coimbra, con su teoría del creacionismo, que define el conocimiento de las cosas compuesto de dos elementos, como la saudade, de espíritu y de materia… Y no cabe duda que el saudosismo va creando ambiente e influyendo en la opinión portuguesa y formando un género nuevo de lirismo que, abandonando “el eterno rumor de las faldas de Elvira” (como decía Eça de Queiroz en A Correspondencia de Fradique Mendes) se inspira en el amor de la patria y en la exaltación de los héroes nacionales.
    Aun recientemente en su Oracão à Patria, el nuevo poeta João de Barros que posee “la vehemencia de Junqueiro, la emotividad ampliamente humana de Cesario Verde y que es del linaje del gran Camoens” –según el sentir del escritor lusófilo Phileas Lebesgue – canta los futuros destinos de una patria tan noble como la patria portuguesa, que quiere renacer a los sueños de grandeza y volver a reinar en el mundo…
    Entre los nuevos poetas destacan Manuel de Silva Gaio –que en las Cancões do Mondego cantó la belleza del suelo natal, y ahora en Chave dourada (Renascença Portuguesa; Oporto, 1917) exalta el pasado para proclamar la necesidad del sacrificio; Cándido Guerreiro, cantor regional del Algarve, que en sus sonetos algunos puramente religiosos, entronca con el parnasianismo de Antonio Feijoo; João Amaral, Alberto Monsaraz, Alberto Monforte, João de Lebre e Lima, que en su Livro do Silencio paga su tributo a Lopes Vieira y a Eugenio de Castro, pero manteniéndose íntegramente personal; Vaz Passos, cantor naturalista (Terra fecunda Livro do sol, da terra e da vida), y Luis Coelho, inspirándose en el folklore lusitano y alentando ahora cual nuevo Tirteo a los hijos caballerescos de Lusitania que van a los campos de Francia (Espelho do Ceo; Renascença Portuguesa ; Oporto, 1917).
    Y en todos ellos, como véis, palpita un lirismo nuevo; hasta los que no son adeptos del saudosismo, los que no están afiliados, se inspiran en las normas poéticas que el saudosismo ha promulgado. Jaime Cortesão acaba de escribir su libro O Infante de Sagres; drama épico y fatalista, representativo de la grandeza del antiguo Portugal, de los viejos y austeros navegadores –quando nós tinhamos navigadores!, como dice melancólicamente el Teodoro de O Mandarim, de Eça de Queiroz- sobre los cuales gravita la corneliana figura de Don Henrique, alma de hierro, cruel a fuerza de amar, su vocación patriótica, incorruptible en su abnegación por la patria, vacilando entre el amor y la piedad fraternales y la devoción a su país; porque el desastre de Tánger le plantea el conflicto de la pérdida de Ceuta o el martirio de un hermano querido. El Infante no cede y hasta rechaza al sacerdote que viene a exhortarle al arrepentimiento…
    He aquí un nuevo concepto del teatro poético puesto en vigor por el saudosismo. El amor de la patria tiene en ella cantores apasionados. El culto de los héroes les inspira épodos gloriosos; el espíritu nacional alienta en todos ellos. El señor Jaime Cortesão es el dramaturgo del saudosismo, dramaturgo de aliento épico, histórico a lo d´Annunzio, al mismo tiempo con reminiscencias de los viejos maestros del teatro romántico lusitano (Mendes Leal, Almeida Garrett, Costa Cascaes) así como el señor Leonardo Coimbra –el propulsor de la teoría del creacionismo- es su filósofo y es su novelista el vizconde de Villa-Moura y quiere ser su crítico literario el señor Fernando Pessoa, que, de deducción en deducción, ha llegado a hablar de la aparición del supra-Camoens.

    El saudosimo en política

    En política, para descostrar el pueblo portugués de la capa de extranjerismo que le han echado encima sus gobernantes extranjerizados, habría que emprender varias reformas, según el señor Teixeira de Pascoaes.
    Mas antes de todo, “es preciso que Portugal sea gobernado por hombres representativos de su raza y no por bachilleres desnacionalizados, que apenas tienen en su cerebro vagas teorías jurídico-sociales, importadas del extranjero, bebidas aprisa en la Universidad de Coimbra, ese terrible foco desnacionalizador, por cruel ironía situado en medio del más extraño paisaje quincentista, donde la sombra de Camões y la sombra de Bernardino traspasan el claro de luna” .
    Es preciso, además, que las leyes portuguesas no sean calcos serviles y confusas copias de leyes extranjeras, sino que arraiguen en el carácter portugués y en la época, para que constituyan un todo orgánico, y no una exótica ensalada jurídica. La Iglesia Lusitana necesita una reforma tracendental. “Impónese la fundación de la Iglesia Lusitana, que tiene vivas raíces en la tradición y en el espíritu de la raza”. El señor Teixeira de Pascoaes quiere crear una especie de galicanismo portugués. No es separar la Iglesia del Estado, como ha hecho la República, sino crear una Iglesia nacional, emancipada de la tutela de Roma, lo que intenta el señor Teixeira de Pascoaes . Sostiene para ello la paradójica teoría de que el pueblo portugués es religioso y cristiano, mas no católico.
    Remontándose a tiempos pasados, recuerda el señor Teixeira de Pascoaes que San Pedro de Ratés fundó en Braga una de esas iglesias que tuvo gran influencia en la Península; durante los nueve siglos de los Concilios Ecuménicos, esta Iglesia nunca reconoció la primacía del Obispo de Roma, y constituía una especie de iglesia cismática rusa . En los Concilios de 516 y 572, reunidos en esa iglesia, se acordó adoptar el rito Bracarense o de Braga; tuvo que venir Alfonso Henríquez para someter a la iglesia portuguesa a la Santa Sede en trueque de obtener la protección papal.
    La Inquisición y la Compañía de Jesús oprimieron después la libertad religiosa: “mas de tal manera el espíritu lusitano es original, que pronto, después de la implantación del Liberalismo, las iglesias protestantes comenzaron a aparecer” El señor Teixeira cita, entre otras, la Iglesia de San Pablo, fundada por Manuel Antonio, en Lisboa; la iglesia de Jesús, fundada en 1876 por José Nunes Chaves; el Nuevo Templo de San Juan Evangelista, fundado en abril de 1894; la Iglesia del Buen Pastor, fundada en 1887; el Templo del Redentor, en Oporto; la Iglesia de la Santísima Trinidad, organizada en Cintra en 1876, por João Joaquim da Costa Almeida, párroco en Rio de Mouro, feligresía del Concejo de Cintra; la Iglesia de Setúbal, la de Portalegre, etc.
    Todo esto no demuestra nada, aunque el señor Teixeira de Pascoaes quiera que demuestre “la evidencia de que existe una Iglesia lusitana y de que el espíritu lusitano, naturalista, místico, no fue, ni es, ni podrá ser católico”. Es como si en España quisiéramos mostrar que los esfuerzos de Fliedner, Juan Bautista Cabrera y algunos más, han creado una iglesia aparte o que los disidentes españoles que historió Adolfo de Castro en su Historia de los protestantes españoles y de los cuales fue notorio portaestandarte don Luis de Usoz, el sabio bibliófilo, constituían una mayoría en el pueblo español, y podían aspirar a crear una iglesia nacional. Miguel de Unamuno, en sus primeros ensayos, parecía tener la coquetería intelectual de formar un protestantismo español; mas bien pronto vió cuán baldíos serían sus esfuerzos. El protestantismo no prende bien en los países meridionales, que necesitan las ceremonias brillantes y fastuosas del culto católico .
    No va, pues, con el genio de la raza ese protestantismo o cismatismo que pregona el señor Teixeira de Pascoaes; pero no podemos dejar de mencionar su empeño de crear una iglesia nacional lusitana. “Fueron meros intereses dinásticos y políticos los que sacrificaron al catolicismo romano nuestra independencia religiosa, creadora de iglesias lusitanas autónomas… Es necesaria la fundación definitiva de la iglesia lusitana debiendo ella quedar integrada en el Estado y por él superiormente dirigida, siendo el Estado representado, claro está, por auténticos portugueses de inteligencia y corazón” . El señor Teixeira cree fácil inculcar en el clero rural portugués la idea de esta iglesia independiente , pudiendo tal vez eliminarse al alto clero que fue casi siempre uma nodoa estrangeira na nossa Patria, à semelhança dos politicos.

    Resumen

    En suma, el saudosismo, más que marcar una escuela literaria, señala la orientación espiritual de una juventud. Adormecido Portugal con el cloroformo de muchos años de contitucionalismo calcado sobre el patrón francés, despertó en dos o tres sacudidas parciales como la que produjo el ultimátum de Inglaterra en 11 de enero de 1890 y la sacudida revolucionaria y epiléptica que produjo la tragedia del Terreiro do Paço, en 5 de enero de 1910, que derrocó la monarquía de Braganza e instauró la República en Portugal.
    Basta decir esto para que se comprenda al punto que el señor Teixeira de Pascoaes dista de ser un neoconformista con la República, como parece que correspondería serlo a su actitud de Maurras o Barrès lusitano; antes por el contrario, estima en lo que vale la obra de la República y desea que se consolide y se vivifique. Por ello mismo desea una República portuguesa, netamente portuguesa, sin calco francés, muy nacional. “Con estas palabras (dice al final de la más sintética y precisa de sus conferencias) quise dar apenas una idea de lo que nosotros somos espiritualmente y afirmar que la obra social de la República ha de orientarse por el espíritu lusitano para ser original, duradera y progresiva” . Y en el pequeño preliminar que la antecede, afirma rotundamente inculcando bien la idea: “No hice más que decir en breves palabras lo que es nuestro espíritu, en su vida original y creadora de un alto criterio religioso y filosófico, al que se debe subordinar la obra social y política de la República”.
    El genio portugués está formado a base de espíritu aventurero y de saudade. “El pueblo portugués creó la saudade, porque él es la única síntesis perfecta de la sangre aria y de la semita” . “El pueblo portugués, creando la saudade, que es deseo y dolor, que es Venus y María, que es el espíritu semita y el cuerpo ario, vivió su propio renacimiento”. Mas ante todo, ¿qué es la saudade? preguntará el lector que ve constituído un sistema filosófico-político-religioso-literario a base de ese lindo vocablo portugués, construído quando nós tinhamos verbos, como diría Eça de Queiroz , en la época gloriosa de los navegadores, quando nós tinhamos navegadores.
    La saudade, palabra intraducible a los demás idiomas, desde luego es, según el viejo Duarte Nuñez de Leão, lembrança de alguma cousa con desejo dela. Vieja como la lengua portuguesa no ha sido, sin embargo, interpretada o definida con acierto hassta ahora, en que de ella ha sacado todo el partido filosófico posible el señor Teixeira de Pascoaes.
    El Vizconde de Almeida Garrett intentó definirla y dió una definición muy poética y bella; mas al señor Teixeira de Pascoaes no le satisface y desea dejar plenamente demostrado que él es el único intérprete fiel de la saudade portuguesa.
    El la ha definido en prosa y verso de mil formas distintas, casi imprecisas, buscando ardientemente la interpretación y expresión definitivas. Ha todavia quem fale da velha saudade de Camoens e Garrett, parecendo estabelecer assim uma barreira entre a saudade de aqueles Poetas e a da nova Poesia portuguesa, com o desejo tal vez de imputar a esta um caracter artificial, sem realidade viva na Raça . No hay tal disparidad, afirma el señor Teixeira, y engáñase quien piensa así. Las dos saudades son, en su esencia, la misma saudade. Simplemente en Camoens, en Garrett y en Antonio Nobre aparecía bajo una forma primitiva, inconsciente, difusa, sin definir aún. Cierto que alcanzó tal profundidad, a pesar de ser aún confusa y vaga, que se tornó filosófica y religiosa, entrevista en aquellos versos de Camoens:

    Não é logo a saudade
    das terras donde nasceu
    a carne; – mas é do ceu,
    d´aquela santa cidade
    donde est´alma descendeu.

    El sentir popular ha entrevisto también todo el profundo misterio que late en la saudade entendida al modo que la entiende Teixeira de Pascoaes y la interpretó de modo poético y conmovedor en estas dos coplas, que son dos cuartetas preñadas de hondura filosófica y nebulosidad de ensueño…

    De qualquer modo que existas
    és a mesma divinidade:
    ventura, quando te vejo:
    se non te vejo, saudade.

    Se alguem diz que a vida acaba
    digo-lhe eu que nunca amou.
    Quem vae e deixa saudades,
    nunca a vida abandonou.

    Mas quien ha llegado a la perfecta expresión poética de la saudade ha sido, al parecer y según el propio asenso, el señor Teixeira en sus volúmenes poéticos .
    Comienza definiéndola en la primera edición de Sempre:

    Sombra que não ha sol capaz de a desfazer
    ou astro que não faz, nascendo, a luz do dia,
    Degosto que não muda en dor algum prazer,
    ou prazer que não muda a dor em alegría.
    Eis a saudade… a luz eterna que ilumina
    A mar de nossa magua…

    En la segunda edición de Sempre, aún precisa más:

    A saudade é um sentimento misterioso
    que prende a nossa vida á vida que passou,
    e que faz regresar um sovereiro edoso
    á fecunda semente onde ele se criou…

    En Jesus e Pan expone su tesis místicopagana que funde el cristianismo ario con el culto de la forma:

    María ha de chamar a Venus sua irmã…
    E preciso ligar, fundir na mesma luz,
    a alegria de Flora e a paixão de Jesus.

    La primera estrofa recuerda exactamente (como ya he advertido antes) las estrofas de Villaespesa (que ha leído, por demás, mucha poesía lusitana e itálica –y bien claro se advirtió en el feo trasalado de El Rey Galaor):

    La encarnación cristiana del alma de María
    en el mármol pagano de la Venus de Milo.

    En Vida Etherea insiste sobre la alegoría místicopagana que, según él, resume el alma religiosa de Portugal:

    E Venus n´uma névoa etérea e vaporosa,
    elevou-se na luz da tarde lacrimosa.
    E para o Olympo azul, en lagrimas, subía
    proyectando na terra a sombra de María…

    En As Sombras se expresa así evocando la saudade:

    Tristesa do Infinito e da Distancia!…
    Santa tristeza cósmica de Deus!
    Calma tristesa ideal da Eternidade!
    Tristesa do Indeciso, do Principio!
    Do vago, do Crepuscolo!…

    En Senhora de Noite, ya indeciso, resumiendo las tres modalidades del alma portuguesa y fundiéndolas en una, canta:

    Venus, María, ou antes a Saudade…

    En Marános, concretando más y definiendo su posición como portugués ante el misterio de la saudade, canta así:

    Eu não tinha a Saudade, a sua origem
    remota n´este Ceu misterioso,
    n´esta bela Paisagem trascendente?
    E a sua origem proxima e sensível
    na alma profonda mistica e vidente
    d´este Povo do Mar e da Montana?

