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Julio Camba y la guerra

José Ignacio Gracia Noriega
Escritor

Este artículo apareció publicado en El Correo de Andalucía el 12 de septiembre de 1997. Se publica en Hallali con autorización del autor.

De 1914 a 1918, España se convirtió en un espectador de privilegio del espectáculo de la Gran Guerra. Y como suele ocurrir en estos casos, lo que aquí se produjo, ya que éste es un país de ellas, fue una auténtica guerra civil, por execpción incruenta. Los españoles, como quien contempla los toros desde barrera, tomaron partido, con pasión las más de las veces, por los dos bandos en pugna; esto es, hubo aliadófilos y germanófilos, siendo los primeros personas de mentalidad democrática y liberal, y, en fin, las minorías intelectuales, y los segundos, gentes de orden: tanto es así que, según relata José Pla en El cuaderno gris, al producirse la derrota del Kaiser, muchos creyeron, en su pueblo, que iban a instaurarse seguidamente el socialismo y el caos. Wenceslao Fernández Flórez describe este ambiente, de forma risueña, en su novela Los que no fuimos a la guerra. A fin de cuentas, España estaba en paz, las batallas eran verbales, y los campos de batalla, las tertulias de los cafés y los mapas, que se llenaban de alfileres con banderas. Todo el mundo se consideraba estratega, y todo el mundo daba su opinión, por disparatada que fuera, como es norma cuando se discute con viveza; también como es norma en esos casos, en España entró mucho dinero gracias a la contienda, pero no se aprovechó para nada útil ni duradero: se gastó en salvas. Al firmarse el armisticio, los partidarios del bando vencedor lo celebraron como si hubieran contribuído a la victoria de forma decisiva; y los que simpatizaban con los vencidos, ya se sabe, a disimular o a rumiar la derrota.

Los intelectuales españoles participaron en aquellas banderías, siendo más activos los aliadófilos, porque los aliados contaban con mejores servicios de propaganda y captación. Algunos de ellos (Ramón del Valle Inclán, Ramón Pérez de Ayala, Manuel Azaña, etc.), fueron invitados a visitar los frentes, y de paso recibieron otros halagos y compensaciones, aunque el más afortunado desde el punto de vista crematístico, resultó ser Vicente Blasco Ibáñez, quien, en el París sitiado, escribió las exageraciones de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, que más tarde sería adaptada al cinematógrafo. No menos entusiasta fue Valle-Inclán, quien, pane lucrando, se mostró grande defensor de las democracias, y hasta el caudillismo mejicano, pese a que su estilo, en exceso lírico en esta su vertiente bélica, no debió parecer atractivo a los productores de Hollywood. Ramón Pérez de Ayala, a su vez, visitó “punto por punto el frente de guerra italiano en la Gran Guerra Europea, invitado por el gobierno de Roma”, y de este viaje surgió el libro Hermann encadenado, que está dedicado, con vana y hueca retórica, “en memoria de las víctimas innominadas e innumerables que en las sedientas rocas del Carso y en las crestas esquivas de Cernia y Trentino derramaron la fértil sangre y dieron la vida por la redención de las fraternas tierras y por la liberatd civil del mundo”. A mí, los que visitan los frentes por gusto, aunque sea también por dinero, me recuerdan a quienes bajan a las minas, por curiosidad o demagogia, o a los señoritos que salen a la mar con los pescadores, con el propósito de practicar un deporte en lo mismo que otros trabajan penosamente. Yo imagino la sensación del soldado o del minero que ven entrar en la trinchera o en la mina a un señor bien vestido que va allí como quien hace turismo, pero que, sobre todo, puede abandonar lugares tan desagradables como peligrosos cuando le venga en gana: es una falta de respeto a los que, por fuerza, no les queda otro remedio que permanecer donde los visitantes van a mirar.
Julio Camba, en cambio, vivió la Gran Guerra de cerca en sus comienzos, dada su condición de corresponsal periodístico. Desde Alemania, donde se encontraba, tuvo que trasladarse a Suiza, país neutral desde el que escribió sus crónicas como ciudadano de otro país igualmente neutral, circunstancia que le permitió emitir juicios muy certeros sobre el neutralismo. Aquella guerra estaba tan generalizada, aunque no tanto como llegaría a estarlo la siguiente, que un país o un ciudadano que ostentaran la condición de neutrales, resultaban elementos exóticos. Estos neutrales no merecían buena opinión a los beligerantes, como años después no se la mereció la actitud española a un militar alemán durante la segunda guerra mundial, hecho recogido por Curzio Malaparte en Kaputt, así como la muy racial respuesta de Agustín de Foxá; de modo que William Faulkner escribe en Una fábula: “Los únicos que aceptarían a un general francés fracasado serían los hasta entonces tan libres de la guerra: los holandeses, que estaban alejados del curso normal de las invasiones alemanas, y los españoles, demasiado pobres incluso para realizar una excursión de dos días al frente, como hicieron los portugueses por la emoción y el cambio de escena; en cuyo caso –en el de los españoles- ni siquiera sería retribuído para arriesgar su vida y lo que quedaba de su reputación”. Otros, es cierto, no mantenían una actitud tan despectiva hacia los neutrales. Algunos de estos, por su parte, se planteaban qué provecho podían sacarle a su neutralidad. Entre ellos, Julio Camba, que se plantea esta cuestión en un artículo titulado precisamente “La neutralidad española”; o, mejor dicho, se la plantea a un interlocutor que le dice: “Esta neutralidad ustedes debieran organizarla como se organiza una guerra. Debieran ustedes hacerla valer diplomática e industrialmente. Una neutralidad consciente y activa, no esa neutralidad perezosa de no querer complicarse la vida y de no querer mezclarse en los destinos de Europa”. Casi lo mismo dice Antonio Machado en el poema “España en paz”:

¿Y bien? El mundo en guerra y en paz España sola.
Salud, ¡oh, buen Quijano! Por si este gesto es tuyo,
yo te saludo. ¡Salve! Salud, paz española,
si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.
Si eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes
en esa paz, valiente, la enmohecida espada,
para tenerla limpia, sin tacha, cuando empuñes
el arma de tu vieja panoplia arrinconada:
si pules y acicalas tus hierros para, un día,
vestir de luz, y erguida: heme aquí, pues, España,
en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía…

Pero ni el poeta ni el periodista fueron escuchados, y, con aquella neutralidad, otra ocasión se perdió para siempre.

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Los Machado y la Gran Guerra: análisis de El hombre que murió en la guerra (1928)

Enrique Baltanás
Universidad de Sevilla

    El análisis de El hombre que murió en la guerra requiere plantearse antes de todo tres cuestiones previas: la fecha de la escritura, las circunstancias de su estreno y la hipotética autoría en solitario de Antonio Machado. Esta última cuestión, defendida hasta hace bien poco por numerosos críticos, ha quedado definitivamente clarificada por Rafael Alarcón Sierra en un sólido artículo2 que ofrece pruebas irrefutables de la decisiva aportación de Manuel a la escritura del drama e incluso de su ideación primera. La obra se estrenó en el Teatro Español de Madrid el dieciocho de abril de 1941, y se publicó en la colección Austral, en Buenos Aires, en 1947, con
    un prólogo de Manuel… [leer artículo completo en PDF]

El análisis de El hombre que murió en la guerra requiere plantearse antes de todo tres cuestiones previas: la fecha de la escritura, las circunstancias de su estreno y la hipotética autoría en solitario de Antonio Machado. Esta última cuestión, defendida hasta hace bien poco por numerosos críticos, ha quedado definitivamente clarificada por Rafael Alarcón Sierra en un sólido artículo que ofrece pruebas irrefutables de la decisiva aportación de Manuel a la escritura del drama e incluso de su ideación primera. La obra se estrenó en el Teatro Español de Madrid el dieciocho de abril de 1941, y se publicó en la colección Austral, en Buenos Aires, en 1947, con un prólogo de Manuel.
En dicho prólogo, Manuel afirma que la obra se estrenaba «trece años después de escrita», o sea, que, según un cálculo muy simple, se escribió en 1928, diez años después de terminada la I Guerra Mundial.
Pero, entonces, ¿por qué no se estrenó en su momento? En entrevista en La Voz de Madrid de uno de abril de 1935, a la pregunta de si preparaban algo de teatro, Antonio respondía: «Hemos terminado una comedia: El hombre que murió en la guerra. Necesitamos un gran galán para intérprete. Y ése es el problema: ya sabe usted cómo estamos de galanes.» Algunos han interpretado que ese «hemos terminado» equivale a un «acabamos de terminar». Fue Domingo Ynduráin el primero en sostener «que la fecha que da Manuel Machado es falsa y que esta obra es la última que escribieron los hermanos». Por lo visto, Manuel Machado mentía como hablaba. Ynduráin cree que es posterior al año 1932, pero José Luis Cano, por su parte, retrasa la conclusión de su escritura al mismo 1936. Otros críticos nos aseguran que, aunque la obra empezó a escribirse en 1928, no se concluyó hasta 1935.
Pero, ¿por qué hemos de creer que Manuel Machado mintió sobre la fecha de composición del drama? ¿O que no dijo toda la verdad? ¿Qué importancia o qué trascendencia puede tener esta cuestión?
Marina Villalba mantiene que «Manuel Machado alteró la fecha de composición, con el fin probablemente de evitar la identificación entre el contenido de la obra y el ambiente revolucionario de preguerra. Si se deseaba estrenar la comedia en la inmediata posguerra, se debía de antemano advertir a los censores y a los espectadores-lectores que se trataba de una obra no escrita en período prebélico.» Es posible que Manuel Machado quisiese dejar claro que la obra nada tenía que ver con la guerra civil del 36, pero no vemos por qué de ahí se deduzca que mintiera, falseando la fecha. ¿Por qué o para qué? Más bien se trata de un gesto de honradez: miren ustedes, esta obra que ahora se estrena, no les voy a engañar, lleva escrita trece años. Las palabras de Antonio no le desmienten. Lo que sí delatan es la cuquería —o la sabiduría— de un escritor que no quiere publicitar que un drama suyo escrito en 1928, siete años después aún no había conseguido que se estrenara. De ahí el «hemos acabado», que no falta a la verdad, pero que tampoco arrumba su drama al drama de los originales que no encuentran editor, en este caso compañía que los representase. Antonio achaca el que no se hubiera estrenado a la falta de galanes adecuados: «ya sabe usted cómo estamos de galanes». Podemos creerle (¿tan escaso estaba el teatro español de galanes?)… o podemos suponer que la obra no suscitó ningún interés en las compañías teatrales porque no confiaran en su éxito de taquilla. No podemos saberlo. Pero en todo caso las declaraciones de Antonio en 1935 no contradicen las de Manuel en 1947.
Quien sí las contradice es Joaquín Machado, quien, en carta a Manuel H. Guerra, le cuenta: «El hombre que murió en la guerra lo terminaron el año 1935, y ya por entonces tenían entre manos otra obra original, cuyo primer acto estaba terminado a principios del 36.» Pero este testimonio no es fiable, aparte de los años transcurridos (la carta es de 1953), porque Joaquín no conocía íntimamente el mundo de sus hermanos mayores. Por ejemplo, ni Joaquín ni José sabían de la relación entre Antonio y Pilar de Valderrama, de la que Manuel sí parece estar al tanto. En una carta de Antonio a Pilar, tras un frustrado encuentro en un teatro, le explica: «Como iba acompañado de mis hermanos Pepe y Joaquín, y además encontré allí, como siempre a muchos conocidos, sufrí doblemente buscándote con los ojos, para verte sin que nadie viera que te conocía.»
El intento de retrasar la fecha de escritura del drama a 1935, si es que no después, obedece al interés de los críticos por relacionar El hombre que murió en la guerra con la de 1936 y atribuirle una supuesta intención pacifista relacionada necesariamente con el republicanismo. Ya era así en el libro de Manuel H. Guerra, quien afirmaba:
«No cabe duda alguna de que la voz de Juan de Zúñiga no pertenece a Manuel Machado y que el protagonista de la obra, como Don Antonio, representa los ideales y convicciones del régimen republicano que ascendió al poder en 1931 y fue luego derrotado en la guerra civil.»
Juan de Zúñiga, el protagonista de nuestro drama, queda así convertido, por arte de birlibirloque, poco menos que en miliciano del Frente Popular.
Sigue Manuel H. Guerra:
«Parece increíble que Manuel Machado, que abiertamente favorecía la causa de Franco, tuviera el valor de llevar esta comedia al escenario y acercarse a las candilejas al levantarse el telón cuando terminó el segundo acto.»
Sí, parecería increíble… si lo que afirma Guerra de Juan de Zúñiga tuviera algún viso de verdad. Y si la obra no fuese tan de Manuel como de Antonio. Pero Guerra insiste en los fenómenos increíbles:
«Y a pesar del prólogo puesto por Manuel con el evidente propósito de informar a los censores y al público de que la obra se había escrito refieriéndose a otra guerra y en otra época [¿es que los censores no sabían leer?], también parece increíble que la censura no advirtiera el significado político que encerraba [claro, cómo lo iba a encontrar si no lo tenía], su partidismo [!!!] y su embarazadora similitud con el conflicto contemporáneo [!!!!!!].»
Pero, para Manuel H. Guerra, la prueba definitiva, aunque él la llame «una prueba más», es que la obra se representó en 1952 ¡antes las autoridades republicanas en el exilio!:
«Una prueba más del sentido político de esta obra es que fue llevada a la escena en México por Cipriano Rivas Cherif en 1952 (Rivas Cherif fue prisionero político varios años). La obra se representó ante el presidente del Gobierno español en el exilio y otros funcionarios, en honor y homenaje al poeta Antonio Machado.»
Así, pues, se trataba de, una vez más, distinguir entre Manuel y Antonio, así como de utilizar torcidamente las supuestas intenciones de uno y de otro, repartiendo los papeles a conveniencia. Al fondo, la idea de que los frentepopulistas (eufemísticamente llamados «republicanos») eran bienintencionados pacifistas franciscanos al paso que los alzados el dieciocho de julio eran fieros belicistas ávidos de comerse los niños crudos. Un maniqueísmo simplista que no se compadece con los hechos históricos de todos conocidos.
Últimamente, Rosa Sanmartín ha buscado y localizado el texto entregado por Manuel a la censura para su representación. En su artículo sobre la cuestión vuelve Sanmartín a la tesis de la atribución original a Antonio Machado, si bien concediéndole a Manuel la inclusión de algún fragmento de su caletre. Sostiene Sanmartín, que «la versión dada a Censura era originariamente de Antonio Machado y que su hermano Manuel había incluido su firma para que el último escrito de su hermano, ya muerto en el exilio, pudiese llevarse a escena.» Pero justamente debía de ser al contrario, porque un año antes había publicado Dionisio Ridruejo en la revista Escorial su mot d’ordre «El poeta rescatado», y lo que interesaba en aquel momento al Régimen —o a ciertos sectores del mismo— era precisamente la firma de Antonio, no la de Manuel, ya habitual en la prensa del momento (y del Movimiento).
Para esta atribución casi en exclusiva a Antonio, así como para la datación en dos momentos, 1928 y 1935, se basa Sanmartín en la descripción de lo que ella denomina manuscrito, cuando es en realidad un mecanoscrito, probablemente mecanografiado por algún secretario o escribiente. El texto fue entregado en dos cuadernos, el primero con los dos primeros actos, y el segundo con los dos siguientes. En el primer cuaderno, después del título, se escribe a máquina «comedia en dos actos», pero el «dos» aparece tachado y, a mano, corregido «cuatro». A continuación aparece, también mecanografiado, «Original de: Antonio Machado», pero a mano se escribe, antes del nombre de Antonio, «Manuel y» (y esto último ocurre en el segundo cuaderno, donde también el nombre de Manuel aparece escrito a mano). Otra cosa llama la atención de Sanmartín: que al final del segundo acto, o sea, del primer cuadernillo, figura la palabra «FIN», lo que confirmaría «que hasta aquí había llegado el primer proyecto teatral de Antonio Machado», es decir, el de 1928. No es desde luego el método habitual de los autores, que siempre escribieron sus obras teatrales mancomunadamente y de principio a fin. ¿Por qué esta obra iba a ser la excepción?
Todos estos detalles del mecanoscrito (que no manuscrito) pueden tener una explicación más sencilla: errores del mecanógrafo que luego subsanó Manuel. Por lo demás no es coherente un tan largo proceso en la escritura dramática. La escritura de una novela puede dilatarse largos años, pero una obra de teatro suele escribirse más o menos de golpe, por la misma naturaleza de lo dramático.
En resumen, nosotros no encontramos ningún motivo para que Manuel falsease la fecha de composición del drama. El hombre que murió en la guerra nada tiene que ver con la guerra civil española… a no ser porque se trata de la guerra, en cuyo caso podría relacionarse con la guerra franco-prusiana, o la de Crimea, o la de los Treinta Años… o, en efecto, con cualquier otra guerra pasada, presente o futura.
A pesar de que España conservó la neutralidad, la Gran Guerra tuvo importante repercusión en el país. Los españoles se dividieron en germánofilos y aliadófilos, que se enfrentaron a veces acaloradamente. A pesar de la neutralidad oficial, hubo muchos combatientes españoles, naturalmente voluntarios. Según Jean Marc Delaunay, «más de 15.000 españoles, principalmente catalanes y aragoneses, se alistaron en el ejército galo.»
Los Machado figuraron en el bando aliadófilo. Antonio publicó en 1916 un artículo titulado «España y la guerra» , donde se muestra claramente partidario de la victoria de Francia. Pero fue Manuel quien más activo se mostró en este aspecto y quien más escribió de la guerra en sus colaboraciones periodísticas. Recién acabada la contienda, y por invitación del Ministerio de la Guerra francés, visitó los frentes y ciudades del Norte, estancia de la que daría cuenta en sus crónicas periodísticas para El Liberal. La impresión que le causó la visión de las ciudades destruidas influirá decisivamente en el propósito de escribir El hombre que murió en la guerra. «Hay que mirar, sí. Y los ojos que mirasen esto no se limpiarán nunca de la visión terrible», escribió en una de sus crónicas.