    En Regresso ao Paradiso, exclama:

    Es a Virgem ideal a Renascença,
    da Renascença edénica e profunda:
    da Renascença universal do Sér
    que em ti regressa a Forma primitiva…

    En prosa el señor Teixeira de Pascoaes ha encontrado bellas interpretaciones de la saudade, que parece común también a los pueblos de lengua catalana. El señor Ribera y Rovira, en efecto, en su prefacio a un volumen de versos, Atlantiques, traducción de varios trozos poéticos portugueses, dice que “la saudade portuguesa es l´anyorança, l´anyorament català; i el saudosismo ve a ser l´anyorantisme”. Y en su obra sobre Portugal literario, escribe: “La saudade lusitana sols en l´anyorament català té digna i expressiva semblança psíquica. L´anima de la raça portuguesa es la saudade; així com l´anima de la raça catalana es l´anyorament, l´anyorança”.
    Catalanes y portugueses están dándose ahora un abrazo por sobre la aridez de la estepa castellana y conviene que se enteren los gobernantes españoles y que recuerden que entre lusitanos y catalanizantes siempre hubo afinidades psíquicas y lazos de unión hasta el punto de que un escritor catalán, que escribió hace años un libro en portugués sobre el problema de las nacionalidades ibéricas, se expresa así: A historia de Catalunha e a confirmaçao da justiça superior que presidiu a existencia historica do reino de Portugal e, n´este conceito, está revestidapara os portugeses d´um interesse que ennobrece os seus esforços em pro da patria liberdade e lhes dá um caracter importante que sem isso não terian .
    Y reforzando esta vinculación lusitanocatalanista, Teixeira de Pascoaes ha escrito con gran cariño hacia Cataluña, en uno de sus folletos: “En Cataluña, el ilustre escritor Ribera y Rovira encuentra también en la palabra anyorança el sentido más elevado y poético del alma de su pueblo, fortaleciendo así los lazos de sangre que atan a Portugal a aquella admirable raza mediterránea” .
    Teixeira de Pascoaes anhela que la saudade sea el motus primus que encamine a los portugueses hacia una mejor orientación y una afirmación de la personalidad del pueblo lusitano… “El portugués del futuro, el portugués ideal que nosotros soñamos, ha de ser creado en la escuela primaria, cuando el alma de los estudiantes es infantil, espontánea y viva” . “Es preciso, ante todo, que el país se conozca para saber quién es y lo que desea. He ahí el trabajo de la nueva generación, cuya aparición corresponde al renacimiento espiritual de la raza” .
    “El momento actual, la hora del Infante, como lo llamó Jaime Cortesão, está señalado por la revelación del alma portuguesa, del espíritu de la raza, que al fin se tornó consciente, que subió la cuesta de la vida, cantando por boca inspirada de nuestros poetas actuales que crearán en Portugal una nueva y original Poesía: la religiosa poesía portuguesa” .
    En uno de sus folletos elevó el tono ya de manera que se torna lírico y vibrante: “Si Venus nació de las ondas del mar, de las solitarias ondas fragorosas de mi sierra nació la Saudade, que es la Diosa del nuevo amor, donde el beso y la lágrima, la vida y la muerte, la remembranza extática y el deseo, la esperanza activa, se funden, originando así un nuevo sentimiento que abarca el pasado y el futuro, la tierra y el cielo, el sentimiento propio, característico de la raza, que ha de traer a las almas la luz evangélica de una nueva fe” .
    Y no solo tiene un alcance puramente poético, filosófico y religioso este movimiento intelectual, el saudosismo, sino que tiene un alcance político. Ya hemos visto las consecuencias reformistas en el sentido religioso que deduce Teixeira de Pascoaes del principio por él establecido de manera axiomática de que Portugal no es un país católico, sino religioso . En el orden estrictamente político, los saudosistas no tienen nostalgia alguna del regalismo a lo Maurras, ni sienten la saudade del viejo régimen monárquico, ni cantan himnos a la monarquía caída, ni aun por puro dilettatismo defienden el absolutismo, como un Barbey d´Aurevilly, un Balzac o un Villiers de l´Isle Adam en Francia. Son republicanos netos y demócratas de corazón; son hombres totalmente de su tiempo y acomodados al momento histórico de su raza.
    Cantan la raza con un ardor tan insólito que habríamos de ir a recoger ecos semejantes en un D´Annunzio en Italia, en un Barrès en Francia. “Nuestro llamado genio aventurero que hoy se desprecia, así como nuestro temperamento mesiánico, más despreciado aún, son las dos grandes cualidades del pueblo portugués y sólo por su cultivo inteligente, que las revigorice y dirija en un sentido conforme en su esencia y naturaleza, es por lo que Portugal renacerá para una gran vida europea” .
    En otro pasaje expresa el proósito capital del saudosismo, que le hace acreedor al respeto de todos los portugueses y aun de todos los nacidos en tierra ibérica: “Dar a la Patria portuguesa la conciencia de su ser espiritual, y dar más relieve, más nitidez y vida a su presencia entre las otras naciones y prepararla, sobre todo, para el cumplimiento de un alto destino” . Y en el prólogo de su folleto capital exclama en tono vibrante (O Espirito Lusitano ou o Saudosismo): “Se ve que llegó el momento de que Portugal reconquiste su independencia moral, tornando a vivir por el espíritu (y solo por su espíritu) y no por la materia, lo que únicamente es propio de pueblos decadentes”.
    He aquí, en síntesis, los caracteres primordiales y la esencia del saudosismo, esa nueva orientación intelectual que ha creado en Portugal una literatura nueva y quizá infundirá en el país un espíritu nuevo.

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    Cine : Pancho Villa, A Star is born

    Mayor Reisman
    Blog Cine bélico e histórico

    Pancho Villa es el primer icono histórico originado por el séptimo arte. Ahora lo llamaríamos “fenómeno mediático”. El cine no sólo creó su imagen de revolucionario pintoresco, magnífico jinete y arrojado líder. También fue una de las causas de su caída.

    El origen de Villa es oscuro, pero comenzó a hacerse un nombre durante la primera parte de la Revolución Mejicana, en la lucha contra Porfirio Díaz. Dicha revolución había despertado un cierto interés romántico en el público norteamericano y eran muchos los periodistas que viajaron al país vecino para relatar las peripecias de la lucha. Pancho Villa obtenía suministros y armas para sus hombres en territorio estadounidense, por lo que tenía relaciones cordiales con sus vecinos. Como solía decir Napoleón, lo que uno necesita para hacer la guerra es dinero y Villa siempre estaba necesitado de fondos para mantener a sus tropas. Entonces se le ocurrió la idea de «vender exclusivas» a Hollywood.

    Entró en contacto con el famoso director D. W. Griffith y le convenció para coproducir un documental sobre sus andanzas. Griffith mandó a Méjico a un equipo formado por el director Christy Cabanne, y los cámaras Charlie Rosher y Raoul Walsh. Villa los acogió con la mejor de sus sonrisas, les procuró las mejores comodidades posibles y les permitió rodar una incursión contra un pequeño contingente federal que fue fácilmente derrotado. En 1912 llegó a las pantallas norteamericanas Life of Villa y fue un auténtico éxito de público. Había sido estrenada unos meses después de que Porfirio Díaz fuera derrocado y Francisco Madero investido presidente. Para muchos estudiosos del cine, es el primer ejemplo de documental bélico realizado por motivos de propaganda. Desgraciadamente no se conserva ninguna copia intacta de la misma, tan sólo algunos fotogramas.

    El estreno de dicha película le vino a Villa como anillo al dedo. En 1912 se había visto obligado a exiliarse a los Estados Unidos cuando cayó en desgracia ante Victoriano Huerta, comandante en jefe del ejército mejicano. Con dicha película Villa obtuvo dos beneficios: fama mundial y fondos monetarios. En 1913, Huerta conspiró con el embajador de Estados Unidos para dar un golpe de estado que derrocó al Presidente Madero. El gobierno de Huerta fue reconocido por numerosos países, entre ellos Alemania. Pero sorprendentemente el presidente norteamericano Woodrow Wilson destituyó al embajador estadounidense y no reconoció el gobierno de Huerta. Comenzaba la segunda parte de la Revolución Mejicana.

    Dicha segunda parte fue un juego más complejo de lo que parece a simple vista. Aparentemente se limitó a una nueva guerra civil mejicana salpimentada con una intervención norteamericana. Pero acabó con la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Es en esta etapa del conflicto cuando aparecen personajes como el periodista John Reed y el escritor Ambrose Bierce. Ambos tienen su propio biopic: Rojos en el que Reed es interpretado por Warren Beaty y Gringo Viejo en el que Gregory Peck da vida a Bierce.

    Las fuerzas que se opusieron a Huerta fueron conocidas como constitucionalistas y estaban lideradas por Venustiano Carranza. Pancho Villa se unió inmediatamente a ellos. Gracias al dinero obtenido por la primera película pudo comenzar a organizar su famosa División del Norte, un ejército personal de 50.000 hombres que hizo excelentes usos del ferrocarril y del caballo para maniobrar rápidamente.

    Pero Villa sabía que iba a necesitar más dinero y como la colaboración con Griffith había sido una experiencia fructífera para ambos, se formalizó en un contrato con la Mutual Film Corporation del que se conserva copia. En dicho contrato se estipulaba que el equipo de filmación tendría su propio vagón de tren, que se filmarían los combates a la luz del día, que estos serían representados de nuevo si lo requería el equipo y que Villa recibiría 25.000 dólares y un 50% de los beneficios. Cabanne, Rosher y Walsh volvieron a Méjico y realizaron la biografía The life of General Villa, que se estrenó en 1914. Tampoco se conserva ninguna copia intacta, aunque sí algunos rollos de película:

    En dicha producción, Raoul Walsh dio vida al joven Pancho Villa. El momento culminante de la historia es la Batalla de Ojinaga en la que Villa derrotó a las fuerzas que apoyaban a Huerta. La producción estuvo salpicada de anécdotas. La hora y el lugar del ataque no se escogieron por motivos tácticos, sino cinematográficos. Como podemos ver, la idea de la guerra como espectáculo no es algo tan novedoso como parece. Villa debía lanzar a su caballería contra una determinada posición que podía ser filmada de forma adecuada. Pero la anécdota más curiosa es la que le ocurrió al cámara Charles Rosher. Durante la batalla fue hecho prisionero por las tropas federales y cuando creía que iba a ser fusilado por espía, un oficial se acercó a él y le realizó el saludo masónico. En la línea de la historia de El hombre que pudo reinar, el oficial mejicano había reconocido una insignia masónica que llevaba Rosher en la solapa y le rescató. Posteriormente Rosher fue liberado como parte de un trato con los norteamericanos. Hace unos años la cadena HBO realizó el telefilm And Starring Pancho Villa as Himself que relataba la peripecias sucedidas durante esos rodajes y en el que Antonio Banderas da vida al famoso revolucionario.

    En dicha batalla, las fuerzas de Villa tomaron un gran número de prisioneros, soldados y civiles. Villa insistió en que fueran fusilados sumariamente y se filmaran las ejecuciones. Algunas de ellas incluían a las mujeres que acompañaban a las tropas federales. El equipo de filmación intentó negarse, pero fueron “persuadidos”. Cuando el estudio vio las imágenes, decidió censurarlas porque temieron que si el público estadounidense veía tales atrocidades, el personaje de Pancho Villa dejaría de ser el “simpático y pintoresco revolucionario mejicano”.

    Pero la victoria de los constitucionalistas no trajo la paz. Las disensiones entre Villa y Carranza fueron creciendo y estalló otra guerra entre ellos. En el invierno de 1914 Villa y Zapata entraron en la ciudad de México, pero el nivel de saqueos y violaciones causadas por sus tropas fue tal que en enero de 1915 se vieron forzados a abandonarla. En abril de ese mismo año la «División del Norte» de Villa se enfrentó a las fuerzas leales a Carranza en la decisiva Batalla de Celaya. Su contrincante era el general Alvaro Obregón, un personaje con un carácter totalmente opuesto al de Villa. Obregón escuchó los consejos de su asesor personal Maximillian Kloss, militar alemán que le transmitió sus experiencias en los frentes de batalla europeos, entre ellos la mortífera combinación de alambre de espino y ametralladoras. Villa también tenía asesores militares alemanes pero nunca les hizo caso. Además menospreciaba a Obregón (se refería a él como «Don Perfume») y su plan se reducía a hacer lo de siempre: lanzar un ataque en masa con todos sus hombres a caballo. En Celaya se enfrentaron un estilo de lucha del siglo XIX contra uno del siglo XX.

    La batalla se desarrolló en dos partes. En la primera unos 8.000 jinetes al mando de Villa atacaron las posiciones de Obregón cuyo contingente era de unos 10.000. Villa perdió 3.000 hombres y Obregón 600. Fue entonces cuando Pancho Villa cometió el error de su vida, creyó ser el personaje que protagonizaba las películas de Hollywood. Si en el cine él siempre salía victorioso, esta ocasión no iba a ser una excepción; lo que había pasado no era más que un ligero contratiempo para el héroe. Villa envió cartas a los periódicos mejicanos y estadounidenses y a diversos embajadores diciendo que en tres días volvería y que no dejaría de Celaya piedra sobre piedra. Obregón sólo tuvo que reforzar sus defensas y esperar. El 12 de abril de 1915, Villa dirigió a sus 30.000 hombres al desastre. Después de tres días de lucha, la «División del Norte» había dejado de existir. Carranza se hizo con la presidencia. Tres años después el general Obregón dio un golpe de estado que le llevó al poder.

    Derrotado, Villa intentó reorganizar sus fuerzas pero sin éxito. Mientras, los Estados Unidos reconocieron el gobierno de Carranza y cesaron el envío de armas a Villa. Despechado, comenzó a realizar incursiones en territorio estadounidense. Tras adquirir de contrabando una partida defectuosa de balas, en marzo de 1916, condujo a una partida de 500 hombres para atacar la ciudad de Columbus en Nuevo Méjico. A lo largo de su breve historia los Estados Unidos han sufrido una invasión de su territorio en dos ocasiones. La primera vez por parte del ejército británico durante la Guerra de 1812. Esta fue la segunda vez. El objetivo eran las mulas y caballos custodiados por un destacamento del 13º regimiento de caballería de los Estados Unidos. Las fuerzas de Villa consiguieron unos 100 animales y perdieron 80 hombres. Los norteamericanos a 18 soldados.

    Pancho Villa dejó de ser un héroe revolucionario para los estadounidenses y se convirtió en un bandido. La prensa afirmaba que era aconsejado por militares alemanes, aunque como hemos visto nunca les hizo caso. Las imágenes de las ejecuciones de prisioneros salieron a la luz. Como era de esperar los norteamericanos no iban a dejar que las cosas quedaran así y enviaron a una fuerza expedicionaria al mando del General Pershing a perseguir a Villa. No consiguieron su objetivo, pero tampoco Villa pudo recuperar lo perdido. En 1920 aceptó un perdón del gobieno, dejó su vida de bandolero y se retiró a una hacienda. Tres años después moría asesinado.

    Sin embargo, el personaje de “simpático y pintoresco revolucionario mejicano” se negó a morir. En el año 1934 se estrenó la película Viva Villa! dirigida por Jack Conway. El actor Wallace Berry (famoso por su papel de Long John Silver en “La Isla del Tesoro”) resucitó a ese personaje que todavía vivía en el imaginario colectivo y que volvió a cabalgar en las pantallas de todo el mundo.

    Un icono que aún pervive.

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    A dos pasos de la feria (cuento, 1933)

    Winifred Holtby
    Presentación, traducción y epílogo de Juan Gabriel López Guix
    Universidad Autónoma de Barcelona

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    I

    Winifred Holtby nació en Rudston (Yorkshire) en 1898, en el seno de una familia de pequeños propietarios rurales. En 1917 se matriculó en Oxford, aunque interrumpió sus estudios para trabajar como voluntaria en un hospital londinense y más tarde, desde mediados de 1918 a mediados de 1919, en el Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército. Fue enviada a Francia como «capataz de albergue» (equivalente al rango de sargento) casi al final de la Primera Guerra Mundial. De regreso a Inglaterra, concluyó sus estudios en Oxford (1921) y se estableció en Londres con Vera Brittain. Inició entonces una carrera como periodista, escritora y militante de diversas causas igualitarias. Colaboró activamente con la League of Nations Union, una importante organización británica que defendió la Sociedad de Naciones, la resolución pacífica de los conflictos y el respeto de los tratados internacionales. También apoyó al Partido Laborista Independiente (que se había mostrado contrario a la guerra) y, de modo especial, la causa de las mujeres. La lucha de las sufragistas había quedado interrumpida tras el estallido bélico cuando éstas se sumaron al esfuerzo de guerra, pero se retomó después de 1918, año en que sólo se concedió el derecho de voto a las mujeres mayores de 30 años. La equiparación con los hombres sólo se conseguiría en 1928. En 1926, Holtby realizó un viaje a Sudáfrica donde defendió los derechos de los trabajadores negros y sumó el antirracismo a las causas a las que se entregó con fervor. A su vuelta, fue nombrada directora de Time and Tide un semanario literario y político feminista que abrazó en sus primeros años las causas de la izquierda y que actuó como portavoz del Grupo de los Seis Puntos, una organización fundada en 1921 con el objetivo de modificar la legislación británica relativa a los abusos infantiles, las madres viudas, las madres solteras, la custodia de los hijos, la igualdad de salario para las maestras y la igualdad de oportunidades para las funcionarias.

    Holtby publicó innumerables artículos periodísticos (en Time and Tide, Manchester Guardian y The Shoolmistress, así como en muchas otras publicaciones) y varias decenas de libros de diferentes géneros. Su novela de mayor fama es South Riding, sobre la vida rural de una localidad ficticia de Yorkshire, que concluyó poco antes de su muerte y que se publicó póstumamente (1936). Entre sus otras novelas destacan Anderby World (1923), The Crowded Street (1924), The Land of Green Ginger (1927) y Mandoa, Mandoa! (1933). En 1934 publicó una recopilación de cuentos, Truth is not Sober, de la que forma parte «A dos pasos de la feria». Holtby murió en 1935 como consecuencia de una nefritis degenerativa. En 1940, Vera Brittain —a cuya casa Holtby se trasladó tras el matrimonio de la primera en 1925— publicó su biografía, Testament of a Friendship, en homenaje a una amistad que se había iniciado en los años compartidos en Oxford.

    La inspiración para el relato surgió durante un viaje realizado en el verano de 1933 por Brittain y Holtby a los campos de batalla, los cementerios de guerra y los respectivos lugares en los que ambas habían servido durante el conflicto. El cuento recoge parcialmente algunas experiencias bélicas de la autora. El verdadero nombre de la localidad en la que transcurre el cuento es Camiers, donde Holtby estuvo destinada brevemente y donde las dos viajeras encontraron una feria en el momento de su visita.

    II
    “A dos pasos de la feria”