Pero basta de preliminares, y vamos al texto. Un texto que, como es habitual en el teatro de los Machado, ha sido mal entendido cuando no completamente distorsionado. Cierto que ha recibido algún encendido, y aislado, elogio, como el de Eusebio García Luengo, para quien «El hombre que murió en la guerra es de las comedias más profundas que se hayan escrito en España en lo que va de siglo», añadiendo poco después que «es una de esas obras densas, vueltas hacia adentro, que al público maleado suelen aburrir porque carecen de todos los efectismos y de todos los trucos de que se suele componer el llamado “teatro teatral”.»
Sin embargo, en 2006, a Ian Gibson le parece que «la obra es harto banal, de trama inverosímil e inconsecuente (no convence el truco del soldado aristócrata que vuelve a casa, con otro nombre, diez años después de la Gran Guerra de 1914-1918). Quizás su mayor interés estriba en el hecho de estar escrita en prosa.»
Ante opiniones tan dispares, ¿qué es lo que realmente ocurre en la obra? Es lo que vamos a ver a continuación.
Estamos en el día veinticinco de marzo de 1928, décimo aniversario de la muerte en campaña del joven Juan de Zúñiga, soldado voluntario en la Gran Guerra, e hijo natural de don Andrés de Zúñiga, marqués de Castellar y Pozo Blanco, y en cuya casa estamos, adornada de «muebles lujosos y antiguos». Don Andrés, como otros personajes machadianos (Julián Valcárcel, Juan de Mañara, Alberto, el propio Salvador Montoya…), arrastra un pasado de donjuanismo, un pasado desorden erótico que pesará lo suyo en el presente. Andrés mismo habla, ya arrepentido, de su «salvaje egoísmo». Su hijo, Juan, no lo es de su esposa, Berta, con quien no ha tenido descendencia, sino de un amorío anterior con una tal Julia. El niño nació «pocos días antes de nuestra boda», pero Berta no lo supo entonces. Si lo hubiera sabido, ¿se hubiera casado con Andrés? Ella misma lo dice:
«No me hubiera casado con el hombre que tenía otra mujer y un hijo de esa otra mujer. Aun queriéndote como te he querido siempre, mi religión me mandaba en ese momento señalarte el deber de casarte con ella, para no vivir en pecado mortal. Y mi dignidad, Andrés, me impedía en todo caso cerrar los ojos a todo eso para ser la marquesa del Castellar y de Pozo Blanco. No, lealmente, no.»
Pero ni siquiera muerta Julia, poco después de la boda, le ha confesado Andrés a su esposa la existencia de ese hijo natural. ¿Por qué no lo hizo?
«Cobardía y egoísmo. Tuve miedo de tu disgusto. Te quería demasiado. Y temía perder tu cariño. No sabía cómo convencerte de que yo no había querido nunca a Julia. Aquel niño no era siquiera el hijo del amor, sino la consecuencia inoportuna de un devaneo sin la menor raíz sentimental.»
Así, pues, Juan de Zúñiga, no sólo no fue un «hijo del amor», sino que fue visto por su padre como «la consecuencia inoportuna de un devaneo sin la menor raíz sentimental.» (luego sabremos que este devaneo no fue ni mucho menos el único, lo que acaba de perfilar su pasado donjuanesco) . No es extraño por tanto que Andrés lo ocultase y lo abandonase: «Materialmente, económicamente sobre todo, no, claro está… Pero cordialmente, sí. No le faltó nada por entonces, nada… más que su padre…» En realidad, Andrés no conoció apenas a su hijo: con dos meses lo dejó en un cortijo de su propiedad, en Andalucía, en Guadix concretamente, lo suficientemente lejos de Madrid. En el cortijo lo crió a sus pechos el ama Juliana, que vino a hacer de madre para él. Luego Andrés lo llevó, con siete años, a un colegio en Inglaterra (nuevo alejamiento) y ya no volvió a verlo (se entiende que nunca lo visitó ni permitió que Juan volviese a España de vacaciones) porque a los quince años el muchacho se escapó del colegio para llevar una vida errante y aventurera.
Pero Andrés y Berta no han podido tener hijos. Y al cabo, cuando se convence de que no los tendrá con Berta, Andrés se acuerda de su olvidado hijo natural y quiere reconocerlo ahora (el paralelismo con el Julianillo de Desdichas de la fortuna es evidente): «Entonces fue cuando mis ojos se volvieron hacia mi hijo, hacia aquel niño que yo tenía casi abandonado. Al cabo era mi hijo, llevaba mi sangre…» Consigue Andrés dar con el paradero de su hijo, que está… en las trincheras, peleando en el ejército francés. Le escribe cartas… viaja al frente, pero no le dejan llegar a la primera línea y ha de volverse sin conseguir ver a Juan. Más tarde, llegaría la noticia de su muerte en combate. Hoy, veinticinco de marzo de 1928, se cumplen los diez años de la muerte de Juan «en el asalto de una trinchera alemana en las cercanías de Lens», donde «fue sepultado allí mismo, mientras la batalla continuaba aún por varios días, y un diluvio de obuses y metralla laboraba la tierra que le servía de lecho, a él y otros muchos valientes de la legión española.»
Con este motivo, como cada año, va a celebrarse en la capilla privada de los marqueses del Castellar una sencilla misa a la que ya no acuden, aparte del matrimonio, más que el ama Juliana y la prima de Juan, Guadalupe, dos mujeres que amaban al caído, aunque por muy distintos motivos. El amor de Juliana es maternal, puesto que lo ha criado desde niño; el de Guadalupe, el de la novia que en realidad nunca fue.
El sentimiento que domina a todos es el de la melancolía. Sobre todo, en Andrés y Berta, que pusieron toda su esperanza en un hijo desconocido… que se les murió en la guerra. Un hijo al que no dejan de recordar: «Solos, ahora —dice Andrés—, de vuelta en la vida, uno frente a otro, somos como dos espejos fatigados, a los que el azogue se les va poco a poco. Con qué gusto, con qué alegría, ¿verdad?, nos miraríamos ambos en el limpio cristal de unos ojos adolescentes…»
Claro que Berta le recuerda a Andrés que Juan tendría ahora cerca de los treinta.
De esa edad más o menos es el caballero (aunque él niega ser un caballero: «Los caballeros no salen del hospicio. Bunea persona, y nada más…») que ahora acude a casa de los marqueses del Castellar, que dice llamarse Miguel de la Cruz, éxposito, sin padres conocidos, y que se presenta a don Andrés como «superviviente de la guerra mundial y compañero de armas de Juan de Zúñiga, su difunto hijo». De él viene a traerle un encargo, hecho cuando no pensaba en la muerte, y que no es otro que abrazarle en su nombre y traerle un retrato.
Antes de hacerlo, le cuenta a don Andrés que Juan, antes de morir, le propuso trocar sus identidades, pero que él, Miguel, no lo aceptó. Poco después de caer herido mortalmente en el asalto, Juan le insistió: «Si quieres ser marqués, Miguel… nada más fácil». Pero Miguel de la Cruz sólo tomó los retratos, el de Guadalupe, que reenvió por correo, y el del propio Juan, vestido de soldado, que es el que viene a entregar hoy.
Cuando don Andrés toma el retrato en sus manos y «lo contempla largo rato en silencio» parece quedar un poco extrañado… Pero Miguel se encarga de sugestionarlo: «Ese retrato no da idea… La frente, lo más noble de Juan, casi la tapa el casco. Sin embargo, esos ojos». A lo que don Andrés responde: «Sí, sí, estos ojos… ¡Era un Zúñiga mi pobre hijo! Entre que no lo ha visto desde los siete años, y la autosugestión que le facilita Miguel, don Andrés queda convencido de que aquel retrato es el de su hijo, que murió en la guerra.
La verdad, claro está, es exactamente la contraria: quien se presenta como Miguel de la Cruz es, en realidad, Juan de Zúñiga, y quien murió en las trincheras fue el pobre hospiciano.
Pero, ¿por qué ha suplantado Juan la identidad de Miguel de la Cruz, el hijo de padres desconocidos, cuando sabía ya que su padre le reconocía como legítimo hijo y, por lo tanto, como su único heredero, «el último vástago de una estirpe ilustre»? ¿Por qué renuncia a una vida confortable y plácida, rodeada de lujos y brillos sociales, por qué renuncia a la vida de aristócrata? ¿Por qué renunciará incluso al amor de Guadalupe, la Penélope que lo ha esperado, y así a la creación de un hogar propio? Los los dos últimos actos de la obra constituyen la explicación a estas preguntas.
En los actos tercero y cuarto la acción se remansa, por no decir que desaparece: a través de una serie de diálogos entre Miguel de la Cruz con don Andrés y con Guadalupe, fundamentalmente, vamos conociendo el pensamiento de este hombre nuevo, y con nombre nuevo, que es ahora Juan de Zúñiga.
La experiencia de la guerra es lo que lo ha transformado. El choque con lo absurdo de la misma, el encuentro cara a cara con la muerte, azarosa e igualitaria: «la lección de las guerra, la de sus mil bocas de fuego, vomitando metralla sobre nosotros, era la misma para todos». La vida de soldado —aristócrata u hospiciano, es lo mismo— «cuya misión es matar, sin saber a quién, y esperar la muerte, sin saber de quién viene.»
El cambio que la guerra opera en Juan se despliega en varios planos. En primer lugar, implica una autocrítica con respecto a su propio pasado, un repudio de su vida anterior:
«Juan era un Zúñiga, un hombre de raza, tenía su orgullo… Sí, en el fondo, era soberbio, con la soberbia rebelde de los bastardos, aristocracia resentida, descontento siempre de su destino. Acaso el error del señor marqués fue pensar que podía hacer la felicidad de su hijo, quitándole todo motivo de descontento. Porque un descontento no se contenta nunca.»
Como le explica a su prima:
«Juan no quiso nunca a nadie. No era bueno, Guadalupe. ¡Ah! Y él lo sabía. Se odiaba, se despreciaba a sí mismo; por eso quiso cambiarse por mí. ¡Claro! El que se estima no se cambia por nadie. Era un suicidio, un suicidio mutuo lo que él me proponía.»
Soberbia, resentimiento… insatisfacción con todo, con todos, consigo mismo. Por eso, tras el cambio, tiene que acudir a la casa del padre, para reconciliarse de algún modo con él, para dejar atrás el resentimiento por la bastardía y por el abandono durante tantos años.
Pero si ha cambiado el hombre, justo es que cambie el nombre. Como don Alonso Quijano se transforma en Don Quijote de la Mancha, y como los que entran en religión adoptan un nuevo nombre que prescinde de apellidos, Juan de Zúñiga se transforma en Miguel de la Cruz, que es un nombre parlante con dos sentidos, literal uno y simbólico el otro. Es el nombre de un hospiciano, como lo era en efecto el Miguel de la Cruz muerto en el frente, pero es aquí también un nombre cargado de simbolismo. Miguel es el nombre de un arcángel, y por tanto de un mensajero de Dios, y se le tiene por jefe de los ejércitos… celestiales. Y lo que este Miguel se dispone a anunciar es, en efecto, la Cruz del Cristo. Sin ambages. El evangelio que se dispone a anunciar Miguel de la Cruz —ex Juan de Zúñiga— no es otro que el Evangelio.
La crítica ha hablado del igualitarismo como último mensaje de esta obra. De pacifismo. Y, en efecto, así es, siempre y cuando se matice. No se trata de ese «falso humanitarismo dulzón» que ya rechazó Manuel Machado en su crítica de la obra de Rostand El hombre que yo maté. No se trata tampoco de ninguna solución política o económica. Se trata de algo interior y exterior al mismo tiempo. Se trata de «la verdad, la verdad humana» (exterior) y de la «sinceridad» (interior).
Cuando, en la escena primera del acto cuarto, don Andrés le propone a Miguel que escriba un himno al trabajo, éste rechaza la propuesta: «Los trabajadores tienen hoy el humor un poco avinagrado, don Andrés, y no están para himnos. De los parados no hay que hablar. Además, los himnos al trabajo suelen ser medianos. El mío no sería mejor, porque no me entusiasma el tema.»
Y como don Andrés insiste («En el mundo nuevo que Juan y usted veían en la trinchera, el trabajo debe serlo todo»), su hijo le responde: «En ese mundo nuevo, lo más importante es la verdad, por cruda que sea, lo que suele llamarse sinceridad.» La solución no está en ninguna ideología, sea el laboralismo o sea el comunismo (que explícitamente es definido como el «apocalíptico anticristo» situado en Rusia), tampoco en la política («… ni a Juan ni a mí nos tiraba la tribuna») sino en la verdad humana.
¿Igualitarismo? Si, pero sólo en cuanto somos todos hijos del mismo Padre, nada más y tampoco nada menos, tanto el joven aristócrata como el pobre hospiciano:
«Si Cristo vuelve y nos habla otra vez —le dice Miguel a Guadalupe en la escena VIII del acto III—, sus palabras serán apróximadamente las mismas: “Acordaos de que sois hijos de Dios, que por parte de padre sois alguien, niños”. Traducido al lenguaje profano: “Nadie es más que nadie”. Porque, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre.»
Esta última frase la repite Antonio en su Juan de Mairena y en algún escrito de los años de la guerra. Pero observemos que son el corolario de una premisa que no puede obviarse. Como dice el propio Miguel de la Cruz, «traducido al lenguaje profano». No sería justo ni honrado olvidar cuál es el original de esta traducción.
El mensaje de Miguel queda claro: su predicación es la de «los hijos de nadie», porque sólo quieren serlo de Dios. Es preciso superar el eros egoísta y genesíaco y asumir con todas sus consecuencias la fraternidad universal de los hijos de Dios:
«Fueron también los hijos de nadie los que siguieron al Cristo, los que entendieron sus palabras fraternas, los que supieron del Padre que no era ya el bíblico semental humano, sino el padre de todos.»
Es la locura de Cristo, la locura del Evangelio, y, por supuesto, como ya sabemos, esta locura «no es la primera vez que aparece en el mundo», clara alusión a la Encarnación. Permanece aquí, pese a todo, y tiene futuro: «Piensa, Guadalupe, en lo que puede ser mañana esta locura de hoy.»
Y es locura, no utopía. Porque no es algo que debamos alcanzar, sino que hemos alcanzado ya, es decir, que podemos alcanzar en cuanto podamos. Aunque eso cueste algún sacrificio. El propio Miguel de la Cruz debe hacerlo: sacrificio, renunciación. Por eso también ha vuelto a la casa de su padre. Para renunciar. Para rematar a Juan de Zúñiga, el hombre viejo. Lo ve muy bien Guadalupe: «Y a matarlo en ti, o mejor, a averiguar si estaba bien muerto ese hombre tuyo “que murió en la guerra”, para seguir tu camino sin miedo a que resucitase.»
Pero El hombre que murió en la guerra no es un sermón parroquial, sino una obra de teatro, por cierto muy bien urdida. La leve intriga amorosa entre Guadalupe y Miguel se recupera al final, un final necesariamente abierto. Un final que permitiría lo que Manuel llamó en su prólogo de 1947 la «posvida escénica» de Juan de Zúñiga:
«Cabe pensar que, ante las perspectivas del monstruoso suicidio de la Humanidad que sería una tercera guerra, nuestro protagonista se haya refugiado en los únicos elementos de vida que se le ofrecen: el amor, el matrimonio… O que, considerando a los hombres —al parecer ya más estultos que malvados—, no como portadores de valores eternos, sino como reos impenitentes de eternos delitos y locuras, en lugar de buscar la solución a tantos males en la inteligencia y en la justicia terrenas, la encuentre en el sometimiento consciente, ferviente y humilde a la voluntad divina… haciéndose cartujo.»
Casado o cartujo, el pensamiento de Miguel de la Cruz, o de Juan de Zúñiga, criatura dramática de Manuel y Antonio, quedaba claro. Para quien sepa ver, para quien sepa escuchar. Como se preguntaba el propio Miguel (acto IV, escena IV): «¿por qué es tan duro el corazón del hombre?»