    Nunca había tenido intención de volver. Lo hecho, hecho está, como siempre digo; pero cuando gané esa apuesta doble de veinte libras, le dije a Jim:
    —Esta vez, les voy a hacer un regalo a tus tres mayores.
    Todos tenemos nuestros defectos; nadie lo sabe mejor que yo; pero, en conjunto, no podría haber encontrado una familia más agradable en los alrededores de Huddersfield. Tampoco ha sido todo fácil para ellos, con una madrastra y sus hijos alborotando la casa, justo cuando ya creían haber dejado atrás esas cosas. Aunque nunca las dejas atrás, en realidad.
    El caso es que Charlie había leído en alguna parte un anuncio de una excursión a Boulogne aprovechando un lunes festivo y nada le hacía más ilusión que ir todos, los tres. Pero Milly, recién casada y en estado, no estaba para viajes, y Jim se opuso a que Edna fuera sola al extranjero con Charlie, aunque tiene dieciocho años y lleva tres en la sección de mercería de Hanson’s, y no es de las que permiten que alguien se tome libertades con ella. Así que al final tuve que ir para que se portaran bien, y Lizzie, la hermana de Jim, vino a cuidar a los niños.
    No sé muy bien ahora por qué no les dije nunca que ya había estado antes en Francia. Curioso, ¿verdad? Supongo que, en parte, fue por Jim. No me casé con él para amargarle la vida y nunca he conocido a ningún hombre que soportara que una mujer lo aventajara en algo, aunque sólo fuera por haber estado en el frente con el Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército mientras él era un trabajador indispensable en la industria textil.
    Y, claro, cuando de entrada tienes tres hijastros y además cuatro hijos propios, gemelos incluidos, no es que te quede demasiado tiempo para hablar de tu vida pasada. «Vive para el hoy», ése siempre ha sido mi lema. Y, cuando Charlie me habló de lo educativo que era viajar al extranjero y de lo franceses que eran los franceses y esas cosas, lo dejé que siguiera hablando. Los jóvenes parecen creer que nadie ha vivido antes que ellos.
    A lo mejor tienen razón. Cuando el barco dio la vuelta para entrar en el puerto de Boulogne y vi los toldos a rayas en la costa, los tranvías, las flores y las muchachas en el muelle con sus vistosos vestidos de verano, habría jurado que era la primera vez que veía el lugar.
    Nos lo pasamos bien, la verdad, entre las tiendas, los cafés, las excursiones en tranvía a Wimereux, el recorrido turístico de dos chelines y el casino. Gané cincuenta francos. Unos diez chelines. Soy de las que siempre ganan. Afortunada en el juego, desgraciada en amores, bueno, eso dicen.
    Fue Edna la que quiso tomar el autobús para ir a Le Touquet. Se moría de ganas de contarles a las otras dependientas de Hanson’s que había visto el elegante hotel donde se aloja el príncipe de Gales, y las bellezas de la alta sociedad con sus uñas de los pies pintadas. Y lo curioso fue que podría no haberme enterado nunca de que pasábamos por Calette (tenía la ventanilla tapada por una francesa gorda, todo pecho y paquetes), pero resultó que el autobús se averió en las afueras del pueblo y ahí nos encontramos, con dos horas por delante hasta que llegara el siguiente, eso o caminar los cinco kilómetros hasta Étaples y tomar desde allí el tranvía.
    Algunos pasajeros se enfadaron bastante; pero yo comenté que lo que había que hacer con unas vacaciones era disfrutarlas, pasara lo que pasara.
    Así que bajamos todos, y Edna empezó a discutir lo ocurrido con Gaston, un simpático francés de la pensión. Me enojé mucho con ella porque, aunque es una buena chica y bastante guapa, a menudo se muestra un poco estirada y tonta con los muchachos. Antagonismo entre sexos, lo llaman hoy en día. Entre sexos, narices, es lo que yo digo, y me puse de parte de Gaston, porque pocas cosas contribuyen más a ampliarte los horizontes como el que te cortejen en una lengua extranjera, y lo que Edna necesita es amplitud.
    El caso es que al principio no reconocí el lugar.
    ¿Cómo iba a hacerlo? No me lo esperaba. No sabía que los autobuses de Boulogne a Le Touquet pasaban por ahí. No había autobuses cuando estuve en Calette. Además, el pueblo había cambiado: casas de ladrillo rojo, un garaje, surtidores de gasolina y todas esas cosas. Podría haber sido cualquier lugar; y allí estábamos nosotros recorriendo juntos la calle entre la multitud, refunfuñando porque íbamos a llegar tarde a Le Touquet.
    Entonces, de pronto, topamos con la feria.
    Todos se detuvieron.
    ¿Y yo? Fue lo más raro que me ha pasado en la vida.
    Aquello era Calette… y al mismo tiempo no lo era.
    Ahí estaba el estanque al final del pueblo, y los pinos bordeando la duna de arena; ahí estaba la granja que llamábamos la casa solariega, adonde íbamos por œufs y patatas fritas las tardes en que no estábamos de servicio. Ahí estaba la colina detrás de la iglesia donde teníamos el campamento.
    Era Calette, no cabía duda.
    Pero en vez de barracones, depósitos y rollos de alambre de púas por todas partes, había furgonetas, tenderetes y caballitos, góndolas que golpeaban el cielo, muchachas que chillaban, muchachos que bromeaban, y el curé, negro como un cuervo con su gastada sotana, sonriendo como si se hubiera tragado una moneda de seis peniques.
    El mismo cura.
    —¡Vaya, parece que están de fiesta! —dijo Charlie.
    Y Lily Dawson, que venía con nosotros, gritó:
    —¡Vamos! Vamos a divertirnos un poco mientras llega el autobús.
    Edna no quería. Dijo que las góndolas eran una vulgaridad. Quería ver el casino de Le Touquet.
    —No soporto las multitudes. Ni los campesinos malolientes.
    Yo sabía que Gaston se moría de ganas de llevarla a dar una vuelta y que comprendía el suficiente inglés para que se sintiera herido, así que dije:
    —Bueno, los franceses tienen una cosa. Saben cómo divertirse. Dale a un francés un par de sillas, una botella de vino y un gramófono destartalado y en dos minutos te organiza una animada velada. Jovencito, llévate a Edna a dar una vuelta y enséñale los lugares de interés.
    Al principio no quisieron ir. Edna fingió que le daba miedo, y Charlie dijo que no le gustaba la idea de dejarme sola.
    —Esto no es Cleethorpes, mamá —dijo—. ¿Y si te raptan?
    Y me di cuenta de que opinaban que una vieja como yo ya no tenía edad para ferias.
    Nunca había vivido algo tan extraño. Porque ahí estaba Calette —tan diferente de lo que yo había conocido, con barro, campamentos, trenes ambulancia y todo lo demás—, ahora convertido en un lugar alegre. Y ahí estaba yo, de pie junto al estanque, con esos jovenzuelos que me trataban como un vejestorio de noventa años, yo, que había sido…
    No es que los culpe. Cuando ya has dejado bien atrás los cuarenta y has perdido la figura, como la perdí yo después de Maudie y los gemelos, es inútil fingir que eres lo que has sido.
    Y ahí estaba el grupo del autobús, muy adelantado entre los tenderetes y las barracas con atracciones, gritándose entre sí en francés, más como gaviotas que como seres humanos; y los indios que vigilaban la barraca de la mujer con cara de cerdo, mirándonos con sus tristes caras morenas como si fuéramos nosotros los salvajes y ellos los cristianos que habían pagado por ver el espectáculo.
    Y la posibilidad de que uno de esos viejos campesinos gordos fuera François…
    Entonces no pude soportarlo. Tenía que alejarme un rato hasta saber mejor dónde estaba.
    Así que guiñé un ojo y dije:
    —No os preocupéis por mí. Voy a curiosear un poco por mi cuenta hasta que llegue el autobús. Y si un simpático viejecito barbudo me invita a tomar un trago, a lo mejor le digo que no o a lo mejor todo lo contrario.
    Y me marché y ahí se quedaron: Edna y Gaston, Charlie y Lily Dawson.
    Edna y Charlie piensan que a veces soy insoportable. Pero nunca sabrán lo mucho que su disgusto por mi forma de hablar ha mejorado la suya. En mi opinión, verse escandalizado te proporciona a veces una educación tan buena como la universidad.
    Así que me fui paseando por el estanque en dirección a la casa solariega, intentando poner en orden mis sentimientos.
    Por mucho que se diga que no nos olvidamos hoy de la guerra, sí que lo hacemos, en ocasiones durante meses enteros; y cuando la he recordado muchas veces he deseado, a pesar de todo, volver otra vez a ella.
    Sí, estaban las incursiones aéreas, el frío y el barro, y la lástima por aquellos pobres muchachos; y el trabajo era agotador, supongo, aunque ahora no me acuerdo en absoluto de lo que hicimos.
    Pero que no me digan que para las mujeres el ejército fue una vida agotadora.
    Me acuerdo del año antes de que Maudie fuera a la escuela, cuando tenía a los gemelos gateando por la cocina, y Frank estaba de camino, y Jim volvió a casa una noche y contó que iban a trabajar media jornada en la fábrica… bueno, entonces sí que tenía cosas en las que pensar, te lo aseguro.
    Y, en la guerra, éramos jóvenes.
    Está muy bien hablar como la señora Fox, que es cristiana científica y cree que el cuerpo es una ilusión. Una ilusión que pesa ochenta kilos exige mucho olvido. Y no es que no pueda recordar cómo era eso de tener los pies ligeros.
    Trabajaba de camarera en el hotel Majestic de Scarborough cuando empezó la guerra, y en el mundo hotelero una muchacha no tarda ni media hora en descubrir si es guapa o no.
    No es nada malo, la verdad. Pero tengo que decir una cosa en favor de los muchachos: conmigo se portaron bien, sobre todo los jóvenes oficiales que intentaban aprovechar su último permiso. Sentía que tenía el mundo en mis manos en aquella época.
    Y solía burlarme de ellos a propósito de los bombardeos y les decía que, en realidad, ellos sí que me habían hecho entrar ya en la línea de fuego.
    Entonces en 1917 Ginger Ferroll intentó cortarse la garganta en el cuarto de baño de arriba y yo entré y le quité la cuchilla de afeitar de las manos, hice que se sentara y se serenara. No quería volver, el pobre diablo. Y me burlé de él y le dije: «No te preocupes, hombre. Me apuntaré al Cuerpo Auxiliar Femenino, iré a Francia y nos lo pasaremos estupendamente juntos». Y él contestó: «No, no lo harás. A las mujeres lo único que os interesa es sacarnos todo el dinero que podáis». Y eso me espoleó.
    Así que me alisté y como tenía experiencia en el hotel, era menos joven que otras y sabía comportarme cuando me lo proponía, enseguida me nombraron subcapataz de albergue en Folkestone y justo a principios de 1918 nos enviaron a Francia. Aunque nunca supe qué fue de Ginger Ferroll.
    La verdad es que no quiero otra guerra, ni que la gente se mate entre sí, y a lo mejor Frankie está perdiendo la vista, pero es inútil fingir que no me lo pasé bien en el ejército.
    Con mi experiencia en el hotel, estaba acostumbrada a los números y las reglas, y a ser puntual y esas cosas. En cuanto al trabajo, entre los grupos que se levantaban temprano y los que llegaban tarde, el pequinés que había que alimentar en la cocina y los baños a todas horas, durante la temporada de verano estaba en danza desde las cinco y media de la mañana hasta después de medianoche. En el ejército, era todo el doble de relajado y fácil, y sin el miedo a que te despidieran con una semana de aviso.
    Pero no era sólo eso.
    En Calette supe que aquello era algo más que cantar después del pase de lista o ver otro país.
    No me acuerdo de Boulogne, salvo que llovía, y que estuvimos todo el día esperando en una especie de albergue. Nos metieron en un vagón de mercancías y allí nos dejaron.
    ¡Menudo viaje! ¿Estábamos cansadas? ¡Oh, no! Es sólo un rumor. Encerradas y abandonadas en una vía muerta mientras a nuestro lado no dejaban de pasar trenes; algunas para las que ésa era la primera noche en Francia pensaron que también iba a ser la última, porque nos asfixiaríamos antes de llegar a ningún sitio. Casi amanecía cuando nos dejaron salir otra vez. Cómo no iba a pensar que Calette estaba a muchos kilómetros de Boulogne.
    Lo raro es que en realidad no nos quejamos. Nos lo creíamos a pies juntillas. Ganar la guerra. Eso pensábamos que hacíamos, al cargar con nuestras cosas desde el pueblo por la oscura colina y al desplomarnos en la cama de un barracón que parecía un almacén.
    A la mañana siguiente la señora Brooks , la administradora —algo así como nuestra oficial— nos reunió a todas en el comedor. Bajita y rechoncha, parecía una paloma buchona, con la guerrera muy ceñida y la gorra ladeada sobre un ojo. Nos soltó un discurso sobre nuestro deber, y no deshonrar el uniforme de la corona, no hablar con oficiales ni ir a la playa con los especialistas en señales, ni al bosque con los australianos. Pero todo eso, nos dio a entender, sólo eran naderías. El mayor de los pecados —que si lo cometíamos nos mandaban directas a casa y no valdrían excusas— era confraternizar con los franceses. Vaya si escuché. No me iban a mandar a casa, ni hablar. Aunque, en cierto modo, me escandalizó, no me importa reconocerlo. ¿Confraternizar con los franchutes? ¿Con tantos simpáticos soldados de caqui por todas partes? ¡Menuda idea! Eso es lo que pensé. Qué cómica que es la vida.
    Porque resultó que al final estaba destinada a tratar con franchutes.
    El primer día, la vieja Brooks me envió con Lloyds, la encargada del almacén, a una granja en busca de huevos y mantequilla. Las raciones del ejército no eran lo bastante buenas para esa señora. Cuando no era leche fresca, era verdura o un pollo, y cada día había que ir a buscar algo en parejas, a causa del peligro moral. ¡El peligro moral, nada menos!
    Bueno, yo me apuntaba. Me colocaba la gorra, me subía el cuello y partía a la guerra, dispuesta a todo.
    La granja estaba un poco alejada de la calle principal, y era lo más parecido que había visto a una pocilga. Un muro revocado de barro alrededor de una especie de corral, con paja, cerdos y sabe Dios qué en medio, y una casa baja de una sola planta, con gallinas entrando y saliendo por la puerta, un par de mocosos con pelo de estopa y un viejo idiota babeando y farfullándonos cosas desde el establo.
    Dentro, tengo que admitirlo, el lugar estaba bastante limpio, con un suelo pulido y una chimenea. Madame Haudiquet siempre tenía en el fuego una gran olla donde guisaba algún mejunje para los cerdos. Y había una mesa cuadrada con un hule amarillo bajo una lámpara y una puerta que daba a un dormitorio en el que se veía una cama alta con un colchón de plumas y una colcha blanca.
    Pero vacía. Completamente pelada; así me pareció la casa. Ni un adorno, ni una planta, ni un cojín, ni una foto bonita ampliada; ni nada de lo que pudieras prescindir salvo una máquina de coser que había sido la dote de Marie al casarse. No me extraña que los franceses aprecien tanto las camas, si nunca hacen una habitación en la que sea posible sentarse.
    Y a eso lo llamaban vida hogareña. La penumbra del lugar te golpeaba en la cara nada más entrar. Fuera, ese primer día, hacía sol. Una luminosa mañana de viento después de la niebla y la lluvia. Dentro todo estaba tan oscuro que se te caía el alma a los pies. Me quedé en la puerta entornando los ojos como una tonta, mientras Lloyd llamaba a la vieja madame.
    —¡Hola, madame! Hoy no poulet. Sólo œufs y lait, por favor. Tout de suite, tú lo desuí que pueda.
    Y entonces entró François, dando saltitos con su muleta, de vuelta del establo.
    —Buenos días, miis. ¿Puedo ayudarlas en algo?
    Y a partir de ese momento ahí terminó todo para mí. Sí, ya pueden hablar del peligro moral…
    Era apuesto, claro; pero no fue eso, exactamente. Ya había tratado con muchachos guapos en el hotel Majestic. Y tampoco fue que dijera nada, aunque desde luego hablaba. De política, la guerra, lugares, libros y esas cosas.
    Esa primera vez nos quedamos ahí mirándonos, mientras Lloyd seguía cotorreando sobre los huevos y la mantequilla. Y, cuando nos fuimos, el joven se ofreció a llevar el canasto, y Lloyd dijo:
    —Qué raro. Nunca se había ofrecido antes. A lo mejor le estoy empezando a gustar.
    Y soltó una risita. Así que le pregunté quién era, y ella me contó que era el hijo de la casa, que lo habían herido, y que madame era más tacaña que una rata, pero que la leche era la más limpia de la zona, y que el que François hablara inglés facilitaba las cosas. Los del pueblo decían que la familia estaba maldita.
    Bueno, maldito o no, francés o inglés, supe muy bien que François Haudiquet era mi hombre.
    La verdad es que aquello ocurrió mucho antes de que nos dijéramos algo más que tantos huevos y tanta mantequilla, y por favor y gracias; pero un día la ordenanza que iba conmigo quería algo del café —cigarrillos o algo así— y, con lo dispuesta que yo estaba a cumplir las reglas, la dejé marchar. Además, por entonces ya sabía que me moría de ganas de hablar con François, y dos eran compañía, incluso en aquella cocina.
    La vieja madame estaba ahí como de costumbre, fulminándonos con sus ojitos de cerdo, como si yo fuera a robarle la mantequilla. Pero salió a buscar ella misma los huevos, y François y yo nos quedamos solos. Solos por primera vez y sin una palabra que decirnos.
    Entonces estalló una tormenta; un estrépito en los postigos y el granizo rebotando como canicas en el pavé. Madame volvió con los huevos, le di las gracias, agarré el canasto y miré el tiempo que hacía fuera. Y, la verdad, cuanto más lo miraba, menos me gustaba.
    Entonces François dijo:
    —Hace malo tiempo, ¿eh? —Ya sabes cómo hablan los franceses. Malo tiempo, mauvais temps—. A lo mejor si espera un poco…
    Supongo que respondí algo descarado. En aquellos días era muy buena soltando respuestas. Y él se echó a reír.
    Aquello los alborotó. Dios sabe que de joven siempre había estado rodeada de risas. En mi familia siempre estábamos haciendo el tonto. Pero François pareció de pronto como si él hubiera invocado al diablo, y la vieja me miró y el viejo salió farfullando y refunfuñando del dormitorio, y Marie entró descompuesta y embarrada, boquiabierta como si se hubiera caído el techo. Quién sabe qué estarían pensando. Lo único que yo sabía era que quería salir cuanto antes de aquel manicomio.
    Entonces François preguntó:
    —¿A lo mejor mademoiselle quiere un paraguas?
    Tenían en un rincón uno de esos grandes modelos negros de algodón.
    Pero le contesté que era un soldado, y que los soldados no podían llevar paraguas, como él sabía, puesto que también era soldado.
    No te puedes imaginar el brinco que dio cuando le dije eso, como si nadie se hubiera tomado antes la molestia de darse cuenta de lo que era, salvo un hijo del diablo y toda esa basura. Igual que si le hubiera dado mil libras. Aunque no es que dijera gran cosa.
    Si lo pienso, creo que nunca estuvimos juntos más de media hora como mucho, y siempre con los demás entrando o saliendo de la cocina.
    El caso es que, poco a poco, me enteré de su historia. Resulta que había sido el hijo brillante de la familia, con becas en la escuela del pueblo y esas cosas. Y todos querían que se hiciera cura, así que lo enviaron a seguir los estudios.
    Nunca he sido muy religiosa. Una vida corta y alegre, ése es mi lema. Pero François no era la clase de personas que acepta la vida sin complicaciones. Cuantas más cosas sabía, más le preocupaban, y se pasaba todo el tiempo preguntándose si Dios existía, hasta que al final tuvo que decir que era agnóstico o ateo, o comoquiera que se llame. Y entonces se armó una buena.
    Tuvo que dejar los estudios para convertirse en sacerdote, aunque dijeron que de todas formas podía ser maestro. Y cuando volvió a casa para contarlo a su familia, al viejo le dio una especie de síncope —un derrame cerebral, me da la impresión—, y desde entonces nunca había estado bien de la cabeza. De modo que se vio obligado a quedarse en casa para llevar la granja, y menuda temporadita le hicieron pasar, con su madre reprochándole que todo era por su culpa, el cura diciéndole que llevaba encima la maldición de Dios, y todos sus planes hechos añicos. Pero lo peor, según me contó, eran las campanas de la iglesia, que lo llamaban una y otra vez; y el sentir que no podía ir a misa porque era un hereje. Creo que la guerra supuso para él un alivio. Nadie habría querido quedarse en esa casa. Luego, en 1915, lo hirieron: todo el costado izquierdo, sin pierna de la rodilla para abajo y cinco operaciones. Sí, se lo hicieron pasar mal. Y cuando salió del hospital fue para volver otra vez a la granja y al mismo espanto de siempre, y además con los dolores de la pierna lisiada. Lo culparon de las rarezas de su padre y de que mataran al marido de Marie; sí, y también de la guerra. «¡Todo es por culpa de la maldad de estos tiempos descreídos!», decía el cura. ¿Te lo puedes creer? Y cuando el dolor no lo dejaba dormir por la noche, al final terminaba preguntándose si, en el fondo, no era todo por su culpa, y si tenía derecho a hacer sufrir a tantas personas «por una cuestión de conciencia»… ¡Una cuestión de conciencia!
    Así que, como ves, no había tenido un momento de respiro, ni un segundo. La vida no había sido una feria para François, pensé, mirando la multitud junto al estanque y los caballitos de vapor.
    Hacía muchísimo calor, y además la casa señorial estaba cerrada. Intenté preguntar a un joven si la habían convertido otra vez en granja, pero no me entendió.
    Había un atajo hasta el camino siguiendo la vía del tren, y volví a encontrarlo, y recordé cómo florecían las prímulas incluso en medio del caos y el alambre de púas.
    Fue en primavera, la de 1918.
    Una primavera hecha para el amor, si no hubiéramos estado en guerra. Con narcisos en el bosque detrás de las dunas; eran como manchas de luz entre los árboles. Los días en que no estaban de servicio las muchachas llenaban con ellos los sombreros y después los llevaban a los hospitales. Algunas también hacían ahí otras cosas. «Ir al bosque», lo llamábamos. Ah, bueno, sólo eres joven una vez.
    Y me había enamorado, de eso no cabía duda. Yo, que podría haber conquistado a cualquier joven del campamento, y a aquel oficial —ya ni me acuerdo de su nombre— que me hacía eso que llaman insinuaciones cada vez que iba al almacén de intendencia. Yo, a quien habían apodado la Reina de la Belleza de Calette. Había perdido por completo la cabeza por un franchute mutilado.
    Sí, claro, ahora parece una locura lo que hicimos, o dirías más bien lo que no hicimos. Pero estábamos en guerra. Y nunca le podrás explicar a Edna o al joven Charlie la diferencia que eso suponía.
    Oías todo el día el tumb, tumb, tumb de los cañones. Y todas las semanas llegaban rumores nuevos acerca de los alemanes, cómo nos habían puesto en retirada y avanzaban en Arras o en Amiens o en algún otro sitio. Y a veces mirábamos la carretera esperando verlos llegar con sus uniformes grises, avanzando en formación para matarnos.
    Y por las noches estaban las incursiones aéreas.
    Así que durante diez minutos al día mi vida era François Haudiquet, renqueando por la granja con su muleta, y el resto del tiempo era la guerra y el campamento, y el ejército. (¿He dicho que me hicieron capataz de albergue?) Nunca me había imaginado cómo era eso de adiestrar a las recién llegadas y pulirlas antes de que las enviaran a otros sitios.
    Me encantó.
    Me gustaba dar órdenes.
    Me gustaba conseguir que desfilaran decentemente.
    «¡Pelotón, firm! ¡Drech! ¡Quierd, ar! ¡Vista… drech!» ¿Qué demonios les gritábamos cuando las hacíamos desfilar desde la estación?
    ¡Menudas tonterías! Y yo me llevaba la palma, te lo aseguro. Demasiado aplicada en el ejército y luego a lo mejor no lo bastante aplicada en otras cosas.
    Porque no iba a arriesgar mi puesto yéndome con François. Yo, que lo podría haber curado de todos sus demonios, dejaba que me mirara con esos ojazos que tenía y a veces me sentaba un momento detrás del establo y hacía que se riera de él mismo y de todos sus fantasmas.
    Pero siempre estaba ocupada, siempre con prisas por volver al campamento y esas cosas.
    Hasta ese día en que ya no estuve lo bastante ocupada.
    Era a principios de mayo, y estaba cansada. Durante más de un mes no habíamos podido descansar por la noche. Cuando no nos atacaban, éramos nosotros los que atacábamos Étaples, y eso nos mantenía despiertas, cuando no algo peor. Algunas muchachas estaban muy nerviosas, y todas de un humor de perros. En cuanto a la vieja Brooks, debo decir que en esos momentos se crecía, se lo tengo que reconocer. Nada le estropeaba el apetito, no tenía un solo nervio en el cuerpo.
    Una mañana me vio cuando yo salía, como de costumbre, para la granja de los Haudiquet. «Clark», me llamó. Lo recuerdo tan nítidamente como si fuera ayer. Me di la vuelta y saludé, era lo que tenía que hacer. Y me preguntó adónde iba, y cuando se enteró de que le seguía yendo a buscar la comida, aunque en realidad ya no me correspondía hacerlo, la que me cayó encima. Mala organización, ineficacia, negligencia… sabe Dios lo que no dijo.
    Y yo contestándole «Sí, señora» y «No, señora», con el corazón ciego de rabia. Pero tuvo que dejarme ir esa mañana, porque había encargado un pollo y el coronel venía a almorzar, y en ese momento no había ninguna otra muchacha disponible, salvo una ordenanza nueva a la que no podía enviar sola.
    En la granja le dije a la ordenanza que esperara en la cocina y no le quitara el ojo a madame. Tenía que ir a elegir un pato o algo por el estilo, le dije. Hice que François me acompañara al establo.
    Qué curioso. Todavía hoy huelo la mezcla de nabos, estiércol, leche agria y heno de ese lugar.
    Y cuando lo tuve para mí sola, arremetí contra él. Me iban a quitar ese trabajo, dije, y todo por su culpa. Si hubiera sido inglés en vez de franchute nos podíamos haber divertido juntos. Todas las demás salían con muchachos que las llevaban a tomar el té a Étaples o a los conciertos en el barracón de la YMCA. Pero yo tenía que escabullirme y arrastrarme, y no verlo nunca, salvo delante de su anciana madre, y éramos jóvenes y la vida pasaba, y por qué no podía haberse enamorado de otra persona en vez de enamorarse de mí y dejarme libre para irme con jóvenes que fueran como yo.
    No me acuerdo de todo lo que le dije. Ahora me parece una locura, una completa locura. Pero llevaba semanas enamorada de él, estaba cansada, me parecía que lo tenía todo en contra y perdí los estribos.
    Ya había visto una o dos cosas de joven, pero no he olvidado nunca la forma en que me agarró de las manos y, separándome a la distancia de sus brazos, me dijo con la severidad de un juez:
    —¿Qué quieres decir? ¿Cuándo te he hecho daño alguna vez?
    Y yo le grité que había hecho que lo amara y que no era justo.
    Y luego no me acuerdo.
    Sé que en un momento soltó la muleta, me abrazó y me besó. Y entonces comprendí que eso era todo lo que importaba. ¿Qué más me daba la guerra o el ejército? Aquél era mi lugar. ¡Que me expulsaran!
    Y le dije que no fuera esa noche al estaminet, donde siempre se sentaba con la vieja madame Creuset, que yo saldría después de pasar lista o antes —no importaba— y que, si me esperaba en el establo, le demostraría si lo amaba o no, se lo prometía. Iríamos al bosque juntos.
    Y luego me marché. Lo último que hice por él fue recogerle la muleta y dársela; y salí corriendo para decirle a la ordenanza que el pato estaba demasiado delgado y que teníamos que irnos enseguida. Al cruzar el patio lo vi apoyado sobre la muleta contra el umbral de la puerta.
    De vuelta en el campamento, la vieja Brooks me mandó llamar. Acudí sin que me importara si me prohibía que me volviera a acercar a la casa de los Haudiquet.
    Pero era para decirme que habían herido en un ataque aéreo a Reynolds, la capataz a la que yo había sustituido cuando la enviaron a Abbeville.
    —Las muchachas lo están pasando mal ahí —me dijo—. Por la noche, tienen que dormir en el bosque de Crécy y esas cosas. Ha ocupado bien su lugar aquí, Clark —añadió—. Entre nosotras, no me importa cómo se divierte en privado. Lo que quiero ahora son muchachas capaces de mantener la cabeza y el ánimo alto, y que no se vengan abajo durante las emergencias.
    ¡Que no le importaba cómo me divertía en privado! Y yo que había desperdiciado todos esos meses, eso fue cuanto pensé, hasta que la oí decir:
    —Así que recoja sus cosas enseguida y preséntese en la oficina a las doce y media. Llévese con usted a Abbeville a siete reclutas, dos cocineras, dos ayudantes y tres panaderas. Y ocupe allí el lugar de Reynolds. Es una tarea dura, pero le estoy haciendo un gran cumplido al enviarla.
    No soportaba a esa mujer, de verdad. Una bruja, si es que alguna vez ha existido alguna. Una caradura. Una glotona.
    Pero era la que daba las órdenes. Estábamos en guerra. «Con la espalda contra la pared.» ¿Era eso lo que nos dijeron? «Y creyendo en la justicia de nuestra causa, todos debemos luchar hasta el final.»
    Yo no creía en nada, salvo que amaba a François.
    Pero media hora más tarde, con mis cosas en una maleta, me dirigía con siete mujeres a la oficina.
    —¡Pelotón, firm! ¡Salud, ar! ¡Quier, ar! ¡March rap!
    Partimos camino de la estación, camino de Abbeville.
    ¿Te lo puedes creer?
    Hasta que no estuvimos a medio camino de Abbeville no me di cuenta de que no le había enviado ningún mensaje a François.
    Escribí una nota y se la di al maquinista. Escribí cuatro rayas desde Abbeville y las envié por correo. Le decía que sentía haberlo dejado esperando; pero que él podía escaparse y venir a verme. No se encontraba , como yo, bajo la disciplina militar. Calette no estaba muy lejos de Abbeville. Le juré que lo amaba, y que siempre lo amaría.
    Pero nunca me contestó. Esperé, escribí y esperé y escribí y esperé. Pensé en él, sentado en la cocina aquel martes por la noche con la vieja madame volviéndolo loco, sin dejar de hablarle, y Marie quejándose, los dos niños pegando gritos y el viejo dormitando delante de su café.
    Pensé en la pelirroja de Lloyd lanzándoles miradas cuando iba a la granja en busca de œufs y poulets.
    Pensé en todas las muchachas francesas del pueblo, porque era un hombre apuesto a pesar de su desgracia.
    Y luego me dije que nunca me esperó. Al fin y al cabo, ¿me había dicho una sola palabra? Con todas las oportunidades que había tenido, y nunca ni un susurro. Fui yo la que lo hizo todo, la que le sorbió el seso, le metió en la cabeza unas ideas que nunca se le habrían ocurrido de forma natural. Si casi se hace cura… y en Francia los curas no tienen esposa, o eso dicen. Y me acordé de lo que opinaban los franceses de las mujeres del Cuerpo Auxiliar. No había hecho más que comportarme como pensaban que hacían todas.
    Así que, después de la tercera vez, no le volví a escribir.
    Eso fue lo último que supe de François.
    Y cuando apareció Bert, sin andarse con demasiados tapujos acerca de lo que quería, casado como estaba y demás, dejé que lo consiguiera. Y después de la guerra vinieron Chris, Bill y Larry; y lo curioso es que nunca me sentí avergonzada con ninguno de ellos. Me sigo sintiendo una buena mujer, como se dice; y una buena esposa con Jim. Y el único hombre del que me siento avergonzada es François, que sólo me besó una vez. Es lo que no haces, no lo que haces, lo que una más lamenta. Por eso siempre he intentado que Charlie, Edna y Millie y los cuatro míos se lo pasen bien.
    Y nunca había tenido intención de volver a Calette, nunca.