NOTAS

Capítulo del libro La obra común de Manuel y Antonio Machado, que aparacerá próximamente en la Editorial Renacimiento de Sevilla.
Rafael ALARCÓN SIERRA, «El hombre que murió en la guerra, El hombre que yo maté de Rostand y Lubitsch y los intertextos de Manuel Machado», Revista de Literatura , vol. XLVIII, núm. 136 (2006), pp. 569-593.
Las primeras palabras de la «Advertencia-Prólogo» dicen así: «Antes de levantar el telón el público debe saber que esta comedia, cuya acción discurre en 1928 —diez años después de la primera Gran Guerra— fue escrita en esa misma época.» Alarcón Sierra subraya que dice época y no año, y cree que «esos “trece años después de escrita” se apoyan en el “1928” inicial de una manera puramente mecánica.» Nosotros no acertamos a ver la necesidad de esta mecánica.
Domingo YNDURÁIN, «En el teatro de los Machado», en VV. AA., Curso en homenaje a Antonio Machado, Salamanca, Universidad, 1977, p. 310.
José Luis CANO, Antonio Machado, Barcelona, Destinolibro, 1982, pp. 224-225.
Marina VILLALBA ÁLVAREZ, «Los valores eternos de la España fascista reflejados en El hombre que murió en la guerra, comedia de Manuel y Antonio Machado», AMH, p. 217.
También Manuel atribuía el no estreno a la falta de galanes, pues en abril de 1936 declara a Pablo Suero que nadie estrena su drama, que es «obra de aliento y de actualidad», porque «aquí no hay más que compañías de actriz. Y nuestra obra requiere un actor galán» (vid. Rafael ALARCÓN SIERRA, art. cit., p. 574).
Sobre la adhesión de Manuel Machado a la causa de Franco, es indispensable leer el libro de Miguel D’Ors
«España y la Primera Guerra Mundial: España trabajó por la victoria», Historia 16, núm. 63 (1981), pp. 38-43.
PD, pp. 403-411. Sin embargo, en una nota de Los Complementarios, «Desorientación», fechada en Segovia en 1919, escribe: «En primer término, la guerra fue perdida por Alemania. Alemania era la síntesis de Europa. Esperamos que la reducción de Alemania a un despotismo oriental, es ya una inepta e innecesaria simplificación que nadie se atreverá hoy a tomar en serio.»
Eusebio GARCÍA LUENGO, «Notas sobre la obra dramática de los Machado», Cuadernos Hispanoamericanos, XI-XII (1949), pp. 667-676.
Ian GIBSON, op. cit., p. 524.
Cfr. Acto IV, escena primera.
Es curioso que los aristócratas se dejan embaucar por el retrato; en cambio, los personajes populares, como el criado Pedro o el ama Juana, no. Pedro, nada más ver el retrato, afirma tajante: «Éste no era el señorito Juan». En cambio, doña Berta hasta le encuentra parecido: «Enteramente a la madre.» Guadalupe, en una posición intermedia, sospecha desde el principio, pero no lo «sabe» hasta el final.
Esta «soberbia rebelde de los bastardos, aristocracia resentida, descontento siempre de su destino», nos lleva a pensar en otro bastardo, el Julianillo Valcárcel de Desdichas de la fortuna.
De la guerra dice Miguel de la Cruz que «Acaso nunca llegue a evitarse» (Acto II, escena IV).
Cfr. R. ALARCÓN SIERRA, art. cit.
En el Juan de Mairena se nombra al Cristo como «un hijo de nadie» (ed. cit., I, p. 153).

«Introducción» a Cuentos de la Gran Guerra (Alpha Decay, 2008)

Juan Gabriel López Guix
Universitat Autònoma de Barcelona

48Según el historiador británico Eric Hobsbawm, la Gran Guerra —como se la llamó en un principio— marcó el inicio de la «época de los extremos», un siglo XX «corto» (1914-1991) en el que el fascismo, el comunismo y la democracia liberal lucharon por establecer una hegemonía mundial y que ha visto el fin de la supremacía europea sobre el planeta. Los historiadores han debatido largamente sobre las cuestiones de la continuidad y el cambio asociados con la guerra, sobre si cambió o no de modo fundamental el mundo y, en especial, Europa. En realidad, los cambios trascendentales (económicos, sociales, artísticos) que se hicieron plenamente visibles tras el conflicto se iniciaron con anterioridad. En la década previa, las obras de Kandinski en los primeros años del siglo, Las señoritas de Aviñón (1907) de Picasso, el Cuarteto de cuerda nº 2 de Schönberg (1908), el Manifiesto futurista de Marinetti (1909) en el terreno artístico, por ejemplo, pero de modo más general el desarrollo de la modernidad a partir del último cuarto del siglo XIX (el legado de Marx y Darwin; las obras de Freud o Nietzsche, Baudelaire o Mallarmé, Cézanne o Munch, Planck o Einstein) ponen de manifiesto que la dinámica de cambio estaba ya en marcha desde mucho tiempo antes. En el caso del Reino Unido, se ha sostenido que la guerra sirvió para contener, atenuar y retrasar algunos movimientos y dinámicas sociales patentes ya en los años prebélicos: las luchas obreras, las reivindicaciones irlandesas o las reclamaciones relacionadas con el sufragio femenino y el rol de las mujeres en la sociedad.