    Ahora bien, al descubrir que estaba ahí, pensé que por qué no echar otra vez un vistazo a la granja y quizá ver a François.
    Sería curioso verlo otra vez y preguntarle si se acordaba de mí; aunque sé lo que soy ahora y sé lo que era entonces. Así que pensé: «Mejor no le digo nada, sólo verlo».
    Hasta que no subí toda la calle del pueblo y volví a bajar no me di cuenta de que era incapaz de encontrar la granja.
    El lugar estaba tan silencioso como una tumba y tan caliente como lo que viene después. Sólo el cacareo de unas cuantas gallinas, y el ruido del viento, y las cancioncillas de los caballitos. Ni un alma; todos habían bajado a la feria.
    Entonces reconocí por fin el estaminet. Lo habían rebautizado con el nombre de Café de la Victoire, pero ahí estaba la vieja madame Creuset, plantada en la entrada, demasiado gorda y reumática para ir dando vueltas por ahí. Reconocí las botellas de los licores en el escaparate, la mesa redonda con el hule rojo y esa especie de aparador con vidrios pulidos.
    Así que me fui para dentro, con todo descaro, y le dije:
    —¡Hola, madame Creuset!
    Y ella se me quedó mirando tontamente como una gallina, sorprendida de que supiera su nombre.
    No se acordaba de una sola palabra de inglés, y mi francés no era demasiado fantástico, aunque Boulogne me había traído a la cabeza algunas palabras.
    Así que fui capaz de preguntar:
    —Où est la famille Haudiquet?
    —Haudiquet? Haudiquet?
    Ya sabes cómo retuercen los franceses los nombres con la lengua hasta que resultan casi imposible de pronunciar para un cristiano.
    —Dans la guerre —dije—. Tenían una granja, une ferme, œufs… lait. Poulets.
    —La guerre, Haudiquet, une ferme, oh, oui, oui, oui! —gritó y se lanzó a parlotear.
    —¿François? —pregunté.
    —Oui, François aussi.
    Y luego toda una retahíla en francés y después:
    —Vengeance de Dieu.
    Eso lo reconocí. «Venganza de Dios.» Era lo que siempre decían.
    Y de pronto, al cabo de todos esos años, supe que para mí averiguar qué le había pasado a François era más importante que cualquier otra cosa en el mundo. Le agarré las manos a madame Creuset y grité:
    —Où est-il?
    Eso lo sabía. Se lo había preguntado a madame Haudiquet. Decenas de veces había gritado: «Où est-il?».
    Y luego oí que decía algo de una église.
    Sabía lo que significaba. Église. Iglesia. La iglesia situada al final de la calle junto a la vía del tren, encima de la feria.
    Hacia allí me dirigí como si me persiguiera la policía.
    ¡Caramba! Hacía calor, con los adoquines como la parrilla de un horno, y las calles casi bailando. Oía el órgano de los caballitos tocando su vieja tonada:

    Après la guerre finie
    tous les anglais partis,
    tum, tum, tu, te-té,
    beaucoup petits bebés.

    Era lo que cantaban cuando estábamos en Calette. Pero no había bebés esta vez. Maude, los gemelos y Frankie tienen los ojos azules como Jim y yo. A menudo me he preguntado cómo habría sido eso de tener un bebé de ojos castaños y pelo negro como François.
    Cuando llegué a la iglesia, me di cuenta de lo tonta que era.
    No era esa iglesia, claro. La vieja madame Creuset había querido decir que se había hecho sacerdote otra vez., que había vuelto a la Iglesia —la Église— por la venganza de Dios que arrastraba esa familia.
    Y ahí me encontré, yo, que en el fondo me había preocupado por él durante todos esos años y que en ese momento casi me mataba corriendo hasta la iglesia más cercana, plantada como una tonta entre los ángeles y las cruces de mármol, y todas esas chapuceras flores de alambre a las que son tan aficionados los franceses; y entre el calor, las prisas y la preocupación, me sentí bastante indispuesta. Como una especie de ataque al corazón. Ya no estoy para correr.
    Así que me senté, aunque fuera en los escalones del monumento a los caídos en la guerra, y me dije de todas las formas posibles que siempre había sido y sería una idiota. Porque en ese momento estaba ya segura de lo que había ocurrido. François no me había echado de menos. Ay, no… En realidad, lo había escandalizado. Me había rebajado. Estaba convencida de ser la maravilla del mundo, como esas solteronas sobre las que canta Gracie Fields. Me había engañado completamente con François… sí, y con Bert y todos los otros. Una prostituta. Una mujer barata. Sorbiéndoles el seso porque no podía soportar no dar a un hombre un poco de placer, cuando era tan fácil, y la vida tan corta, y la oportunidad no se presentaba dos veces.
    Junto al estanque, el organillo había cambiado ya de melodía.
    El vals de El soldado de chocolate, «Mi héroe», eso era lo que tocaban en ese momento. ¡Mi héroe! Sí, menuda heroína estaba yo hecha. Me había prostituido. Había conseguido que un hombre sintiera asco de las mujeres, lo había arrojado a la Iglesia en busca de seguridad; había llorado hasta quedarme sin lágrimas, noche tras noche, todo el tiempo…¡Ah, me sentí como una buscona! Aunque ya me había imaginado que eso era lo que podía haber ocurrido. Una buscona, asqueada y estúpida.
    Supongo que cerré los ojos un minuto, porque cuando los abrí seguía pensando que soñaba. Me quedé mirando fijamente una placa blanca al otro lado del sendero y sobre lo blanco leí en letras negras su nombre, Haudiquet.
    Miré, parpadeé y volví a mirar. Luego me levanté —soy un poco miope— y esto es lo que leí. Lo leí hasta aprendérmelo de memoria y luego lo escribí y al día siguiente le pedí al joven Gaston que me lo tradujera, para estar segura:

    Ici reposent
    les corps de la famille
    Haudiquet
    tous tués par un obus
    d’un aviateur allemand,
    le 11 mai, 1918.
    Louis-François Haudiquet, agé 69 ans
    Marie-Joséphine Haudiquet, son épouse, agée 65 ans
    Marie Latour, veuve de Félix Latour, leur fille, agée 25 ans
    François-Joseph, leur fils, agé 25 ans.
    Qu’ils reposent en paix.

    Fue el 11 de mayo cuando me marché a Abbeville, y a François lo habían matado el 11 de mayo.
    Por eso no me había escrito nunca.
    Estaba en su casa, por eso lo mataron los alemanes.
    Así que me había esperado. Y yo no había ido. Y ya no sabría nunca qué me había separado de él.
    No me había abandonado. Era yo quien lo había abandonado a él. Porque si hubiera acudido, si hubiéramos ido juntos al bosque, no habría estado de vuelta cuando cayó la bomba. Habría estado lejos conmigo y a salvo y feliz.
    Ah, lo había abandonado completamente.
    La idea era insoportable. La idea era insoportable.
    Sin embargo, le seguí dando vueltas; yo, una mujer casada con cuatro hijos, y con Charlie y Edna en la feria. Me quedé de pie delante de la iglesia llorando por un campesino francés que llevaba esos quince años muerto como si lo hubieran matado ayer.
    Entonces los caballitos soltaron dos silbidos agudos, como el silbato de una fábrica, y volvió a cambiar la canción. Y vi en el reloj que el autobús llegaría dentro de veinte minutos; y que era mejor que me diera prisa y fuera a buscar a mis jóvenes.
    Porque lo pasado pasado está, y ellos me estarían esperando. No puedes ayudar a los muertos, y es inútil culpar a los vivos.
    Y se me ocurrió que, en cierto modo, no me equivocaba al principio. Dios había acabado por llevarse a François. Había querido que fuera sacerdote; y, de haberlo conquistado, yo siempre habría tenido que luchar contra la religión. En aquella época, habría podido enfrentarme a cualquier mujer, pero dudo mucho de que saliera vencedora de todo ese asunto de ser sacerdote, el pecado, el infierno y los demonios. Igual que François no salió vencedor del ejército y el aceptar órdenes.
    Era demasiado para mí. Siempre había sido demasiado. Me alejé de la iglesia sin saber si sentirme contenta o triste, si había descubierto que partiendo a Abbeville y obedeciendo las órdenes había matado a mi François o si, quizá, lo había salvado. En todo caso, no le di asco, porque me había esperado. Al menos antes de morir supo que lo amaba y eso tiene que significar algo, incluso para un hombre enamorado de Dios.
    Así que volví, porque no se podía hacer nada más, y encontré a Edna en las góndolas, con el cabello agitado por el viento, sonriendo a Gaston, preciosa. Y Charlie le estaba comprando unos dulces a Lily Dawson, y la multitud gritaba y se divertía, feliz como siempre.
    Al cabo de un poco me vieron y dijeron:
    —Hola, mamá. ¿Te lo has pasado bien? ¿Has conocido a algún francés?
    Y yo contesté:
    —No hagas preguntas impertinentes. ¿Por quién me tomáis? ¿Os creéis que una joven de buen ver como yo no podría tener éxito en una multitud como ésta si me lo propusiera?
    Y todos se rieron a carcajadas. Y Edna se burló del pobre Gaston y dijo:
    —Sí. Tenía que ser un autobús francés el que se averiara en el camino a Le Touquet.
    Y él, muy feliz y a gusto con todo el mundo, respondió:
    —Avería, sí. Muy mal, sí. Pero, ¿cómo dicen?, a dos pasos de la feria.

    III
    Sobre la traducción

    Utilicé este relato (titulado en inglés «So Handy for the Fun Fair») durante un curso de traducción literaria impartido en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona durante el otoño y el invierno del 2008. El cuento sirvió como iniciación a los placeres de la traducción y como ejercicio práctico de esa concentración lectora que es el rasgo esencial de la mirada del traductor. Los participantes fueron elaborando sus versiones a lo largo de las semanas a medida que avanzaba el análisis y comentario colectivo de los problemas. A modo de conclusión de la experiencia solicité también una reflexión sobre el trabajo realizado y, como material adicional, envié a los participantes mi versión del cuento, que es la que aquí se publica. Aunque realizada de modo independiente, esta versión es deudora de esas intensas semanas de inmersión en el universo ficticio propuesto por Holtby posibilitadas por el experimento académico. También es deudora de él, de un modo literal, en lo que refiere al título, que apareció con su resplandor ineludible durante la «tormenta de ideas» del último día de clase. Los esfuerzos de los participantes se habían centrado hasta ese momento, con resultados insatisfactorios, en la idea de oportunidad o conveniencia. Sin embargo, cuando dirigí los esfuerzos de los participantes hacia la idea de cercanía (que era la que consideraba pertinente, aunque mi primera formulación era otra) y añadí que la solución óptima debía utilizar en mi opinión una expresión fija, la docena de cerebros presentes en el aula se puso en marcha, como conectados en una red cooperativa, y una de las personas presentes propuso el título «A dos pasos de la feria». Me ha ocurrido en ocasiones en clases, talleres y seminarios de traducción que, a pesar de la multitud de posibilidades, variantes, matizaciones estilísticas y divergencias de todo tipo, todos los reunidos coinciden de repente sin asomo de duda en la excelencia de una solución que aparece como por ensalmo. Las soluciones acertadas comparten el hecho común de su «naturalidad», como si no pudieran ser otras.

    «A dos pasos de la feria» consigue englobar los dos tiempos de la narración, el presente (mayo de 1933) y el pasado (1918). El autobús sufre una avería a la salida del pueblo (y, por lo tanto, cerca de la feria realmente existente); pero, al mismo tiempo, cerca también del lugar donde la protagonista vivió un año de su juventud y un gran amor, una época recordada con indudable nostalgia a pesar los horrores de la guerra. Podríamos ver aquí un reflejo de los sentimientos de la autora, quien, según Brittain, pertenecía a una «generación de mujeres que —por más que sincera en su posterior anhelo de paz— identifica el recuerdo de su primer amor con la visión de un uniforme y los sones de Tipperary». La propia Holtby habló en una conferencia sobre la psicología de la paz y la guerra de cómo «la brevedad de la vida convierte la pasión en más apremiante» y de «la atracción erótica de la muerte». Y en otro lugar escribió: «Hay hoy [1935] en Inglaterra —y en Francia, Alemania, Austria e Italia, podemos imaginar— mujeres plácidamente casadas con hombres a los que respetan, por quienes sienten un profundo afecto y cuyos hijos han engendrado, que se verían muy afectadas y palidecerían ante la vista de una figura vestida de caqui, un consumido espectro de una época perdida, de un mundo, de un recuerdo». En este sentido, cabría hablar de la «feria» de la juventud de la protagonista del cuento (sobre todo, teniendo en cuenta los problemas de subsistencia de la posguerra a los que hace alusión el relato). Por lo tanto, la avería del autobús se produce cerca de las dos «ferias». Además, también es posible hacer una interpretación que subraya la ironía del destino, puesto que la protagonista acaba descubriendo que François, para quien la vida no fue precisamente un camino de rosas, está al final enterrado junto a la feria del pueblo. Todo esto no está expresado de modo explícito en el cuento, pero son lecturas posibles que el original permite y que hacen más rica y compleja su lectura. Por otra parte, cuando Gaston pronuncia la frase se produce una vacilación que puede ser interpretada como una mera marca de lenguaje oral o como algo más, como un intento por parte de alguien que, con un inglés defectuoso, intenta recordar una frase hecha en ese idioma. «A dos pasos de la feria» cumple también ese requisito.

    Los asistentes del curso, para quienes hice esta traducción y a quienes está dedicada, son: Sandra Álvarez, Ariana Castrillo, Verónica García, Teodora Ivanova, Laura Lara, Carla López, Ricard López, Edurne Luque, Ignasi Mena, Miguel Ángel Muñoz, Patricia Parra, Esther Prats, Rita Soler y Sandra Soriano.

    Julio Camba y la guerra

    José Ignacio Gracia Noriega
    Escritor

    Este artículo apareció publicado en El Correo de Andalucía el 12 de septiembre de 1997. Se publica en Hallali con autorización del autor.