En cualquier caso, es indudable que la contienda supuso un hito en la historia del siglo XX y que su sombra se proyectó sobre todo el siglo. Los acuerdos alcanzados tras el armisticio del 11 de noviembre de 1918 plantaron las semillas que darían lugar a la Segunda Guerra Mundial y trazaron en el mapa del mundo unas nuevas fronteras que seguirían sangrando en las postrimerías del siglo XX: los Balcanes, Irlanda del Norte, Palestina, el Líbano, Iraq. Casi un siglo después, la Gran Guerra no ha dejado de ser un acontecimiento vivo: los campos de batalla, las trincheras y los cementerios de guerra en Francia son, aún hoy, escenarios de constante peregrinación; en los países que formaron parte del bando aliado, se guardan todos los años minutos de silencio el 11 de noviembre a las once de la mañana y se lucen amapolas en recuerdo de los caídos en la guerra. La amapola —asociada en la época clásica con el olvido puesto que crecía en las riberas del río Leto, que los muertos debían atravesar para llegar al Hades— se reconvirtió a partir de la década de 1920 en emblema del recuerdo de la destrucción, el dolor y los muertos causados por la guerra gracias a un poema del médico militar canadiense John McCrae, «En los campos de Flandes» (1915). Se trata de un símbolo en el que apropiadamente se funden las armas y las letras. El poema de McCrae, muerto en 1918, es el siguiente:

En los campos de Flandes hay amapolas
creciendo entre las cruces que, una tras otra,
indican nuestro sitio; y por el cielo,

las bravas alondras cantan en su vuelo,
aunque apenas se oyen entre las bombas.

Somos los muertos. Hace poco, la aurora
y la tarde sentíamos, vivos, y ahora,
amantes y amados, inertes yacemos
en los campos de Flandes.

¡Contra el enemigo la lucha retoma!
¡Con manos que caen lanzamos la antorcha;
álzala bien alto y con firme empeño!

Si incumples tu voto con quienes caemos
jamás dormiremos, aunque haya amapolas
en los campos de Flandes.

Como en todo conflicto bélico, la Gran Guerra no sólo generó la habitual «cosecha roja» de devastación —habitual, pero extraordinaria hasta ese momento por su magnitud: unos nueve millones de soldados muertos, más una cifra similar de civiles—, sino que generó también una abundante y variada producción literaria. Son conocidas las novelas u obras más o menos biográficas de multitud de autores procedentes de los diversos bandos combatientes. Entre otras, Por encima de las pasiones (1915) de Romain Rolland, El fuego de Henri Barbusse (1916), Tres soldados de John Dos Passos (1920), Tempestades de acero de Ernst Jünger (1920), Sin novedad en el frente de Eric Maria Remarque (1929), Adiós a las armas de Ernest Hemingway (1929), Adiós a todo eso de Robert Graves (1929), La muerte de un héroe de Richard Aldington (1929), Johnny cogió su fusil de Dalton Trumbo (1939). En el campo de la poesía, acuden a la mente con facilidad Guillaume Apollinaire, Giuseppe Ungaretti Georg Trakl, Gottfried Benn, August Stramm, Rupert Brooke, Wilfred Owen o Sigfried Sassoon. Sin embargo, menos conocida quizá sea la producción cuentística surgida de la guerra, si bien fueron muchos y muy reconocidos los autores que utilizaron como medio de expresión ese género; un género, por otra parte, que encontró en periódicos y revistas, algunos de circulación internacional, medio muy adecuado para su crecimiento. La mitad de los cuentos aquí recopilados aparecieron originalmente en publicaciones periódicas.

De la producción cuentística surgida de ese conflicto civil europeo que fue la Gran Guerra, es una pequeña muestra —doblemente pequeña: por la circunscripción idiomática y la limitación del espacio— la presente selección de veinte relatos publicados en inglés a lo largo de los veinte años posteriores al inicio del conflicto. Uno de sus objetivos ha sido aunar la variedad de procedencias con la variedad de sensibilidades y vivencias, en una gama que va desde el proselitismo al servicio de los intereses del Estado hasta el exorcismo de unas experiencias personales devastadoras, desde la propaganda pública hasta la catarsis personal. Así, por un lado, se ha intentado presentar autores procedentes de diferentes países ligados al Imperio británico y ofrecer un panorama de lo que cabría denominar la trinchera literaria del inglés, con relatos de escritores de los países anglófonos que combatieron junto al Reino Unido y el resto de los aliados. Y, por otro, se recogen las producciones literarias de hombres y mujeres, participantes y no participantes, partidarios y detractores, con objeto de reflejar la multiplicidad de posturas y reacciones ante la guerra, con más o menos énfasis en lo ideológico, lo estético, lo social o lo moral.

Nada más estallar la contienda y tras descubrir que Alemania y Austria-Hungría disponía de una oficina de prensa de guerra (para la austrohúngara trabajarían, entre otros, Hugo von Hofmannsthal, Robert Musil, Egon Schiele, Franz Werfel o Stefan Zweig), el gobierno británico nombró al periodista y político liberal Charles Masterman responsable de la Oficina de Propaganda de Guerra. La primera iniciativa de Masterman fue recurrir a los escritores, y el 2 de septiembre de 1914 se celebró una reunión a la que asistieron dos docenas de los literatos más famosos del momento. Los reunidos se juramentaron para trabajar en secreto en favor del esfuerzo de guerra. En la iniciativa —de cuya magnitud no se tuvo constancia hasta 1935— participaron William Archer, James M. Barrie, Arnold Bennett, John Buchan, Gilbert K. Chesterton, Arthur Conan Doyle, Thomas Hardy, Rudyard Kipling, Arnold Toynbee, Hugh Walpole, H. G. Wells y muchísimos otros hoy menos conocidos pero que en su momento gozaron de gran reputación. Dos de ellos, Kipling y Conan Doyle, están aquí representados.

Algunos de los relatos reflexionan o contienen observaciones sobre el papel y la posición de las mujeres. La guerra supuso, además de sufrimiento personal, una ocasión colectiva para asumir nuevos roles, cuestionar las identidades asignadas, conquistar nuevas parcelas sociales y favorecer expectativas de cambio. Se crearon nuevos papeles; las mujeres se incorporaron al mercado laboral ocupando los puestos de trabajo que los hombres habían dejado vacantes: en fábricas, conduciendo tranvías o en el sector terciario; y contribuyeron poderosamente al esfuerzo bélico: en las fábricas de municiones, como enfermeras o conductoras de ambulancias. Hasta hace relativamente poco la identificación de la literatura de guerra con el relato de la experiencia del combate no había permitido tener en cuenta de modo suficiente esas voces femeninas. Los relatos de algunas autoras, aquí seleccionadas reflejan su particular experiencia del combate. Los cuentos de Lewis y Aldington reflejan, por su parte, la desestructuración personal de los soldados y también la ruptura de la identidad masculina. Aunque el final de la guerra no es el único factor explicativo (otro podría ser, por ejemplo, el miedo a una revolución proletaria), lo cierto es que las mujeres conquistaron el sufragio en Gran Bretaña, Alemania, Rusia, Austria, Países Bajos y Polonia en 1918, en Bélgica en 1919 y en Francia en 1945. Algo parecido se produjo en el terreno de las identidades nacionales. Por lo que respecta al Imperio británico, los casos más claros son Irlanda y la India: la mayor parte de Irlanda consiguió su independencia en 1922; la India tuvo que esperar una nueva guerra mundial. El relato de la bengalí Devi reflexiona con cierta ironía sobre esta cuestión.

En términos literarios, los cuentos presentan también un pequeño abanico de posibilidades estilísticas. Algunos se ciñen a formas clásicas, mientras que otros presentan formas más novedosas. Al mismo tiempo, por el mero hecho de su yuxtaposición, proponen un curioso diálogo literario, permiten suscitar paralelismos y disonancias que pueden conducir a una lectura más compleja y enriquecedora.

La presente recopilación nace de un trabajo de selección y búsqueda en diversas fuentes y versiones originales que, en cierto modo, comenzó con un trabajo anterior publicado también por Alpha Decay, los Cuentos completos de Saki. No ha sido una de las satisfacciones menores de esta investigación encontrar las primeras ediciones de unos cuentos que han trasladado a mi biblioteca la melancolía de unos años desgarradores y el asombro por las respuestas estéticas y formales a ese desasosiego. Los relatos se presentan ordenados por fecha de publicación, a pesar de que la composición de alguno sea anterior. La mayoría se publica aquí por primera vez en traducción española. Una parte de la selección se utilizó en dos cursos de iniciación a la traducción literaria que impartí en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona durante los cursos académicos 2005-2006 y 2006-2007. Los relatos sirvieron —tal fue al menos mi propósito— de iniciación a los dolorosos y maravillosos placeres de la traducción literaria; fueron utilizados como instrumento para el ejercicio de esa lectura de alta intensidad que es la traducción, suscitaron grandes debates y permitieron ensayar traducciones. Los participantes en la empresa, a quienes deseo agradecer su empeño y entusiasmo, fueron: en el 2006, Anna Castejón, Maddi Egía, Bernadette Konzett, Maialen Marín, Jorge Márquez, Gema Moraleda, Jesús Moreno, Marina Navarro, Natalia Oller, Ana Romero, Claudia Rühle, Leticia Tovar y Carolina Vidal; y en el 2007, Elvira Bikkinina, Adriana Milán, Paola López, Simona Mogoi, Jaione Ugalde y Lucrecia Velloso.

Por último, desearía agradecer también la inestimable ayuda de Jacqueline Minett por sus comentarios iluminadores sobre diversos aspectos de los cuentos, así como la colaboración de dos lectoras de excepción, Soledad Galilea y Marietta Gargatagli, que leyeron distintas etapas del manuscrito y ofrecieron sugerencias que han mejorado la versión final.

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Cine : The Four Horsemen of apocalypse (Rex Ingram, 1921)

Mayor Reisman
Blog Cine bélico e histórico

Tal y como vimos en el anterior artículo, Vicente Blasco Ibáñez fue un autor de éxito tras la Primera Guerra Mundial. Tan sólo tres años después de haber finalizado el conflicto llegó a las pantallas la adaptación de su obra Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Esta película se convirtió en un éxito y lanzó al estrellato a su protagonista masculino, Rodolfo Valentino. En su época recaudó más de 9 millones de dólares. Para hacernos una idea de lo que significa se ha calculado que en el 2005 habría ganado unos 300 millones de dólares. En ese mismo año, «Memorias de una Geisha» recaudó 162 millones.

Blasco Ibáñez se autodefinió como «un soldado de la pluma» al servicio de la causa aliada y afirmaba que el propio presidente Poincaré le había encargado ir al frente para contar lo que pasaba, no como un periodista, sino como un novelista. Su obra muestra un maniqueísmo muy simple característico de las obras de propaganda. Los alemanes son seres malvados que encarnan el militarismo y la barbarie. Los franceses la civilización y la cultura. El propio escritor confiesa en la introducción de su novela que los personajes alemanes son copias exactas del natural:

Los oí hablar con entusiasmo de la guerra preventiva y celebrar, con una copa de champaña en la mano, la posibilidad, cada vez más cierta, de que Alemania declarase la guerra, sin reparar en pretextos.

Los cuatro jinetes del Apocalipsis se publicó en 1916 y fue un auténtico «best-seller» de la época. Según algunos críticos se la consideró como la obra más leída después de la Biblia. Evidentemente, Blasco Ibáñez alcanzó fama mundial y fortuna. Y ganó unos 200.000 dólares adicionales cuando su obra fue llevada a la gran pantalla.

En líneas generales la película dirigida por Rex Ingram es bastante fiel a la obra de Blasco. Hay que resaltar que la novela fue escrita en 1916 en pleno conflicto bélico, mientras que la película fue realizada en 1920 y estrenada en 1921, tres años escasos después del fin del conflicto. Así la conclusión del manuscrito es algo más sombría que la de la cinta, probablemente reflejando la incertidumbre sobre lo que deparaba el futuro. Cuando Marcelo Desnoyers está frente a la tumba de Julio podemos leer en los últimos párrafos: «No le inspiraba curiosidad el final de esta guerra que tanto le había preocupado. Fuese cual fuese su terminación, acabaría mal». En la película sin embargo, el padre de Julio pregunta a Tchernoff si le conocía y éste emula a Jesucristo al abrir sus brazos sobre la infinidad de tumbas y exclamar: «¡Los conocía a todos!». Posteriormente vemos retirarse a los cuatro jinetes mientras Tchernoff proclama que los jinetes volverán hasta que la Humanidad acabe con el odio y sólo reine el amor.

Hay otras diferencias entre la novela y la película. Por ejemplo, la familia alemana tiene dos hijos pero en el film son tres. Pero en ambas cumplen el estereotipo del «cabeza cuadrada» alemán. Aunque quizás la diferencia más famosa entre ambas obras es la «escena del tango»:

Esta secuencia fue la que lanzó a la fama a Rodolfo Valentino y sin embargo está ausente en la obra literaria. El motivo de su existencia es que Rex Ingram quiso añadir algo «exótico» y con «sabor argentino» que explicase la posterior fama de Julio como bailarín de tango en París. Lo que no podían imaginar es que dicha escena se convertiría en la más recordada y celebrada de la película.

Esta famosa escena tiene muchas más cosas que contarnos. Rodolfo Valentino fue contratado por 350 dólares a la semana porque era un perfecto desconocido. De hecho, el actor Wallace Beery que interpreta al personaje secundario coronel von Richthoffen (nada que ver con el famoso piloto alemán) ganaba mucho más que Valentino. Ahí no acaba la cosa. El vestuario que la Metro puso a disposición de Valentino se reducía a dos trajes: el de gaucho y el de soldado francés. Todos los otros trajes que utiliza Rodolfo Valentino en la película, unos veinticinco, los tuvo que pagar de su propio bolsillo. Los encargó a un sastre de Nueva York y tardó un año en abonarlos.

En el aspecto histórico el principal evento que nos muestra es la famosa Batalla del Marne sucedida entre el 5 y el 9 de septiembre de 1914. El ejército alemán seguía una variante del llamado «Plan Schlieffen», diseñado en 1906. Se suponía que debían de avanzar por el flanco derecho a través de Bélgica, cruzar el río Somme y el Sena y después atacar París desde el sur. Sin embargo, el jefe del estado mayor, el general von Moltke, decidió que el avance fuera también en el flanco izquierdo para evitar que los franceses invadieran Alemania. Eso provocó que el ataque alemán no fuera tan intenso por lo que los franceses pudieron, aunque con muchas dificultades, pararlo a las mismas puertas de Paris.

Se considera que «Los cuatro jinetes del Apocalipsis» es una obra antibelicista. Yo no lo veo así. Es una obra que denuncia el militarismo alemán pero al ser una obra de propaganda, anima a luchar contra él. Y lo que propone es que esa lucha sea con las armas. De hecho, la postura pacifista está representada por Marcelo Desnoyers, que debe de abandonar Francia al negarse a luchar en la Guerra Franco-Prusiana de 1870. Al final se siente culpable de no haber luchado en dicho conflicto y se alegra cuando Julio se alista pues siente que la vergüenza que portaba será lavada por el comportamiento de su hijo. Como dice uno de los personajes: «Nos batiremos por el porvenir; moriremos para que nuestros nietos no conozcan estas calamidades. Si triunfasen los enemigos, triunfaría la continuación de la guerra y la conquista como único medio de engrandecerse». Winston Churchill habría rubricado ese discurso en 1939 cuando Europa se iba a ver envuelta en la lucha contra los fascismos.

Para el propio Julio el hecho de alistarse es también un forma de pagar por su pasado como un «niño rico» y mujeriego. En el frente, Julio es uno más de los muchos que luchan contra el militarismo alemán. La guerra no distingue entre ricos y pobres, iguala a todos los hombres aunque sea con una cruz sobre una tumba. Y como en muchas otras obras, se nos mostrará que los seres humanos somos capaces de lo peor, el comportamiento de los parientes alemanes hacia su tío Marcelo, y de lo mejor. Julio no es el único que debe de expiar sus «pecados burgueses». El personaje de Marguerite Laurier, interpretado por Alice Terry, debe de permanecer al lado de su inválido esposo tras ser advertido por el espectro de Julio.

No es de extrañar que una película que fue un éxito en la época del cine mudo tuviera su remake sonoro. Hay que recordar que la Metro tuvo un sonoro éxito en 1959 con el remake de Ben-Hur. Así que en 1962 intentó repetir la jugada con la obra de Blasco Ibáñez. Vincente Minelli fue el encargado de dicho rodaje pero ambientó la trama en la Segunda Guerra Mundial. Aunque contó con actores de primera fila como Glenn Ford o Paul Henreid, la producción fue un fracaso en taquilla. Perdió 6 millones de dólares.

Un gran clásico.

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Francia tras la Gran Guerra: las “Crónicas de París” de Manuel Machado en El Liberal (1919)

Rafael Alarcón Sierra
Universidad de Jaén

    Trabajo inédito, de próxima publicación en Encarnación Medina Arjona (ed.), I Coloquio Hispano-francés. La Prensa. Jaén, Universidad de Jaén, 2008.

Desde el inicio de la Primera Guerra Mundial, Manuel Machado, como gran parte de los escritores e intelectuales progresistas del momento, apoyó activamente la causa aliada (1), e incluso mantuvo una actitud constantemente crítica ante la neutralidad española (su hermano Antonio le decía a Unamuno en una carta fechada en enero de 1915: “Nuestra neutralidad hoy consiste, como me dice Manuel en carta que hoy me escribe, en no saber nada, en no querer nada, en no entender nada” (2). Por ello, en enero de 1917, no dudó en adherirse al manifiesto de la Liga Antigermanófila (3). Su favor se dirigió principalmente hacia Francia, donde se libraron los más encarnizados combates en el frente occidental y, de forma menos destacada, hacia Italia, que, tras ser neutral, había entrado en guerra, a favor de la Entente aliada, en 1915 (4). Como otros aliadófilos, Manuel Machado destacó la necesaria unión de España con las naciones latinas. Frente a ellas, en los momentos finales del conflicto, también agradeció el esfuerzo de los países anglosajones, Inglaterra y Estados Unidos (que entró en la contienda en 1917), alabando especialmente el plan de paz del presidente Woodrow Wilson y el sacrificio de sus soldados.

No era difícil prever esta reacción de Machado, inmediata y casi instintiva (“Como en algo propio, me siento yo amenazado ante el avance alemán”, escribe en su dietario periodístico (5)), dada la importancia de la cultura gala en su propia formación como poeta modernista y simbolista, vivida intensamente en sus estancias parisinas de comienzos de siglo (entre marzo de 1899 y diciembre de 1900, amén de otras estancias menores en 1902 y 1909), que he estudiado en otra parte (6). Allí se había relacionado no sólo con Enrique Gómez Carrillo, Pío Baroja, Amado Nervo o Rubén Darío, sino también con escritores franceses como Laurent Tailhade, Ernest Lajeunesse, André Gide, Paul Fort, el comediógrafo Georges Courteline (con el que había colaborado traduciendo y representando él mismo La peur des coups), o el poeta Jean Moréas, que le impresionó vivamente.

Digna de mención es también su labor como traductor de diversos escritores franceses a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, empezando por Hernani de Victor Hugo y El Aguilucho de Rostand, que se estrenarán en la década de los veinte. Buena parte de estas versiones las realizó contratado por Garnier, editorial francesa para la que seguirá trabajando en estos años y en los de la posguerra; allí aparecen sus traducciones de La Rochefoucauld (Reflexiones, sentencias y máximas morales), Vauvenarges (Obras escogidas), Virgilio (Obras) en 1914, y Descartes (Obras completas), Louis Bertrand (Sanguis martyrum) o Ninon de Lenclos (Cartas y Memorias de su vida) en 1921. Con anterioridad había traducido a Paul Sébillot (Cuentos bretones) en 1900, Stendhal (La cartuja de Parma), Émile Bayard (El arte del buen gusto) y Alphonse Crozière (Lulú, novela alegre) en 1909, Abel Grenier (Historia de la literatura francesa) en 1912, y Spinoza (Ética) en 1913.

Durante los años de la conflagración europea vuelve a publicar algunas de sus versiones de comienzos de siglo de composiciones escritas por Paul Verlaine, Henri Bataille o Jean Moréas (7), además de traducir en 1918, para la sección “Los poetas contemporáneos” de El Liberal, a los líricos belgas Émile Verhaeren y Charles van Lerberghe (8), cuyo país estaba entonces ocupado por Alemania. Dos años antes ya había acompañado en su estancia madrileña a Maeterlinck, cuya conferencia en el Ateneo, junto al recitado de sus poemas por parte de su esposa, la actriz Georgette Leblanc, acompañada al piano por Manuel de Falla, se convirtió en un acto político en contra de la invasión alemana de “la Bélgica mártir” (sintagma frecuente en aquellos años (9)), según escribió el propio Machado en su crónica del acto para El Liberal (10) .

A la altura de 1914, Manuel Machado es un poeta ya consagrado, que acaba de editar varias antologías de su obra en verso y en prosa, y volúmenes de gran éxito como Apolo (1911) y Cante hondo (1912, con una segunda edición “corregida y aumentada” en 1916). Desde 1913 es funcionario del Estado y trabaja sucesivamente en la Biblioteca Nacional y en el Archivo Municipal del Ayuntamiento de Madrid. Durante la guerra, su labor lírica va a ser menor en cantidad y calidad (publicará dos recopilaciones heterogéneas, con numerosas composiciones de circunstancias, Canciones y dedicatorias en 1915 y Sevilla y otros poemas en 1918), mientras que va a aumentar considerablemente su dedicación al periodismo (como cronista, ya había demostrado su valía en los años finiseculares de la guerra literaria (11) ). En noviembre de 1916, gracias a Enrique Gómez Carrillo y a Miguel Moya, es contratado como crítico teatral fijo en El Liberal, popular periódico madrileño de gran circulación e ideología de izquierda republicana, democrática y socializante. A finales de 1917 va a ampliar su presencia en el diario con una crónica semanal de comentario social y político en forma de dietario, “Día por día de mi calendario”, acompañada de ilustraciones de su hermano José y de Ricardo Marín, sección en la que los comentarios sobre la guerra mundial ocupan cada vez una mayor parte, y que se extiende hasta enero de 1919, mes en que es sustituida por otra serie con el mismo propósito, “Intenciones”. Tanto sus críticas teatrales como las de actualidad van a quedar recogidas en sendos libros, con el título de Un año de teatro y Día por día de mi calendario, respectivamente.

Una vez acabada la guerra, Manuel Machado fue enviado por el periódico como corresponsal a París durante un par de meses, desde finales de febrero hasta mediados de abril de 1919. Oficialmente, quedaba excedente por enfermedad de su trabajo bibliotecario. En la ciudad-luz se alojó en el piso de Gómez Carrillo (situado en el número 10 de la rue de Castellane; en una carta le escribe: “¿Le ha dado mi llave Bouvier?”, y en otras le hace encargos de librería (12)), mientras el guatemalteco, que había sido en París presidente de la Asociación de corresponsales de guerra de la prensa extranjera (y recogería sus crónicas sobre la guerra, por las cuales fue condecorado por el gobierno francés, en siete volúmenes), viajaba por Andalucía con Raquel Meller, tras haber abandonado El Liberal por desavenencias con la dirección. Machado fue a París en un momento de especial importancia, la inmediata posguerra, en que se iban a desarrollar las conversaciones de paz. Como enviado especial, se dedicó a escribir crónicas personales, puesto que El Liberal ya contaba para la labor periodística propiamente dicha con su corresponsalía y la información procedente de agencias. Desde allí envió a El Liberal un total de dieciocho entregas (la mayoría no rebasa las setecientas palabras, aunque alguna más extensa supera las novecientas), que se publicaron con bastante regularidad (a excepción de los seis días comprendidos entre el 20 y el 25 de marzo, en los que la huelga de correos y telégrafos, surgida en el contexto de la huelga general convocada en Barcelona y, con menor eco, en otras ciudades, impidió la llegada de sus textos al diario), y casi siempre en su primera página, desde el 25 de febrero al 14 de abril de 1919 (13). A los pocos días, Machado regresó a Madrid, puesto que el 20 de abril ya encontramos su firma en la sección de crítica teatral que inaugura la temporada de primavera (14). En sus crónicas durante los meses siguientes no será frecuente que se vuelva a referir a la actualidad política o social de París; únicamente dedicará su columna del 2 de julio a comentar la firma por parte de Alemania del tratado de paz de Versailles (y unos días después, el 11 del mismo mes, en una breve apostilla se hará eco del comentario de un político de la Asamblea de Weimar acerca de lo que hubiera sucedido si Alemania no lo hubiera firmado) (15).

Varios de los poemas que escribe durante los años de la guerra también hacen referencia al conflicto: en noviembre de 1915 aparece en la revista Summa “Flevit Super Illam…”, soneto en que se aprovecha el salmo bíblico para rechazar la guerra bajo una óptica de humanismo cristiano: “Llora, llora, Señor. Como aquel día,/sobre la pobre Tierra todo es llanto./Tu Fe, Esperanza y Caridad son nombres.//Hay hiel para tu boca todavía./Suertes echan aún sobre tu manto./Tu cruz… ¡la empuñan para herir los hombres!” (16). Sentido análogo de rechazo desde un punto de vista humanista tiene la prosaica composición titulada “¡Muy bonito!”: “Se matan y se matan… Se diría/que esto no tiene ya ninguna clase/de importancia. En el fondo,/hacen hoy en un día/lo que antes en un siglo. Es otra fase/del planeta, y no más./Y no más… Pero/siempre al fin del discurso está el acero./En verdad, poca cosa avanzamos, o nada./Mató Caín a Abel, como sabemos./Y desde entonces, hemos/perfeccionado en grande… la quijada”. Ambos poemas quedarán recogidos en Sevilla y otros poemas, publicado a finales de 1918 (17).