    De 1914 a 1918, España se convirtió en un espectador de privilegio del espectáculo de la Gran Guerra. Y como suele ocurrir en estos casos, lo que aquí se produjo, ya que éste es un país de ellas, fue una auténtica guerra civil, por execpción incruenta. Los españoles, como quien contempla los toros desde barrera, tomaron partido, con pasión las más de las veces, por los dos bandos en pugna; esto es, hubo aliadófilos y germanófilos, siendo los primeros personas de mentalidad democrática y liberal, y, en fin, las minorías intelectuales, y los segundos, gentes de orden: tanto es así que, según relata José Pla en El cuaderno gris, al producirse la derrota del Kaiser, muchos creyeron, en su pueblo, que iban a instaurarse seguidamente el socialismo y el caos. Wenceslao Fernández Flórez describe este ambiente, de forma risueña, en su novela Los que no fuimos a la guerra. A fin de cuentas, España estaba en paz, las batallas eran verbales, y los campos de batalla, las tertulias de los cafés y los mapas, que se llenaban de alfileres con banderas. Todo el mundo se consideraba estratega, y todo el mundo daba su opinión, por disparatada que fuera, como es norma cuando se discute con viveza; también como es norma en esos casos, en España entró mucho dinero gracias a la contienda, pero no se aprovechó para nada útil ni duradero: se gastó en salvas. Al firmarse el armisticio, los partidarios del bando vencedor lo celebraron como si hubieran contribuído a la victoria de forma decisiva; y los que simpatizaban con los vencidos, ya se sabe, a disimular o a rumiar la derrota.

    Los intelectuales españoles participaron en aquellas banderías, siendo más activos los aliadófilos, porque los aliados contaban con mejores servicios de propaganda y captación. Algunos de ellos (Ramón del Valle Inclán, Ramón Pérez de Ayala, Manuel Azaña, etc.), fueron invitados a visitar los frentes, y de paso recibieron otros halagos y compensaciones, aunque el más afortunado desde el punto de vista crematístico, resultó ser Vicente Blasco Ibáñez, quien, en el París sitiado, escribió las exageraciones de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, que más tarde sería adaptada al cinematógrafo. No menos entusiasta fue Valle-Inclán, quien, pane lucrando, se mostró grande defensor de las democracias, y hasta el caudillismo mejicano, pese a que su estilo, en exceso lírico en esta su vertiente bélica, no debió parecer atractivo a los productores de Hollywood. Ramón Pérez de Ayala, a su vez, visitó “punto por punto el frente de guerra italiano en la Gran Guerra Europea, invitado por el gobierno de Roma”, y de este viaje surgió el libro Hermann encadenado, que está dedicado, con vana y hueca retórica, “en memoria de las víctimas innominadas e innumerables que en las sedientas rocas del Carso y en las crestas esquivas de Cernia y Trentino derramaron la fértil sangre y dieron la vida por la redención de las fraternas tierras y por la liberatd civil del mundo”. A mí, los que visitan los frentes por gusto, aunque sea también por dinero, me recuerdan a quienes bajan a las minas, por curiosidad o demagogia, o a los señoritos que salen a la mar con los pescadores, con el propósito de practicar un deporte en lo mismo que otros trabajan penosamente. Yo imagino la sensación del soldado o del minero que ven entrar en la trinchera o en la mina a un señor bien vestido que va allí como quien hace turismo, pero que, sobre todo, puede abandonar lugares tan desagradables como peligrosos cuando le venga en gana: es una falta de respeto a los que, por fuerza, no les queda otro remedio que permanecer donde los visitantes van a mirar.
    Julio Camba, en cambio, vivió la Gran Guerra de cerca en sus comienzos, dada su condición de corresponsal periodístico. Desde Alemania, donde se encontraba, tuvo que trasladarse a Suiza, país neutral desde el que escribió sus crónicas como ciudadano de otro país igualmente neutral, circunstancia que le permitió emitir juicios muy certeros sobre el neutralismo. Aquella guerra estaba tan generalizada, aunque no tanto como llegaría a estarlo la siguiente, que un país o un ciudadano que ostentaran la condición de neutrales, resultaban elementos exóticos. Estos neutrales no merecían buena opinión a los beligerantes, como años después no se la mereció la actitud española a un militar alemán durante la segunda guerra mundial, hecho recogido por Curzio Malaparte en Kaputt, así como la muy racial respuesta de Agustín de Foxá; de modo que William Faulkner escribe en Una fábula: “Los únicos que aceptarían a un general francés fracasado serían los hasta entonces tan libres de la guerra: los holandeses, que estaban alejados del curso normal de las invasiones alemanas, y los españoles, demasiado pobres incluso para realizar una excursión de dos días al frente, como hicieron los portugueses por la emoción y el cambio de escena; en cuyo caso –en el de los españoles- ni siquiera sería retribuído para arriesgar su vida y lo que quedaba de su reputación”. Otros, es cierto, no mantenían una actitud tan despectiva hacia los neutrales. Algunos de estos, por su parte, se planteaban qué provecho podían sacarle a su neutralidad. Entre ellos, Julio Camba, que se plantea esta cuestión en un artículo titulado precisamente “La neutralidad española”; o, mejor dicho, se la plantea a un interlocutor que le dice: “Esta neutralidad ustedes debieran organizarla como se organiza una guerra. Debieran ustedes hacerla valer diplomática e industrialmente. Una neutralidad consciente y activa, no esa neutralidad perezosa de no querer complicarse la vida y de no querer mezclarse en los destinos de Europa”. Casi lo mismo dice Antonio Machado en el poema “España en paz”:

    ¿Y bien? El mundo en guerra y en paz España sola.
    Salud, ¡oh, buen Quijano! Por si este gesto es tuyo,
    yo te saludo. ¡Salve! Salud, paz española,
    si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.
    Si eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes
    en esa paz, valiente, la enmohecida espada,
    para tenerla limpia, sin tacha, cuando empuñes
    el arma de tu vieja panoplia arrinconada:
    si pules y acicalas tus hierros para, un día,
    vestir de luz, y erguida: heme aquí, pues, España,
    en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía…

    Pero ni el poeta ni el periodista fueron escuchados, y, con aquella neutralidad, otra ocasión se perdió para siempre.

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    Los Machado y la Gran Guerra: análisis de El hombre que murió en la guerra (1928)

    Enrique Baltanás
    Universidad de Sevilla

      El análisis de El hombre que murió en la guerra requiere plantearse antes de todo tres cuestiones previas: la fecha de la escritura, las circunstancias de su estreno y la hipotética autoría en solitario de Antonio Machado. Esta última cuestión, defendida hasta hace bien poco por numerosos críticos, ha quedado definitivamente clarificada por Rafael Alarcón Sierra en un sólido artículo2 que ofrece pruebas irrefutables de la decisiva aportación de Manuel a la escritura del drama e incluso de su ideación primera. La obra se estrenó en el Teatro Español de Madrid el dieciocho de abril de 1941, y se publicó en la colección Austral, en Buenos Aires, en 1947, con
      un prólogo de Manuel… [leer artículo completo en PDF]

    El análisis de El hombre que murió en la guerra requiere plantearse antes de todo tres cuestiones previas: la fecha de la escritura, las circunstancias de su estreno y la hipotética autoría en solitario de Antonio Machado. Esta última cuestión, defendida hasta hace bien poco por numerosos críticos, ha quedado definitivamente clarificada por Rafael Alarcón Sierra en un sólido artículo que ofrece pruebas irrefutables de la decisiva aportación de Manuel a la escritura del drama e incluso de su ideación primera. La obra se estrenó en el Teatro Español de Madrid el dieciocho de abril de 1941, y se publicó en la colección Austral, en Buenos Aires, en 1947, con un prólogo de Manuel.
    En dicho prólogo, Manuel afirma que la obra se estrenaba «trece años después de escrita», o sea, que, según un cálculo muy simple, se escribió en 1928, diez años después de terminada la I Guerra Mundial.
    Pero, entonces, ¿por qué no se estrenó en su momento? En entrevista en La Voz de Madrid de uno de abril de 1935, a la pregunta de si preparaban algo de teatro, Antonio respondía: «Hemos terminado una comedia: El hombre que murió en la guerra. Necesitamos un gran galán para intérprete. Y ése es el problema: ya sabe usted cómo estamos de galanes.» Algunos han interpretado que ese «hemos terminado» equivale a un «acabamos de terminar». Fue Domingo Ynduráin el primero en sostener «que la fecha que da Manuel Machado es falsa y que esta obra es la última que escribieron los hermanos». Por lo visto, Manuel Machado mentía como hablaba. Ynduráin cree que es posterior al año 1932, pero José Luis Cano, por su parte, retrasa la conclusión de su escritura al mismo 1936. Otros críticos nos aseguran que, aunque la obra empezó a escribirse en 1928, no se concluyó hasta 1935.
    Pero, ¿por qué hemos de creer que Manuel Machado mintió sobre la fecha de composición del drama? ¿O que no dijo toda la verdad? ¿Qué importancia o qué trascendencia puede tener esta cuestión?
    Marina Villalba mantiene que «Manuel Machado alteró la fecha de composición, con el fin probablemente de evitar la identificación entre el contenido de la obra y el ambiente revolucionario de preguerra. Si se deseaba estrenar la comedia en la inmediata posguerra, se debía de antemano advertir a los censores y a los espectadores-lectores que se trataba de una obra no escrita en período prebélico.» Es posible que Manuel Machado quisiese dejar claro que la obra nada tenía que ver con la guerra civil del 36, pero no vemos por qué de ahí se deduzca que mintiera, falseando la fecha. ¿Por qué o para qué? Más bien se trata de un gesto de honradez: miren ustedes, esta obra que ahora se estrena, no les voy a engañar, lleva escrita trece años. Las palabras de Antonio no le desmienten. Lo que sí delatan es la cuquería —o la sabiduría— de un escritor que no quiere publicitar que un drama suyo escrito en 1928, siete años después aún no había conseguido que se estrenara. De ahí el «hemos acabado», que no falta a la verdad, pero que tampoco arrumba su drama al drama de los originales que no encuentran editor, en este caso compañía que los representase. Antonio achaca el que no se hubiera estrenado a la falta de galanes adecuados: «ya sabe usted cómo estamos de galanes». Podemos creerle (¿tan escaso estaba el teatro español de galanes?)… o podemos suponer que la obra no suscitó ningún interés en las compañías teatrales porque no confiaran en su éxito de taquilla. No podemos saberlo. Pero en todo caso las declaraciones de Antonio en 1935 no contradicen las de Manuel en 1947.
    Quien sí las contradice es Joaquín Machado, quien, en carta a Manuel H. Guerra, le cuenta: «El hombre que murió en la guerra lo terminaron el año 1935, y ya por entonces tenían entre manos otra obra original, cuyo primer acto estaba terminado a principios del 36.» Pero este testimonio no es fiable, aparte de los años transcurridos (la carta es de 1953), porque Joaquín no conocía íntimamente el mundo de sus hermanos mayores. Por ejemplo, ni Joaquín ni José sabían de la relación entre Antonio y Pilar de Valderrama, de la que Manuel sí parece estar al tanto. En una carta de Antonio a Pilar, tras un frustrado encuentro en un teatro, le explica: «Como iba acompañado de mis hermanos Pepe y Joaquín, y además encontré allí, como siempre a muchos conocidos, sufrí doblemente buscándote con los ojos, para verte sin que nadie viera que te conocía.»
    El intento de retrasar la fecha de escritura del drama a 1935, si es que no después, obedece al interés de los críticos por relacionar El hombre que murió en la guerra con la de 1936 y atribuirle una supuesta intención pacifista relacionada necesariamente con el republicanismo. Ya era así en el libro de Manuel H. Guerra, quien afirmaba:
    «No cabe duda alguna de que la voz de Juan de Zúñiga no pertenece a Manuel Machado y que el protagonista de la obra, como Don Antonio, representa los ideales y convicciones del régimen republicano que ascendió al poder en 1931 y fue luego derrotado en la guerra civil.»
    Juan de Zúñiga, el protagonista de nuestro drama, queda así convertido, por arte de birlibirloque, poco menos que en miliciano del Frente Popular.
    Sigue Manuel H. Guerra:
    «Parece increíble que Manuel Machado, que abiertamente favorecía la causa de Franco, tuviera el valor de llevar esta comedia al escenario y acercarse a las candilejas al levantarse el telón cuando terminó el segundo acto.»
    Sí, parecería increíble… si lo que afirma Guerra de Juan de Zúñiga tuviera algún viso de verdad. Y si la obra no fuese tan de Manuel como de Antonio. Pero Guerra insiste en los fenómenos increíbles:
    «Y a pesar del prólogo puesto por Manuel con el evidente propósito de informar a los censores y al público de que la obra se había escrito refieriéndose a otra guerra y en otra época [¿es que los censores no sabían leer?], también parece increíble que la censura no advirtiera el significado político que encerraba [claro, cómo lo iba a encontrar si no lo tenía], su partidismo [!!!] y su embarazadora similitud con el conflicto contemporáneo [!!!!!!].»
    Pero, para Manuel H. Guerra, la prueba definitiva, aunque él la llame «una prueba más», es que la obra se representó en 1952 ¡antes las autoridades republicanas en el exilio!:
    «Una prueba más del sentido político de esta obra es que fue llevada a la escena en México por Cipriano Rivas Cherif en 1952 (Rivas Cherif fue prisionero político varios años). La obra se representó ante el presidente del Gobierno español en el exilio y otros funcionarios, en honor y homenaje al poeta Antonio Machado.»
    Así, pues, se trataba de, una vez más, distinguir entre Manuel y Antonio, así como de utilizar torcidamente las supuestas intenciones de uno y de otro, repartiendo los papeles a conveniencia. Al fondo, la idea de que los frentepopulistas (eufemísticamente llamados «republicanos») eran bienintencionados pacifistas franciscanos al paso que los alzados el dieciocho de julio eran fieros belicistas ávidos de comerse los niños crudos. Un maniqueísmo simplista que no se compadece con los hechos históricos de todos conocidos.
    Últimamente, Rosa Sanmartín ha buscado y localizado el texto entregado por Manuel a la censura para su representación. En su artículo sobre la cuestión vuelve Sanmartín a la tesis de la atribución original a Antonio Machado, si bien concediéndole a Manuel la inclusión de algún fragmento de su caletre. Sostiene Sanmartín, que «la versión dada a Censura era originariamente de Antonio Machado y que su hermano Manuel había incluido su firma para que el último escrito de su hermano, ya muerto en el exilio, pudiese llevarse a escena.» Pero justamente debía de ser al contrario, porque un año antes había publicado Dionisio Ridruejo en la revista Escorial su mot d’ordre «El poeta rescatado», y lo que interesaba en aquel momento al Régimen —o a ciertos sectores del mismo— era precisamente la firma de Antonio, no la de Manuel, ya habitual en la prensa del momento (y del Movimiento).
    Para esta atribución casi en exclusiva a Antonio, así como para la datación en dos momentos, 1928 y 1935, se basa Sanmartín en la descripción de lo que ella denomina manuscrito, cuando es en realidad un mecanoscrito, probablemente mecanografiado por algún secretario o escribiente. El texto fue entregado en dos cuadernos, el primero con los dos primeros actos, y el segundo con los dos siguientes. En el primer cuaderno, después del título, se escribe a máquina «comedia en dos actos», pero el «dos» aparece tachado y, a mano, corregido «cuatro». A continuación aparece, también mecanografiado, «Original de: Antonio Machado», pero a mano se escribe, antes del nombre de Antonio, «Manuel y» (y esto último ocurre en el segundo cuaderno, donde también el nombre de Manuel aparece escrito a mano). Otra cosa llama la atención de Sanmartín: que al final del segundo acto, o sea, del primer cuadernillo, figura la palabra «FIN», lo que confirmaría «que hasta aquí había llegado el primer proyecto teatral de Antonio Machado», es decir, el de 1928. No es desde luego el método habitual de los autores, que siempre escribieron sus obras teatrales mancomunadamente y de principio a fin. ¿Por qué esta obra iba a ser la excepción?
    Todos estos detalles del mecanoscrito (que no manuscrito) pueden tener una explicación más sencilla: errores del mecanógrafo que luego subsanó Manuel. Por lo demás no es coherente un tan largo proceso en la escritura dramática. La escritura de una novela puede dilatarse largos años, pero una obra de teatro suele escribirse más o menos de golpe, por la misma naturaleza de lo dramático.
    En resumen, nosotros no encontramos ningún motivo para que Manuel falsease la fecha de composición del drama. El hombre que murió en la guerra nada tiene que ver con la guerra civil española… a no ser porque se trata de la guerra, en cuyo caso podría relacionarse con la guerra franco-prusiana, o la de Crimea, o la de los Treinta Años… o, en efecto, con cualquier otra guerra pasada, presente o futura.
    A pesar de que España conservó la neutralidad, la Gran Guerra tuvo importante repercusión en el país. Los españoles se dividieron en germánofilos y aliadófilos, que se enfrentaron a veces acaloradamente. A pesar de la neutralidad oficial, hubo muchos combatientes españoles, naturalmente voluntarios. Según Jean Marc Delaunay, «más de 15.000 españoles, principalmente catalanes y aragoneses, se alistaron en el ejército galo.»
    Los Machado figuraron en el bando aliadófilo. Antonio publicó en 1916 un artículo titulado «España y la guerra» , donde se muestra claramente partidario de la victoria de Francia. Pero fue Manuel quien más activo se mostró en este aspecto y quien más escribió de la guerra en sus colaboraciones periodísticas. Recién acabada la contienda, y por invitación del Ministerio de la Guerra francés, visitó los frentes y ciudades del Norte, estancia de la que daría cuenta en sus crónicas periodísticas para El Liberal. La impresión que le causó la visión de las ciudades destruidas influirá decisivamente en el propósito de escribir El hombre que murió en la guerra. «Hay que mirar, sí. Y los ojos que mirasen esto no se limpiarán nunca de la visión terrible», escribió en una de sus crónicas.