Frente a estas dos composiciones de oposición al conflicto, otros tres sonetos de circunstancias van a mostrar un apoyo decidido a la causa francesa. Para el volumen Canciones y dedicatorias, que aparece en enero de 1915, Manuel Machado rescata “A Francia. En la persona de nuestro ilustre huésped R. Poincaré”, que había escrito con ocasión de la visita oficial del presidente francés a España en octubre de 1913, pero que, ahora, en plena guerra, adquiría unas especiales connotaciones de solidaridad fraterna: “Si, a veces, como niños, vinimos a las manos/-Ruyard Kipling lo dice, sincero como un niño-,/en la ingenua pelea se acrisoló el cariño,/¡y la sangre era una, porque somos hermanos!//Hermanos en la sangre y en el alma latina,/Alegría del mundo, serena, clara y fuerte,/Que adora sobre todo la Belleza, y camina/Al ideal, burlando, con gracia, de la muerte./Vuestra gloria y la nuestra la misma historia narra…/Cuanto es para vosotros bello y noble y gallardo,/Gallardo y noble y bello para nosotros es…/Es vuestro y nuestro el Grande Enrique de Navarra,/Y el sin miedo y sin tacha caballero Bayardo/No sabemos si era español o francés” (18).

Su siguiente poemario, Sevilla y otros poemas, se cerraba, a finales de 1918 con otro soneto titulado “A Francia, hoy”, que había aparecido en julio, con numerosas variantes, como “A Francia”, en la revista Los Aliados, publicación, dirigida por Carlos Micó, de apoyo a la Entente y subvencionada por sus embajadas, que organizó el famoso banquete de homenaje a Galdós, Unamuno y Cavia en desagravio por la dureza con que había tratado la censura varios de sus escritos, y al que se sumó toda la prensa aliadófila: “Francia, divina Francia, jardín y corazón/de Europa, redentora de todas las fealdades/que agobian a la pobre Humanidad. Razón/única entre las grandezas y las ruindades;//Francia, que no has perdido la divina sonrisa/en medio de la hoguera horrísona, sabiendo/que por encima de la llama y el estruendo/y el Deutschland über alles se escuchará tu risa…//Francia inmortal, que riegas de sangre generosa/la rosa que va a ser, la inverosímil rosa/inmarcesible por las centurias sin fin…//Vencedora segura en la Última guerra…/Salve, en nombre de todos los buenos de la Tierra./Francia, divina Francia, corazón y jardín” (19).

Finalmente, el tercer soneto consagrado a Francia es “Al mariscal Joffre, vencedor del Marne”, fechado en “París (1918)” y, si la data es cierta, escrito por tanto durante la estancia parisina de Machado como cronista de El Liberal. El poema fue publicado, junto a los dos anteriores, formando un tríptico, en las páginas de La Libertad en abril de 1920 y luego incluido en Dedicatorias, el último volumen de los cinco que formaron sus Obras Completas publicadas por la Editorial Mundo Latino entre 1922 y 1924: “Este que veis aquí, grave y sereno,/Con la tranquila majestad del roble,/Fue el paladín más noble de lo noble,/Como otro Alonso de Quijano, el Bueno.//Por los eternos bárbaros hollada,/Francia inmortal le dio su espada un día,/Y él escribió aquel día con su espada/“vivir”, “vencer”, donde “morir” decía.//Salva a orillas del Marne fue la Tierra,/Y alzó el caudillo la divisa fuerte/Que en tres palabras toda gloria encierra://Titán feliz, porque domó a la Suerte./Gran capitán, porque venció a la Guerra./Héroe inmortal, porque mató a la Muerte” (20). Sin embargo, tras la guerra civil, los tres sonetos desaparecieron de su última recopilación, Poesía. (Opera Omnia Lyrica), editada en Barcelona por la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda de F.E.T. y de las J.O.N.S. en 1940 (y reeditada en Madrid por la Editora Nacional en 1942), por lo cual no son muy conocidos hoy en día.

Al margen de estos poemas y de colaboraciones esporádicas (como las que envía a L’Espagne, revista semanal que Gómez Carrillo dirigía en París desde un año antes del estallido de la guerra (21)) su más destacada labor como aliadófilo la va a desarrollar en sus crónicas político-sociales de 1918 en El Liberal, “Día por día de mi calendario”, donde la guerra europea tendrá paulatinamente una mayor extensión. Sus comentarios se van a ocupar de varios aspectos, siempre presididos por la que considera absurda neutralidad española (haciéndose eco de una famosa frase del conde de Romanones, escribe: “Hay neutralidades que matan, dijo un político bien inteligente. Pero llega a haber neutralidades que deshonran” (22)): la indignación contra los frecuentes torpedeos y hundimientos, por parte de submarinos alemanes, de los mercantes españoles que comercian con los países de la Entente; la preocupación por las duras ofensivas alemanas en el frente occidental (donde combaten, a favor de Francia, un buen número de voluntarios españoles que Machado recuerda (23)), y el alivio ante las contraofensivas aliadas; el rechazo de la propaganda germanófila en España, y de la inoperancia e imprevisión de los sucesivos gobiernos españoles en los años de la guerra (“gobernar es prever. Y estos no previeron nada. Mejor dicho, previeron todo lo contrario de lo que ha sucedido” (24)), a cuyo fracaso se enfrenta con gran dureza: “El secreto de la última crisis ministerial y de las crisis más o menos latentes de otras muchas cosas en nuestra vida política, es un secreto a voces para el mundo entero, menos para algunos españoles. Es, sencillamente, una consecuencia del fracaso de Alemania (del imperialismo, el militarismo y los otros “ismos” similares alemanes) contra las previsiones absurdas y los deseos vergonzantes, pero vehementísimos, de muchos de nuestras sumidades gubernamentales…” (25).

Finalmente, el sarcasmo ante los aliadófilos de última hora (“a esta hora comienzan a salir aquí aliadófilos a montones debajo de cada piedra […] flamantes aliadófilos que no vimos nunca –si no los vimos enfrente– cuando las tropas alemanas arrollaban a Bélgica o se acercaba a París” (26)), y la esperanza ante el plan de paz de Wilson, la rendición y el armisticio de los Imperios Centrales y la caída del káiser. Con el final de la guerra, Manuel Machado muestra su preocupación por el papel de España en el nuevo mundo que se iba a forjar, y hace un duro y preclaro análisis político:

la paz […] no nos permitirá, como la guerra, vivir al margen de la vida universal, insolidarios e indolentes […] Ahora bien: en el caso fatal e ineludible de nuestra renovación para incorporarnos al movimiento general, dos caminos se nos presentan, entre los cuales la elección no es dudosa, pero sí necesaria: el francamente liberal y progresivo de las democracias triunfantes, evolutivas y abiertas a las reivindicaciones sociales, económicas y políticas que los pueblos exigen y necesitan, o el de los imperios vencidos, que por reacción sentimental y violenta han ido de un golpe al desenfreno maximalista y bolcheviki; es decir, mucho más allá de todo lo previsto aun en países como Alemania, tan preparados por la socialdemocracia y defendidos por su espíritu metódico y disciplinado. Y cuenta que si no seguimos rápidamente el primer ejemplo caeremos fatalmente en el segundo./Porque lo que ya no es posible para nosotros ni para nadie, aunque lo deseáramos con alma y vida, es seguir apegados al “statu quo” de avanguerra, tratando de galvanizar inútilmente el cadáver del viejo mundo político (27).

Estos son los antecedentes de la estancia de Manuel Machado en París, precedida unos pocos días antes (el 17 de febrero de 1919) por la crítica en El Liberal del que califica de “Un gran libro franco-español”. Se trata de Il y a toujours des Pyrennés, de Jules Laborde, que es, según escribe,”una soberbia excitación a la concordia y la inteligencia definitiva entre Francia y España”, un estímulo para “la unión y la compenetración de los dos pueblos hermanos”, “miembros de la gran patria latina”, por encima de los políticos y diplomáticos de ambos países. (Este comentario muestra la desconfianza, cuando menos, hacia la clase política española, justificada, para Machado, por su comportamiento durante la guerra). En la reseña encontramos, por tanto, el enfoque ideológico general que va a marcar sus “Crónicas de París” (que podríamos sintetizar con el lema “todo para Francia, nada para Alemania”), bien explícito en dos declaraciones que enmarcan el propio texto; a su inicio, una tajante afirmación: “Todo hombre inteligente –ha dicho alguien con justeza y clara visión de las cosas– tiene dos patrias: la suya y Francia”; y casi a su final, otra no menos contundente, cuando el crítico se incluye entre “los que somos francófilos sin reserva y adoramos a Francia como algo por encima de todo localismo, como patria espiritual”.

Estas crónicas de Manuel Machado tienen los rasgos reconocibles de este género periodístico, que he estudiado en otras ocasiones (28): son un breve comentario sobre hechos inmediatos –el diario impone unas limitaciones temporales, espaciales y temáticas– desde el punto de vista de una original conciencia creadora, que aprovecha la reflexión sobre la actualidad para fundar un preponderante yo crítico (una primera persona confesional que es a la vez testigo, narrador y, en la mayoría de los casos, protagonista), una perspectiva inédita, un estilo personal y un lugar de enunciación. En este lugar textual, a través de la intermediación ideológica y cultural de Manuel Machado, se transfiere una pequeña parte de la actualidad parisiense a los lectores del diario. Y, a la vez que se representa al “otro”, se ofrece también una imagen personal, tanto individual como colectiva, enfrentando la situación francesa con la española, de forma implícita o explícita. Por ende, cuando las crónicas se refieren a acontecimientos públicos, son un ejercicio de sobreescritura, puesto que inciden en asuntos e informaciones normalmente ya conocidos por el lector, a los cuales confiere un significado revelador. Este lector es interpelado en ocasiones por el cronista, dando lugar de este modo en el texto al simulacro de un espacio público de diálogo informal y cómplice, en el que se encuentra habitualmente con sus receptores. Si le interesa crear la ilusión de cercanía, de que los tiempos de la observación de lo que se narra, de su escritura y de su lectura son simultáneos, Machado introduce numerosos deícticos, formas verbales y expresiones temporales en presente.

Por otra parte, estas crónicas de Manuel Machado lo son nada menos que de París, el centro del mundo y el mito urbano de los modernistas. Como ya ocurriera con varias de las que escribió a comienzos de siglo, son un espacio de representación de la ciudad, que mezclan el pasado con el presente, lo antiguo con lo moderno, la descripción directa con la propia reflexión de quien recorre a su antojo el teatro urbano, convirtiendo su experiencia vital en literaria. El paseo es un procedimiento mediante el cual observa la ciudad como un objeto en exhibición, un espectáculo que experimenta, representa y cuenta a los demás. Este desplazamiento físico, mental y retórico, que aplica con frecuencia, es un modo fragmentario de experimentar la ciudad, alternativo a la convencional mirada totalizadora y omnisciente, imposible de mantener en las grandes urbes modernas. Al transitar de un lado a otro, el cronista traza un itinerario y un discurso –en cada crónica y en el conjunto de las que escribe– que establece un orden, arbitrario pero tan válido como cualquier otro, en el espacio, el tiempo y los acontecimientos. Manuel Machado trata de captar las múltiples facetas de una ciudad en perpetuo cambio aplicándole con frecuencia metáforas orgánicas, que metamorfosean la ciudad constantemente.

El resultado final de todo ello es una escritura heterogénea, fugaz y fragmentaria, dotada de unidad y sentido por la conciencia seleccionadora y el estilo del cronista. En este último aspecto, además de los ya citados, quizá los recursos retóricos más frecuentes sean las enumeraciones, las anáforas, repeticiones y paralelismos, que dotan al párrafo de una especial textura nerviosa, de un dinamismo sincopado, a veces próximo a lo lírico (reforzado por la capacidad de sugerencia del escritor), así como la introducción de numerosos galicismos, tanto léxicos como sintácticos, e incluso, directamente, de vocablos franceses, que ofrecen la impresión de familiaridad con la cultura gala y cierto color local.

Al llegar a su destino, poco antes del 25 de febrero, varios ámbitos temáticos van a ocupar las crónicas de Manuel Machado. En primer lugar, todo lo relacionado con los efectos de la guerra y la situación de posguerra que se percibe en París, con tres dimensiones: la puramente física (el aspecto de la ciudad y el del frente de batalla), la política (el nuevo mundo que va a esbozar en las sesiones de la Conferencia de Paz y la esperanza de una futura Sociedad de Naciones; la posición de España en este concierto internacional; la revolución rusa; el llamado problema social y las reivindicaciones del proletariado); y, por último, como resultado de todo ello, las nuevas costumbres y formas de vida (con un contraste entre los caracteres nacionales del americano y del francés, y un especial protagonismo de la mujer). Estos ámbitos acercan en parte la crónica viajera al breve reportaje y al comentario de actualidad, aunque, como es obvio, todo está escogido, descrito e interpretado a través de la óptica subjetiva, impresionista y fragmentaria de su autor, que en la mayoría de las ocasiones impone su visión personal por encima del propio suceso.