    Pero basta de preliminares, y vamos al texto. Un texto que, como es habitual en el teatro de los Machado, ha sido mal entendido cuando no completamente distorsionado. Cierto que ha recibido algún encendido, y aislado, elogio, como el de Eusebio García Luengo, para quien «El hombre que murió en la guerra es de las comedias más profundas que se hayan escrito en España en lo que va de siglo», añadiendo poco después que «es una de esas obras densas, vueltas hacia adentro, que al público maleado suelen aburrir porque carecen de todos los efectismos y de todos los trucos de que se suele componer el llamado “teatro teatral”.»
    Sin embargo, en 2006, a Ian Gibson le parece que «la obra es harto banal, de trama inverosímil e inconsecuente (no convence el truco del soldado aristócrata que vuelve a casa, con otro nombre, diez años después de la Gran Guerra de 1914-1918). Quizás su mayor interés estriba en el hecho de estar escrita en prosa.»
    Ante opiniones tan dispares, ¿qué es lo que realmente ocurre en la obra? Es lo que vamos a ver a continuación.
    Estamos en el día veinticinco de marzo de 1928, décimo aniversario de la muerte en campaña del joven Juan de Zúñiga, soldado voluntario en la Gran Guerra, e hijo natural de don Andrés de Zúñiga, marqués de Castellar y Pozo Blanco, y en cuya casa estamos, adornada de «muebles lujosos y antiguos». Don Andrés, como otros personajes machadianos (Julián Valcárcel, Juan de Mañara, Alberto, el propio Salvador Montoya…), arrastra un pasado de donjuanismo, un pasado desorden erótico que pesará lo suyo en el presente. Andrés mismo habla, ya arrepentido, de su «salvaje egoísmo». Su hijo, Juan, no lo es de su esposa, Berta, con quien no ha tenido descendencia, sino de un amorío anterior con una tal Julia. El niño nació «pocos días antes de nuestra boda», pero Berta no lo supo entonces. Si lo hubiera sabido, ¿se hubiera casado con Andrés? Ella misma lo dice:
    «No me hubiera casado con el hombre que tenía otra mujer y un hijo de esa otra mujer. Aun queriéndote como te he querido siempre, mi religión me mandaba en ese momento señalarte el deber de casarte con ella, para no vivir en pecado mortal. Y mi dignidad, Andrés, me impedía en todo caso cerrar los ojos a todo eso para ser la marquesa del Castellar y de Pozo Blanco. No, lealmente, no.»
    Pero ni siquiera muerta Julia, poco después de la boda, le ha confesado Andrés a su esposa la existencia de ese hijo natural. ¿Por qué no lo hizo?
    «Cobardía y egoísmo. Tuve miedo de tu disgusto. Te quería demasiado. Y temía perder tu cariño. No sabía cómo convencerte de que yo no había querido nunca a Julia. Aquel niño no era siquiera el hijo del amor, sino la consecuencia inoportuna de un devaneo sin la menor raíz sentimental.»
    Así, pues, Juan de Zúñiga, no sólo no fue un «hijo del amor», sino que fue visto por su padre como «la consecuencia inoportuna de un devaneo sin la menor raíz sentimental.» (luego sabremos que este devaneo no fue ni mucho menos el único, lo que acaba de perfilar su pasado donjuanesco) . No es extraño por tanto que Andrés lo ocultase y lo abandonase: «Materialmente, económicamente sobre todo, no, claro está… Pero cordialmente, sí. No le faltó nada por entonces, nada… más que su padre…» En realidad, Andrés no conoció apenas a su hijo: con dos meses lo dejó en un cortijo de su propiedad, en Andalucía, en Guadix concretamente, lo suficientemente lejos de Madrid. En el cortijo lo crió a sus pechos el ama Juliana, que vino a hacer de madre para él. Luego Andrés lo llevó, con siete años, a un colegio en Inglaterra (nuevo alejamiento) y ya no volvió a verlo (se entiende que nunca lo visitó ni permitió que Juan volviese a España de vacaciones) porque a los quince años el muchacho se escapó del colegio para llevar una vida errante y aventurera.
    Pero Andrés y Berta no han podido tener hijos. Y al cabo, cuando se convence de que no los tendrá con Berta, Andrés se acuerda de su olvidado hijo natural y quiere reconocerlo ahora (el paralelismo con el Julianillo de Desdichas de la fortuna es evidente): «Entonces fue cuando mis ojos se volvieron hacia mi hijo, hacia aquel niño que yo tenía casi abandonado. Al cabo era mi hijo, llevaba mi sangre…» Consigue Andrés dar con el paradero de su hijo, que está… en las trincheras, peleando en el ejército francés. Le escribe cartas… viaja al frente, pero no le dejan llegar a la primera línea y ha de volverse sin conseguir ver a Juan. Más tarde, llegaría la noticia de su muerte en combate. Hoy, veinticinco de marzo de 1928, se cumplen los diez años de la muerte de Juan «en el asalto de una trinchera alemana en las cercanías de Lens», donde «fue sepultado allí mismo, mientras la batalla continuaba aún por varios días, y un diluvio de obuses y metralla laboraba la tierra que le servía de lecho, a él y otros muchos valientes de la legión española.»
    Con este motivo, como cada año, va a celebrarse en la capilla privada de los marqueses del Castellar una sencilla misa a la que ya no acuden, aparte del matrimonio, más que el ama Juliana y la prima de Juan, Guadalupe, dos mujeres que amaban al caído, aunque por muy distintos motivos. El amor de Juliana es maternal, puesto que lo ha criado desde niño; el de Guadalupe, el de la novia que en realidad nunca fue.
    El sentimiento que domina a todos es el de la melancolía. Sobre todo, en Andrés y Berta, que pusieron toda su esperanza en un hijo desconocido… que se les murió en la guerra. Un hijo al que no dejan de recordar: «Solos, ahora —dice Andrés—, de vuelta en la vida, uno frente a otro, somos como dos espejos fatigados, a los que el azogue se les va poco a poco. Con qué gusto, con qué alegría, ¿verdad?, nos miraríamos ambos en el limpio cristal de unos ojos adolescentes…»
    Claro que Berta le recuerda a Andrés que Juan tendría ahora cerca de los treinta.
    De esa edad más o menos es el caballero (aunque él niega ser un caballero: «Los caballeros no salen del hospicio. Bunea persona, y nada más…») que ahora acude a casa de los marqueses del Castellar, que dice llamarse Miguel de la Cruz, éxposito, sin padres conocidos, y que se presenta a don Andrés como «superviviente de la guerra mundial y compañero de armas de Juan de Zúñiga, su difunto hijo». De él viene a traerle un encargo, hecho cuando no pensaba en la muerte, y que no es otro que abrazarle en su nombre y traerle un retrato.
    Antes de hacerlo, le cuenta a don Andrés que Juan, antes de morir, le propuso trocar sus identidades, pero que él, Miguel, no lo aceptó. Poco después de caer herido mortalmente en el asalto, Juan le insistió: «Si quieres ser marqués, Miguel… nada más fácil». Pero Miguel de la Cruz sólo tomó los retratos, el de Guadalupe, que reenvió por correo, y el del propio Juan, vestido de soldado, que es el que viene a entregar hoy.
    Cuando don Andrés toma el retrato en sus manos y «lo contempla largo rato en silencio» parece quedar un poco extrañado… Pero Miguel se encarga de sugestionarlo: «Ese retrato no da idea… La frente, lo más noble de Juan, casi la tapa el casco. Sin embargo, esos ojos». A lo que don Andrés responde: «Sí, sí, estos ojos… ¡Era un Zúñiga mi pobre hijo! Entre que no lo ha visto desde los siete años, y la autosugestión que le facilita Miguel, don Andrés queda convencido de que aquel retrato es el de su hijo, que murió en la guerra.
    La verdad, claro está, es exactamente la contraria: quien se presenta como Miguel de la Cruz es, en realidad, Juan de Zúñiga, y quien murió en las trincheras fue el pobre hospiciano.
    Pero, ¿por qué ha suplantado Juan la identidad de Miguel de la Cruz, el hijo de padres desconocidos, cuando sabía ya que su padre le reconocía como legítimo hijo y, por lo tanto, como su único heredero, «el último vástago de una estirpe ilustre»? ¿Por qué renuncia a una vida confortable y plácida, rodeada de lujos y brillos sociales, por qué renuncia a la vida de aristócrata? ¿Por qué renunciará incluso al amor de Guadalupe, la Penélope que lo ha esperado, y así a la creación de un hogar propio? Los los dos últimos actos de la obra constituyen la explicación a estas preguntas.
    En los actos tercero y cuarto la acción se remansa, por no decir que desaparece: a través de una serie de diálogos entre Miguel de la Cruz con don Andrés y con Guadalupe, fundamentalmente, vamos conociendo el pensamiento de este hombre nuevo, y con nombre nuevo, que es ahora Juan de Zúñiga.
    La experiencia de la guerra es lo que lo ha transformado. El choque con lo absurdo de la misma, el encuentro cara a cara con la muerte, azarosa e igualitaria: «la lección de las guerra, la de sus mil bocas de fuego, vomitando metralla sobre nosotros, era la misma para todos». La vida de soldado —aristócrata u hospiciano, es lo mismo— «cuya misión es matar, sin saber a quién, y esperar la muerte, sin saber de quién viene.»
    El cambio que la guerra opera en Juan se despliega en varios planos. En primer lugar, implica una autocrítica con respecto a su propio pasado, un repudio de su vida anterior:
    «Juan era un Zúñiga, un hombre de raza, tenía su orgullo… Sí, en el fondo, era soberbio, con la soberbia rebelde de los bastardos, aristocracia resentida, descontento siempre de su destino. Acaso el error del señor marqués fue pensar que podía hacer la felicidad de su hijo, quitándole todo motivo de descontento. Porque un descontento no se contenta nunca.»
    Como le explica a su prima:
    «Juan no quiso nunca a nadie. No era bueno, Guadalupe. ¡Ah! Y él lo sabía. Se odiaba, se despreciaba a sí mismo; por eso quiso cambiarse por mí. ¡Claro! El que se estima no se cambia por nadie. Era un suicidio, un suicidio mutuo lo que él me proponía.»
    Soberbia, resentimiento… insatisfacción con todo, con todos, consigo mismo. Por eso, tras el cambio, tiene que acudir a la casa del padre, para reconciliarse de algún modo con él, para dejar atrás el resentimiento por la bastardía y por el abandono durante tantos años.
    Pero si ha cambiado el hombre, justo es que cambie el nombre. Como don Alonso Quijano se transforma en Don Quijote de la Mancha, y como los que entran en religión adoptan un nuevo nombre que prescinde de apellidos, Juan de Zúñiga se transforma en Miguel de la Cruz, que es un nombre parlante con dos sentidos, literal uno y simbólico el otro. Es el nombre de un hospiciano, como lo era en efecto el Miguel de la Cruz muerto en el frente, pero es aquí también un nombre cargado de simbolismo. Miguel es el nombre de un arcángel, y por tanto de un mensajero de Dios, y se le tiene por jefe de los ejércitos… celestiales. Y lo que este Miguel se dispone a anunciar es, en efecto, la Cruz del Cristo. Sin ambages. El evangelio que se dispone a anunciar Miguel de la Cruz —ex Juan de Zúñiga— no es otro que el Evangelio.
    La crítica ha hablado del igualitarismo como último mensaje de esta obra. De pacifismo. Y, en efecto, así es, siempre y cuando se matice. No se trata de ese «falso humanitarismo dulzón» que ya rechazó Manuel Machado en su crítica de la obra de Rostand El hombre que yo maté. No se trata tampoco de ninguna solución política o económica. Se trata de algo interior y exterior al mismo tiempo. Se trata de «la verdad, la verdad humana» (exterior) y de la «sinceridad» (interior).
    Cuando, en la escena primera del acto cuarto, don Andrés le propone a Miguel que escriba un himno al trabajo, éste rechaza la propuesta: «Los trabajadores tienen hoy el humor un poco avinagrado, don Andrés, y no están para himnos. De los parados no hay que hablar. Además, los himnos al trabajo suelen ser medianos. El mío no sería mejor, porque no me entusiasma el tema.»
    Y como don Andrés insiste («En el mundo nuevo que Juan y usted veían en la trinchera, el trabajo debe serlo todo»), su hijo le responde: «En ese mundo nuevo, lo más importante es la verdad, por cruda que sea, lo que suele llamarse sinceridad.» La solución no está en ninguna ideología, sea el laboralismo o sea el comunismo (que explícitamente es definido como el «apocalíptico anticristo» situado en Rusia), tampoco en la política («… ni a Juan ni a mí nos tiraba la tribuna») sino en la verdad humana.
    ¿Igualitarismo? Si, pero sólo en cuanto somos todos hijos del mismo Padre, nada más y tampoco nada menos, tanto el joven aristócrata como el pobre hospiciano:
    «Si Cristo vuelve y nos habla otra vez —le dice Miguel a Guadalupe en la escena VIII del acto III—, sus palabras serán apróximadamente las mismas: “Acordaos de que sois hijos de Dios, que por parte de padre sois alguien, niños”. Traducido al lenguaje profano: “Nadie es más que nadie”. Porque, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre.»
    Esta última frase la repite Antonio en su Juan de Mairena y en algún escrito de los años de la guerra. Pero observemos que son el corolario de una premisa que no puede obviarse. Como dice el propio Miguel de la Cruz, «traducido al lenguaje profano». No sería justo ni honrado olvidar cuál es el original de esta traducción.
    El mensaje de Miguel queda claro: su predicación es la de «los hijos de nadie», porque sólo quieren serlo de Dios. Es preciso superar el eros egoísta y genesíaco y asumir con todas sus consecuencias la fraternidad universal de los hijos de Dios:
    «Fueron también los hijos de nadie los que siguieron al Cristo, los que entendieron sus palabras fraternas, los que supieron del Padre que no era ya el bíblico semental humano, sino el padre de todos.»
    Es la locura de Cristo, la locura del Evangelio, y, por supuesto, como ya sabemos, esta locura «no es la primera vez que aparece en el mundo», clara alusión a la Encarnación. Permanece aquí, pese a todo, y tiene futuro: «Piensa, Guadalupe, en lo que puede ser mañana esta locura de hoy.»
    Y es locura, no utopía. Porque no es algo que debamos alcanzar, sino que hemos alcanzado ya, es decir, que podemos alcanzar en cuanto podamos. Aunque eso cueste algún sacrificio. El propio Miguel de la Cruz debe hacerlo: sacrificio, renunciación. Por eso también ha vuelto a la casa de su padre. Para renunciar. Para rematar a Juan de Zúñiga, el hombre viejo. Lo ve muy bien Guadalupe: «Y a matarlo en ti, o mejor, a averiguar si estaba bien muerto ese hombre tuyo “que murió en la guerra”, para seguir tu camino sin miedo a que resucitase.»
    Pero El hombre que murió en la guerra no es un sermón parroquial, sino una obra de teatro, por cierto muy bien urdida. La leve intriga amorosa entre Guadalupe y Miguel se recupera al final, un final necesariamente abierto. Un final que permitiría lo que Manuel llamó en su prólogo de 1947 la «posvida escénica» de Juan de Zúñiga:
    «Cabe pensar que, ante las perspectivas del monstruoso suicidio de la Humanidad que sería una tercera guerra, nuestro protagonista se haya refugiado en los únicos elementos de vida que se le ofrecen: el amor, el matrimonio… O que, considerando a los hombres —al parecer ya más estultos que malvados—, no como portadores de valores eternos, sino como reos impenitentes de eternos delitos y locuras, en lugar de buscar la solución a tantos males en la inteligencia y en la justicia terrenas, la encuentre en el sometimiento consciente, ferviente y humilde a la voluntad divina… haciéndose cartujo.»
    Casado o cartujo, el pensamiento de Miguel de la Cruz, o de Juan de Zúñiga, criatura dramática de Manuel y Antonio, quedaba claro. Para quien sepa ver, para quien sepa escuchar. Como se preguntaba el propio Miguel (acto IV, escena IV): «¿por qué es tan duro el corazón del hombre?»

    NOTAS

    Capítulo del libro La obra común de Manuel y Antonio Machado, que aparacerá próximamente en la Editorial Renacimiento de Sevilla.
    Rafael ALARCÓN SIERRA, «El hombre que murió en la guerra, El hombre que yo maté de Rostand y Lubitsch y los intertextos de Manuel Machado», Revista de Literatura , vol. XLVIII, núm. 136 (2006), pp. 569-593.
    Las primeras palabras de la «Advertencia-Prólogo» dicen así: «Antes de levantar el telón el público debe saber que esta comedia, cuya acción discurre en 1928 —diez años después de la primera Gran Guerra— fue escrita en esa misma época.» Alarcón Sierra subraya que dice época y no año, y cree que «esos “trece años después de escrita” se apoyan en el “1928” inicial de una manera puramente mecánica.» Nosotros no acertamos a ver la necesidad de esta mecánica.
    Domingo YNDURÁIN, «En el teatro de los Machado», en VV. AA., Curso en homenaje a Antonio Machado, Salamanca, Universidad, 1977, p. 310.
    José Luis CANO, Antonio Machado, Barcelona, Destinolibro, 1982, pp. 224-225.
    Marina VILLALBA ÁLVAREZ, «Los valores eternos de la España fascista reflejados en El hombre que murió en la guerra, comedia de Manuel y Antonio Machado», AMH, p. 217.
    También Manuel atribuía el no estreno a la falta de galanes, pues en abril de 1936 declara a Pablo Suero que nadie estrena su drama, que es «obra de aliento y de actualidad», porque «aquí no hay más que compañías de actriz. Y nuestra obra requiere un actor galán» (vid. Rafael ALARCÓN SIERRA, art. cit., p. 574).
    Sobre la adhesión de Manuel Machado a la causa de Franco, es indispensable leer el libro de Miguel D’Ors
    «España y la Primera Guerra Mundial: España trabajó por la victoria», Historia 16, núm. 63 (1981), pp. 38-43.
    PD, pp. 403-411. Sin embargo, en una nota de Los Complementarios, «Desorientación», fechada en Segovia en 1919, escribe: «En primer término, la guerra fue perdida por Alemania. Alemania era la síntesis de Europa. Esperamos que la reducción de Alemania a un despotismo oriental, es ya una inepta e innecesaria simplificación que nadie se atreverá hoy a tomar en serio.»
    Eusebio GARCÍA LUENGO, «Notas sobre la obra dramática de los Machado», Cuadernos Hispanoamericanos, XI-XII (1949), pp. 667-676.
    Ian GIBSON, op. cit., p. 524.
    Cfr. Acto IV, escena primera.
    Es curioso que los aristócratas se dejan embaucar por el retrato; en cambio, los personajes populares, como el criado Pedro o el ama Juana, no. Pedro, nada más ver el retrato, afirma tajante: «Éste no era el señorito Juan». En cambio, doña Berta hasta le encuentra parecido: «Enteramente a la madre.» Guadalupe, en una posición intermedia, sospecha desde el principio, pero no lo «sabe» hasta el final.
    Esta «soberbia rebelde de los bastardos, aristocracia resentida, descontento siempre de su destino», nos lleva a pensar en otro bastardo, el Julianillo Valcárcel de Desdichas de la fortuna.
    De la guerra dice Miguel de la Cruz que «Acaso nunca llegue a evitarse» (Acto II, escena IV).
    Cfr. R. ALARCÓN SIERRA, art. cit.
    En el Juan de Mairena se nombra al Cristo como «un hijo de nadie» (ed. cit., I, p. 153).

    «Introducción» a Cuentos de la Gran Guerra (Alpha Decay, 2008)

    Juan Gabriel López Guix
    Universitat Autònoma de Barcelona

    48Según el historiador británico Eric Hobsbawm, la Gran Guerra —como se la llamó en un principio— marcó el inicio de la «época de los extremos», un siglo XX «corto» (1914-1991) en el que el fascismo, el comunismo y la democracia liberal lucharon por establecer una hegemonía mundial y que ha visto el fin de la supremacía europea sobre el planeta. Los historiadores han debatido largamente sobre las cuestiones de la continuidad y el cambio asociados con la guerra, sobre si cambió o no de modo fundamental el mundo y, en especial, Europa. En realidad, los cambios trascendentales (económicos, sociales, artísticos) que se hicieron plenamente visibles tras el conflicto se iniciaron con anterioridad. En la década previa, las obras de Kandinski en los primeros años del siglo, Las señoritas de Aviñón (1907) de Picasso, el Cuarteto de cuerda nº 2 de Schönberg (1908), el Manifiesto futurista de Marinetti (1909) en el terreno artístico, por ejemplo, pero de modo más general el desarrollo de la modernidad a partir del último cuarto del siglo XIX (el legado de Marx y Darwin; las obras de Freud o Nietzsche, Baudelaire o Mallarmé, Cézanne o Munch, Planck o Einstein) ponen de manifiesto que la dinámica de cambio estaba ya en marcha desde mucho tiempo antes. En el caso del Reino Unido, se ha sostenido que la guerra sirvió para contener, atenuar y retrasar algunos movimientos y dinámicas sociales patentes ya en los años prebélicos: las luchas obreras, las reivindicaciones irlandesas o las reclamaciones relacionadas con el sufragio femenino y el rol de las mujeres en la sociedad.

    En cualquier caso, es indudable que la contienda supuso un hito en la historia del siglo XX y que su sombra se proyectó sobre todo el siglo. Los acuerdos alcanzados tras el armisticio del 11 de noviembre de 1918 plantaron las semillas que darían lugar a la Segunda Guerra Mundial y trazaron en el mapa del mundo unas nuevas fronteras que seguirían sangrando en las postrimerías del siglo XX: los Balcanes, Irlanda del Norte, Palestina, el Líbano, Iraq. Casi un siglo después, la Gran Guerra no ha dejado de ser un acontecimiento vivo: los campos de batalla, las trincheras y los cementerios de guerra en Francia son, aún hoy, escenarios de constante peregrinación; en los países que formaron parte del bando aliado, se guardan todos los años minutos de silencio el 11 de noviembre a las once de la mañana y se lucen amapolas en recuerdo de los caídos en la guerra. La amapola —asociada en la época clásica con el olvido puesto que crecía en las riberas del río Leto, que los muertos debían atravesar para llegar al Hades— se reconvirtió a partir de la década de 1920 en emblema del recuerdo de la destrucción, el dolor y los muertos causados por la guerra gracias a un poema del médico militar canadiense John McCrae, «En los campos de Flandes» (1915). Se trata de un símbolo en el que apropiadamente se funden las armas y las letras. El poema de McCrae, muerto en 1918, es el siguiente:

    En los campos de Flandes hay amapolas
    creciendo entre las cruces que, una tras otra,
    indican nuestro sitio; y por el cielo,

    las bravas alondras cantan en su vuelo,
    aunque apenas se oyen entre las bombas.

    Somos los muertos. Hace poco, la aurora
    y la tarde sentíamos, vivos, y ahora,
    amantes y amados, inertes yacemos
    en los campos de Flandes.

    ¡Contra el enemigo la lucha retoma!
    ¡Con manos que caen lanzamos la antorcha;
    álzala bien alto y con firme empeño!

    Si incumples tu voto con quienes caemos
    jamás dormiremos, aunque haya amapolas
    en los campos de Flandes.

    Como en todo conflicto bélico, la Gran Guerra no sólo generó la habitual «cosecha roja» de devastación —habitual, pero extraordinaria hasta ese momento por su magnitud: unos nueve millones de soldados muertos, más una cifra similar de civiles—, sino que generó también una abundante y variada producción literaria. Son conocidas las novelas u obras más o menos biográficas de multitud de autores procedentes de los diversos bandos combatientes. Entre otras, Por encima de las pasiones (1915) de Romain Rolland, El fuego de Henri Barbusse (1916), Tres soldados de John Dos Passos (1920), Tempestades de acero de Ernst Jünger (1920), Sin novedad en el frente de Eric Maria Remarque (1929), Adiós a las armas de Ernest Hemingway (1929), Adiós a todo eso de Robert Graves (1929), La muerte de un héroe de Richard Aldington (1929), Johnny cogió su fusil de Dalton Trumbo (1939). En el campo de la poesía, acuden a la mente con facilidad Guillaume Apollinaire, Giuseppe Ungaretti Georg Trakl, Gottfried Benn, August Stramm, Rupert Brooke, Wilfred Owen o Sigfried Sassoon. Sin embargo, menos conocida quizá sea la producción cuentística surgida de la guerra, si bien fueron muchos y muy reconocidos los autores que utilizaron como medio de expresión ese género; un género, por otra parte, que encontró en periódicos y revistas, algunos de circulación internacional, medio muy adecuado para su crecimiento. La mitad de los cuentos aquí recopilados aparecieron originalmente en publicaciones periódicas.

    De la producción cuentística surgida de ese conflicto civil europeo que fue la Gran Guerra, es una pequeña muestra —doblemente pequeña: por la circunscripción idiomática y la limitación del espacio— la presente selección de veinte relatos publicados en inglés a lo largo de los veinte años posteriores al inicio del conflicto. Uno de sus objetivos ha sido aunar la variedad de procedencias con la variedad de sensibilidades y vivencias, en una gama que va desde el proselitismo al servicio de los intereses del Estado hasta el exorcismo de unas experiencias personales devastadoras, desde la propaganda pública hasta la catarsis personal. Así, por un lado, se ha intentado presentar autores procedentes de diferentes países ligados al Imperio británico y ofrecer un panorama de lo que cabría denominar la trinchera literaria del inglés, con relatos de escritores de los países anglófonos que combatieron junto al Reino Unido y el resto de los aliados. Y, por otro, se recogen las producciones literarias de hombres y mujeres, participantes y no participantes, partidarios y detractores, con objeto de reflejar la multiplicidad de posturas y reacciones ante la guerra, con más o menos énfasis en lo ideológico, lo estético, lo social o lo moral.

    Nada más estallar la contienda y tras descubrir que Alemania y Austria-Hungría disponía de una oficina de prensa de guerra (para la austrohúngara trabajarían, entre otros, Hugo von Hofmannsthal, Robert Musil, Egon Schiele, Franz Werfel o Stefan Zweig), el gobierno británico nombró al periodista y político liberal Charles Masterman responsable de la Oficina de Propaganda de Guerra. La primera iniciativa de Masterman fue recurrir a los escritores, y el 2 de septiembre de 1914 se celebró una reunión a la que asistieron dos docenas de los literatos más famosos del momento. Los reunidos se juramentaron para trabajar en secreto en favor del esfuerzo de guerra. En la iniciativa —de cuya magnitud no se tuvo constancia hasta 1935— participaron William Archer, James M. Barrie, Arnold Bennett, John Buchan, Gilbert K. Chesterton, Arthur Conan Doyle, Thomas Hardy, Rudyard Kipling, Arnold Toynbee, Hugh Walpole, H. G. Wells y muchísimos otros hoy menos conocidos pero que en su momento gozaron de gran reputación. Dos de ellos, Kipling y Conan Doyle, están aquí representados.

    Algunos de los relatos reflexionan o contienen observaciones sobre el papel y la posición de las mujeres. La guerra supuso, además de sufrimiento personal, una ocasión colectiva para asumir nuevos roles, cuestionar las identidades asignadas, conquistar nuevas parcelas sociales y favorecer expectativas de cambio. Se crearon nuevos papeles; las mujeres se incorporaron al mercado laboral ocupando los puestos de trabajo que los hombres habían dejado vacantes: en fábricas, conduciendo tranvías o en el sector terciario; y contribuyeron poderosamente al esfuerzo bélico: en las fábricas de municiones, como enfermeras o conductoras de ambulancias. Hasta hace relativamente poco la identificación de la literatura de guerra con el relato de la experiencia del combate no había permitido tener en cuenta de modo suficiente esas voces femeninas. Los relatos de algunas autoras, aquí seleccionadas reflejan su particular experiencia del combate. Los cuentos de Lewis y Aldington reflejan, por su parte, la desestructuración personal de los soldados y también la ruptura de la identidad masculina. Aunque el final de la guerra no es el único factor explicativo (otro podría ser, por ejemplo, el miedo a una revolución proletaria), lo cierto es que las mujeres conquistaron el sufragio en Gran Bretaña, Alemania, Rusia, Austria, Países Bajos y Polonia en 1918, en Bélgica en 1919 y en Francia en 1945. Algo parecido se produjo en el terreno de las identidades nacionales. Por lo que respecta al Imperio británico, los casos más claros son Irlanda y la India: la mayor parte de Irlanda consiguió su independencia en 1922; la India tuvo que esperar una nueva guerra mundial. El relato de la bengalí Devi reflexiona con cierta ironía sobre esta cuestión.

    En términos literarios, los cuentos presentan también un pequeño abanico de posibilidades estilísticas. Algunos se ciñen a formas clásicas, mientras que otros presentan formas más novedosas. Al mismo tiempo, por el mero hecho de su yuxtaposición, proponen un curioso diálogo literario, permiten suscitar paralelismos y disonancias que pueden conducir a una lectura más compleja y enriquecedora.

    La presente recopilación nace de un trabajo de selección y búsqueda en diversas fuentes y versiones originales que, en cierto modo, comenzó con un trabajo anterior publicado también por Alpha Decay, los Cuentos completos de Saki. No ha sido una de las satisfacciones menores de esta investigación encontrar las primeras ediciones de unos cuentos que han trasladado a mi biblioteca la melancolía de unos años desgarradores y el asombro por las respuestas estéticas y formales a ese desasosiego. Los relatos se presentan ordenados por fecha de publicación, a pesar de que la composición de alguno sea anterior. La mayoría se publica aquí por primera vez en traducción española. Una parte de la selección se utilizó en dos cursos de iniciación a la traducción literaria que impartí en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona durante los cursos académicos 2005-2006 y 2006-2007. Los relatos sirvieron —tal fue al menos mi propósito— de iniciación a los dolorosos y maravillosos placeres de la traducción literaria; fueron utilizados como instrumento para el ejercicio de esa lectura de alta intensidad que es la traducción, suscitaron grandes debates y permitieron ensayar traducciones. Los participantes en la empresa, a quienes deseo agradecer su empeño y entusiasmo, fueron: en el 2006, Anna Castejón, Maddi Egía, Bernadette Konzett, Maialen Marín, Jorge Márquez, Gema Moraleda, Jesús Moreno, Marina Navarro, Natalia Oller, Ana Romero, Claudia Rühle, Leticia Tovar y Carolina Vidal; y en el 2007, Elvira Bikkinina, Adriana Milán, Paola López, Simona Mogoi, Jaione Ugalde y Lucrecia Velloso.

    Por último, desearía agradecer también la inestimable ayuda de Jacqueline Minett por sus comentarios iluminadores sobre diversos aspectos de los cuentos, así como la colaboración de dos lectoras de excepción, Soledad Galilea y Marietta Gargatagli, que leyeron distintas etapas del manuscrito y ofrecieron sugerencias que han mejorado la versión final.

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