En segundo lugar, destacan las personalidades que Machado conoce y con las cuales conversa, cuyas opiniones (principalmente, sobre los aspectos que acabo de señalar) son expuestas a través de diálogos transcritos en las crónicas que, de esta forma, se aproximan en ocasiones a la entrevista. En estos encuentros son descritos diversos espacios públicos y privados de París, en los que el escritor se autorrepresenta charlando con diversos personajes de importancia (el príncipe de Gales, el mariscal Foch, Jaime de Borbón, la infanta Eulalia, o varios periodistas, escritores y políticos), revistiéndose así de prestigio cosmopolita, puesto que la impresión que transmite es la de que se le abren todas las puertas de París (29). Paulatinamente, en las últimas crónicas, los temas sociopolíticos van cediendo su lugar a dos grandes ámbitos de especial relevancia personal para Manuel Machado: el teatro y el recuerdo del París finisecular.

Categoría propia importantísima en tanto que tema, espacio y personajes con los que se dialoga o a los que se visita (como Firmin Génier o Lucien Guitry), tiene la dimensión teatral, que ocupa monográficamente un par de crónicas, cercanas a la crítica dramática. Del mismo modo, Machado no puede evitar dejarse llevar por la melancolía del recuerdo y buscar, en el París de la posguerra, el espíritu, los espacios (de Montmartre al Barrio Latino; en especial, restaurantes y cabarets) y las personas (fundamentalmente, los chansonniers, memoria musical de la ciudad) de su París de comienzos de siglo. De este modo, el poeta escribe las crónicas más intimistas y confesionales de la serie, mostrando la ciudad como parte integrante de su experiencia vital.

De modo sintético, estas crónicas podrían dividirse básicamente en dos grandes tipos (aunque en alguna ocasión pueda haber vasos comunicantes entre ambos): aquellas en las que el narrador se autorrepresenta en la historia que cuenta, y aquellas en las que no lo hace (30). En las primeras, que son mayoritarias, el cronista relata principalmente lo que ve o lo que escucha, creando casi siempre una ilusión de simultaneidad entre lo sucedido y su escritura, y aplica con frecuencia las retóricas del paseo y de la conversación, que pueden combinarse. Un caso especial son los textos en los que lo observado y escuchado es un discurso o una obra teatral, con lo que la implicación directa del narrador en lo que ocurre es aparentemente menor, aunque todo se perciba a través de su conciencia y de su juicio. En las segundas, la crónica se convierte en un texto con mayor apariencia de ensayo de actualidad, que su autor dedica al comentario de carácter político y social, casi siempre en torno a las noticias sobre la Conferencia de Paz y la situación europea (temas que, por otra parte, también aparecen en el tipo de crónica anterior). Por lo tanto, las primeras describen y narran lo sucedido de una manera directa, inmediata y particular, mientras que las segundas lo comentan de forma reflexiva, abstracta y general.

La visión de París que la escritura de Machado ofrece en su primera crónica (25 de febrero) es impactante: mediante deícticos (“he aquí”) repetidos anafóricamente, dinámicas enumeraciones y construcciones paralelísticas, el narrador no sólo describe, sino que transmite al lector la cercana impresión de una ciudad provisional, a modo de “estación de empalme” hacia múltiples destinos; una ciudad donde todo el mundo parece soldado menos el cronista (que marca así su especial posición, solitaria y excéntrica) y todo, incluso lo más cotidiano, parece haber adquirido una función militar. Observando la expresión de los rostros anónimos de quienes pasan a su alrededor, el cronista percibe de manera inmediata la trascendencia de lo ocurrido, así como que el enfrentamiento no ha sido entre ejércitos, sino entre naciones, ponderando, mediante esta idea, la gravedad de un momento en el que, como escribe a continuación, “se está decidiendo la suerte del mundo”. En la segunda parte del texto, Machado cambia de perspectiva y, tras haber observado a sus habitantes, ausculta a la ciudad propiamente dicha; no ya la existencia, sino la esencia de París. En ella percibe, aplicando una metáfora orgánica, “un grave rictus de seriedad y de preocupación” y un envejecimiento general en todos sus elementos urbanos y arquitectónicos. Pero este sufrimiento ha purificado y espiritualizado a Lutecia, que ahora parece “otra sagrada Ciudad Eterna” en la cual, los cañones que rodean el Obelisco de la plaza de la Concordia y erizan los Campos Elíseos son, en una alegoría mítica que refuerza la impresión épica sugerida por el narrador, “como brazos crispados de gigantes vencidos” (el referente quijotesco es evidente), y “artefactos antiquísimos, trofeos de una guerra milenaria”. Para el cronista, el envejecimiento prematuro de la ciudad debido a la guerra le ha proporcionado una serenidad positiva, puesto que ha eliminado el carácter neurótico del París finisecular (su paradigmática frivolidad, tan criticada por los germanófilos españoles durante la guerra (31)). Y esa serenidad es, descendiendo a la realidad del momento, lo que ha hecho que el reciente atentado contra Clemenceau haya sacudido brevemente los nervios de la gran ciudad (32). En el momento en que el autor llegó a París, ya la encontró tranquila. Son las palabras últimas de la crónica, que marcan finalmente la entrada exacta del narrador en un tiempo, un espacio y una situación concretos: los que acaban de ser descritos en el texto.

Una vez establecido en París, la primera obligación tanto profesional como moral del cronista es confirmar y dar testimonio de la absoluta devastación de la guerra, que el lector madrileño conoce bien a través de las numerosas informaciones, ilustraciones y fotografías que se han publicado en toda la prensa española durante los años de la contienda. Sin embargo, que el lector ya tenga conocimiento de una realidad no impide la labor del cronista, cuya misión es ofrecer una perspectiva y una interpretación personal de los acontecimientos. El narrador nos pone en antecedentes: un domingo, día de ocio en las grandes capitales –tópico de las letras modernas, en las españoles presente cuando menos desde Leandro Fernández de Moratín (en sus Apuntaciones sueltas de Inglaterra), y que el propio Manuel Machado ha tematizado en otras crónicas y en uno de sus mejores sonetos, “Domingo” (33)–, es invitado por el ministerio de la Guerra a visitar “las ciudades del Norte devastadas por la tragedia” (3 de marzo).

En vez de seguir un orden cronológico, el cronista da un salto temporal y se autorrepresenta al regreso del viaje, en el momento de asimilar lo que ha visto, y de escribirlo en el papel, comunicando, en primer lugar, su estado de ánimo, y estableciendo la ilusión retórica de que su presente es también el presente del lector, dando así una impresión de mayor cercanía: “De vuelta de la terrible excursión acierto apenas a coordinar las ideas y a desembrollar los recuerdos, todos vibrantes e indelebles, pero enmarañados como los horrores de una pesadilla”.

De todas las ciudades del frente que Machado ha podido ver, su escrito se centra en Lens, consiguiendo, mediante esta unidad de lugar, una mayor concentración e intensidad en sus propósitos. La visita es un auténtico descenso a los infiernos. El tren lleva una hora rodando “ya hace una hora entre ruinas espantosas”. Al llegar a la ciudad, centro minero donde antaño trabajaban más de cincuenta mil obreros, según nos adelanta el cronista, para contrastar su próspera vitalidad de antaño con la devastación del presente, éste es incapaz de describir lo que ve, aplicando el conocido procedimiento retórico de la insuficiencia de la palabra. Por dos veces lo intenta y no lo consigue: la dantesca visión no se parece a los escombros que deja un gran terremoto, ni a un cementerio de “animales monstruosos”; el cronista rechaza estas comparaciones y, a la tercera, deja abierta, de forma paralelística y anafórica, la repetida frase “Lens es…” Una vez que renuncia a la descripción de su presente, relata retrospectivamente al lector la devastación sufrida por la ciudad, casi como una sucesión de plagas bíblicas (la sugerencia mítica da mayor trascendencia épica al desastre): primero, el agua, luego, el fuego y la dinamita y, por último, la continua batalla durante los cuatro largos años de la guerra, siempre en la línea del frente.

Naturalmente, el cronista no puede dejar de describirle al lector aquello que observa. Su propósito ha sido crear en él una máxima expectación, retrasando todo lo posible el momento de hacerlo para ponderar la excepcionalidad de la tragedia y de su crónica. Por ello, finalmente, el narrador se sitúa en la posición privilegiada de un altozano y, tras encarar el peligro, todavía presente, de las granadas sin estallar, ofrece lo que se espera de él, no sin antes encarecer de nuevo la dificultad incluso de mantener los ojos abiertos: “Hay que mirar, sí. Y los ojos que mirasen esto no se limpiarán nunca de la visión terrible” (cf. lo que había escrito en “El saber de la miseria”: “Parece que los ojos que se han manchado con la vista de tales cosas, no pudieran volver a brillar nunca alegres y risueños”, o los versos 9-10 de “Última”: “Ya mis ojos se han manchado/con la vista de lo feo” (34)). La descripción es una enumeración caótica que entremezcla objetos de la batalla y de las viviendas destrozadas, connotados de forma que lo que se observa parece metamorfosearse en un cadáver desmembrado: las máscaras de gas “parecen miraros aún con sus enormes ojos de tela cuadrados”, las marañas de alambre están “rojas de orín que parece sangre”, y todo tiene el aspecto de “miembros rotos, amputados, despachurrados” (no es la única transformación: las chimeneas abatidas parecen cañones y la tierra parece comerse los restos del destrozo). El silencio que rodea la escena es elocuente y acusador, pues dice, según el cronista, “que lo han herido, que lo han matado, que lo han asesinado”. Lens, ahora sí, es un esqueleto con jirones de carne, Y, por un instante, parece que la metamorfosis va a ser completamente real, pues el narrador, impresionado por lo que ve y por la fuerza de su propia capacidad de sugestión, cree vislumbrar por unos instantes un despojo humano sobre el que revolotean los cuervos.

De vuelta a la habitación que enmarca la crónica, el casco inglés que otro periodista ha ofrecido al nuestro es mudo testimonio y “memoria de algo que Francia olvidará sin duda muy difícilmente, pero que yo no olvidaré nunca: el asesinato de Lens”. Y ello es cierto, hasta el punto de que, al cabo de los años, esta crónica iba a aparecer, con pequeñas modificaciones, en el acto primero, escena cuarta, de El hombre que murió en la guerra, dividida en varios parlamentos consecutivos puestos en boca del personaje llamado Don Andrés de Zúñiga (35). La crítica no había reparado en esta extensa e importante referencia intertextual, que he estudiado en otro lugar (36). Incluso podemos suponer que la experiencia de Manuel Machado en los campos de batalla fue la que suscitó, si no la completa escritura de la obra, sí al menos la localización de su inicial conflicto dramático en la Primera Guerra Mundial.

Comprobada la devastación de la guerra, a lo que se dedica principalmente el cronista es a ofrecer en sus siguientes entregas noticias e interpretaciones fragmentarias sobre los esfuerzos políticos y sociales que se están llevando a cabo para que algo parecido no vuelva a ocurrir, a través de su asistencia a diversos actos y de sus conversaciones con distintas personalidades. Para empezar, Manuel Machado describe en una crónica (4 de marzo) las magníficas instalaciones y el ambiente cosmopolita del Círculo de la prensa extranjera en París (que había presidido Gómez Carrillo durante la guerra), donde el secretario general, Émile Dibie, le entrega su tarjeta de socio. El cronista señala la gran responsabilidad de la prensa en el nuevo mundo que se está forjando: “constituye una fuerza enorme y ejercerá gran influencia en la constitución de la nueva política mundial, facilitando, con el conocimiento mutuo de los valores intelectuales, científicos, literarios, artísticos de todos los países, la inteligencia perfecta y la recíproca estima, que ha de ser la base moral en la futura Sociedad de Naciones”. En ideas similares abunda el secretario general en su diálogo con el cronista: “La propaganda política y diplomática no hará nunca por la unión de los pueblos –harto lo hemos visto con España– lo que la comunicación intelectual bien dirigida y facilitada por todos los medios. Y eso es el fin de nuestro Círculo”. Para demostrarlo, entre los numerosos políticos de toda Europa que acuden al organismo, Machado relata la visita del príncipe de Gales, de quien estrecha la mano: “yo cuento al detalle esta visita porque se vea qué clase de amigos tiene en París el periodismo universal”. Finalmente, el cronista aboga porque la Casa de la Prensa de Madrid desarrolle una labor análoga.

Machado establece cierta continuidad espacial y temática en su siguiente entrega (8 de marzo), en la que describe su asistencia a la que considera primera gran gala en París después de la guerra, desarrollada precisamente en el Círculo de la prensa, donde se junta de nuevo “el gran mundo de la nobleza, de la diplomacia, de las artes y de las letras”. Sin embargo, por encima de la crónica galante que se esboza –la música y los versos del escenario; la riqueza, la belleza y la elegancia de los presentes en la sala–, Machado focaliza su atención en apuntar de modo particular los grandes temas políticos sobre las que se dialoga en cada corrillo: la conferencia de paz; las nacionalidades que se constituyen en nuevos estados; la Liga de Naciones “como única base posible de la nueva constitución política del mundo”; la cuestión social y el problema obrero, agudizados por la carestía de la vida y el paro forzoso de muchos trabajadores al final de la guerra; o, por último, la situación financiera de Francia, en la cual los países neutrales, y particularmente España, podrían jugar un importante papel. Son asuntos que se plantearán de forma más detenida en próximas crónicas. Al final del texto, el narrador vuelve a adoptar una perspectiva general, encuadrándola con la mención al galanteo sentimental –“tema único, avasallador, eterno…”– que, pese a la compleja situación, resulta inevitable en una reunión social de este tipo.

En la crónica siguiente (11 de marzo), el narrador sale de nuevo a la calle, ahora para dedicar su atención al soldado norteamericano que invade París con un comportamiento y unas costumbres muy distintas de las francesas, cuyo contraste provoca forzosamente ciertas fricciones. Es el tema de la “imagen del otro” y de los diversos caracteres nacionales (acrecentado en los años de la guerra), que Machado aprovecha para escribir una bienhumorada columna de ribetes costumbristas que sirve de transición e intermedio, antes de entrar en asuntos más graves. La visión de los americanos que se ofrece es bien conocida en la literatura española y europea, y muy frecuente en la escritura de estas décadas: los pobladores del nuevo continente, libres del peso de la cultura y de las normas de la vieja Europa, son “estos muchachos ingenuos y semisalvajes, derrochadores de la juventud”, que Machado describe, en sus andanzas por la ciudad, como “los nuevos Pierrots de la guerra y de la post-guerra”. Ese carácter y forma de ser, absolutamente despreocupado, es el que les lleva a dar voces, poner “los pies sobre la baranda de sus palcos” o “impacientarse ruidosamente por la tardanza del servicio en la terraza de un café”. Sin embargo, pese a su ausencia completa de modales y al desconocimiento de las fórmulas sociales (incluida la cortesía o la galantería), según el cronista, “como son jóvenes, y adoran a las parisienses y tienen dinero y no reparan lo más mínimo en derrocharlo”, París ha acabado por amansarlos y domesticarlos. En la parte final de la crónica, el narrador pasa de lo general a lo particular, introduciendo una anécdota vivida por él que demuestra, en la experiencia cotidiana, la ingenuidad del norteamericano y la paciencia contemporizadora y magnánima del parisiense, una vez que ha entendido la forma de ser, maleducada pero inocente, del forastero (37). Esta visión amable y cotidiana del americano en París quedará justificada posteriormente, cuando Machado insista en el relevante papel de su ejército expedicionario en el triunfo bélico y en el no menos importante talento del presidente Wilson en la consecución de la paz.

A continuación (14 de marzo), Machado se dedica a exponer uno de los asuntos candentes mencionados previamente a vuelapluma, la cuestión social, tema que va a vertebrar buena parte de estas crónicas, y que ya había aparecido con frecuencia en su dietario de 1918 en El Liberal, “Día por día de mi calendario”. En esta entrega se analizan las causas de la inflación económica en el París de la posguerra, al hilo del intento, por parte del gobierno francés, de que sus efectos sean menos rigurosos para la población. Machado hace una demostración personal acerca de la carestía de la vida, poniendo como ejemplo lo que a él le cuesta la comida, el alojamiento y el transporte, así como otros productos básicos. El análisis de las causas es simple pero efectivo: escasez de materias primas y mano de obra encarecida, sin olvidar los intermediarios que acaparan fraudulentamente y se enriquecen mediante el alza de los precios. A ello se une la crisis laboral, agudizada por el paro forzoso de muchos trabajadores tras el final de la contienda. Según la división social que subraya perspicazmente el cronista, los campesinos han hecho la guerra en la trinchera, y las clases medias y altas, en la retaguardia. Advierte que el obrero francés no ha ido a la guerra, pero es precisamente él quien la ha ganado “desde la fábrica, desde la forja, desde la mina, desde el laboratorio”. La perspectiva de Machado indica bien a las claras la importancia que concede a las reivindicaciones del proletariado en la nueva sociedad que debe surgir tras la gran guerra: una buena resolución de esta crisis obrera es esencial para que Francia vuelva a ser pronto “la dulce Francia de la vida amable y fácil”. Los políticos franceses se dan “perfectamente cuenta” de dónde está el “grave problema” y “se aprestan a resolverlo”. Mientras no se haga, la alegría de París durante el martes de Carnaval en que Machado escribe su crónica tiene, para él, “algo de amenazadora”. No hace falta más para que el lector español relacione inmediatamente estos nubarrones apenas sugeridos con la conflictiva situación tanto de su país, desde la huelga revolucionaria de 1917, como del mundo, con la revolución bolchevique todavía en marcha, de la que el propio cronista se va a ocupar más adelante.

La próxima llegada de Woodrow Wilson a París, para participar en la Conferencia de Paz, marca el próximo ámbito temático. Las dos crónicas siguientes están dedicadas al presidente norteamericano y al valor de sus ejércitos en la contienda bélica. En la primera (15 de marzo), Machado alaba a Wilson, quien, según escribe, es esperado en Francia como un nuevo Mesías capaz de reordenar el nuevo mapa del mundo; esta era en cierto sentido la visión que la propaganda de la Entente aliada había difundido (38), sobre todo a partir de la difusión de su programa de paz mundial basado en catorce puntos, formulado el 8 de enero de 1918, cuya plantilla fue la base de las conversaciones de paz y de la creación de la Sociedad de Naciones, la primera organización internacional de carácter político del mundo contemporáneo, por la que el cronista muestra su entusiasmo. Junto a ello, Machado no se olvida de la política nacional, y apela a sus compatriotas, en primer lugar para rechazar la propaganda alemana, la cual califica de “estúpida y embustera”, porque enfatiza las supuestas desavenencias entre los aliados, principalmente entre los americanos y los franceses; y, en segundo lugar, para que España no quede al margen de este nuevo porvenir del mundo, saliendo de una vez, como enfatiza, de nuestra “insolidaridad suicida, sólo beneficiosa a nuestras aves caseras de más o menos rapiña” y de “nuestro estulto y ridículo aislamiento”. Es lo que habían venido sosteniendo todos los partidos de izquierdas durante la guerra, y el propio Machado en los comentarios sociopolíticos de su dietario en El Liberal desde 1918.

La crónica posterior (18 de marzo) da testimonio del banquete celebrado en honor del ejército norteamericano. Según el narrador, el ovacionado discurso del mariscal Foch, que ocupa la mayor parte del texto, revive en su auditorio, de forma emocional e instantánea, “toda la magna y terrible obra que ha salvado a la Humanidad del mayor peligro en que ha estado nunca”; ocasión que Machado aprovecha para repasar sintéticamente los principales acontecimientos bélicos, con el sólo prestigio evocador de unos cuantos nombres: el triunfo del Marne, la defensa de Verdún, la ofensiva del Somme, la reconquista de Alsacia y Lorena, la liberación de Bélgica “la mártir”, y la victoria final del “genio latino contra la profesional barbarie germana”. Y eso pese a que el militar en realidad sólo se ha referido a “la actuación del ejército yankee en la guerra”.

Foch es caracterizado, en contraste con su heroísmo, como un caballero austero y sencillo, de “quijotesco mostacho”; simultáneamente, Manuel Machado había comparado a Joffre con Alonso Quijano en el soneto que escribió en su honor: y es que los franceses, como unos quijotes contemporáneos, defendían el ideal espiritual de la civilización latina frente a la barbarie de los Imperios Centrales, según manifestaron repetidamente los aliadófilos españoles en la prensa durante los cuatro años de guerra, consigna que el cronista repite en su texto.

Al narrador, de forma hiperbólica, el heroico discurso que acaba de escuchar le parece un digno fragmento de los Comentarios a la guerra de las Galias de Julio César, una “gran página de la Historia universal”, según le dice al “ilustre caudillo” cuando le es presentado. Como vemos, los elogios no son precisamente escasos: de don Quijote a Julio César. Y es que, “si es muy grande el hacer la Historia, no deja por eso de ser muy bello el saberla contar”, según concluye donosamente Manuel Machado.

La preocupación por la compleja situación mundial a través de la óptica española se acrecienta en las dos crónicas siguientes, que tienen una estructura similar: la entrevista y el diálogo de Machado con sendos españoles de excepción radicados en París: don Jaime de Borbón, el pretendiente carlista a la corona de España, y la rebelde infanta Eulalia, hija de Isabel II y tía de Alfonso XII, que en 1911 se había separado de su marido, Antonio de Orleáns, y había escrito un libro, Au fil de la vie, donde defendía la necesidad social del divorcio, provocando un escándalo por el cual fue desterrada de España durante once años.

La entrevista con don Jaime de Borbón (19 de marzo) se construye bajo el equívoco de que el cronista no sabe quién es su interlocutor hasta bien empezada su charla, y en que sus ideas no parecen corresponderse con los valores añejos que supuestamente debería sostener. El pretendiente muestra principalmente su aliadofolia y su preocupación por la política española (incidentalmente, también por el zar de Rusia), mientras que Machado transcribe sus palabras, muy alejadas del tradicionalismo que representa, y con las que está muy de acuerdo. Don Jaime cree que “ de todos los países neutrales ha sido España, en el fondo, el más aliadófilo”, y que “lo mejor del país ha simpatizado siempre con Francia”. Como el gobierno, el comercio y la industria ha tenido que entenderse con los países vecinos, el único desdoro ha sido “haber permitido la propaganda alemana”, que ha dividido a la opinión publica. Lo principal ahora, dice el príncipe, es “pensar sólo en la parte que España debe tomar a todo trance en el concierto mundial” y, en cuanto a la política interior, resolver “los problemas sociales y agrarios”. En todo ello, él no va a ser un obstáculo, porque los españoles deben estar unidos en un momento de tanta importancia. Machado, finalmente, alaba a don Jaime advirtiendo que “en cuanto a tradicionalismos, nada más tradicional para un hombre honrado que hablar un poco con el corazón en la mano”. Uno de los objetivos que consigue Machado al escribir esta crónica es el de enfatizar una vez más la equivocación y el aislamiento de las derechas germanófilas en España, mostrando que incluso el pretendiente carlista es aliadófilo.

Por su parte, la conversación en los salones de la infanta Eulalia (26 de marzo), otro miembro destacado de la España residente en París, que su autor recorre y recoge en estas crónicas (a veces simplemente citando su paso por ella, como hace ahora con la residencia del embajador, Quiñones de León, o el taller de Clará), muestra de nuevo que hasta en los ámbitos más mundanos y aristocráticos se habla de política. En esta ocasión, el gran tema candente puesto sobre la mesa es la cuestión social, que impide a Machado y a la infanta hablar de poesía, como era su primer deseo. De la mención a la revolución bolchevique y al probable asesinato del zar Nicolás II y su familia, que llena de siniestros presagios la conversación, se pasa al caso español. Interrogado por la infanta, Machado toma la palabra para decir que “nuestro país está lleno de inquietudes, verdaderamente graves y serias” y que “los problemas obreros de la ciudad y del campo reclaman una solución urgentísima”. Desde su perspectiva socializante, afirma que el movimiento del proletariado español, en el marco de las reivindicaciones obreras que se suceden en todo el mundo, “es tal vez el que con más justicia y con más necesidad se queja”. Si el gobierno actúa con inteligencia y se fija en otras naciones, Machado apuesta por “un arreglo con mutuas concesiones”. Una condesa con posesiones en Andalucía no lo ve de forma tan optimista (y esta mención incidental enfatiza la gravedad del asunto tratado). En todo caso, el ejemplo de la tardía reforma agraria emprendida en Rumanía, expuesto por un diputado y profesor de Bucarest, demuestra la necesidad de una resolución urgente del problema en España. Toda la crónica parece escrita en función de esta advertencia o aviso para navegantes. El caso ruso y el rumano son ejemplos muy distintos de lo que puede ocurrir en España si no se hacen las reformas a tiempo.

Tras las últimas crónicas, de hechura retórica y temática similar, en torno a los problemas de España, las dos siguientes retoman la cuestión de las conversaciones de paz. Ahora (27 de marzo), la contienda es traída a primer plano para defender las reivindicaciones italianas sobre la costa dálmata, que habían sido tachadas de exageradas. El cronista considera que esta petición no sólo es justa y estratégicamente recomendable, sino proporcionada al gran sacrificio bélico que el país hizo durante la guerra, y que es expuesto minuciosamente. Frente a las incomprensiones y los recelos en las negociaciones, el periodista aboga por un mayor entendimiento entre los pueblos, incluso al margen de sus políticos (alusión en la que sin duda está implícita de nuevo la preocupación de Machado por la difícil situación española); y por una “gran unión latina” encabezada por Francia e Italia, donde debería estar también España (junto a Portugal, Rumanía e Hispanoamérica), en oposición a los otros dos grandes bloques culturales que van a conformar políticamente el mundo: el anglosajón y el germano-eslavo.

Por otra parte (30 de marzo), Machado cree que el bolchevismo, desatado por Alemania, “enemiga secular del orden y de la verdadera civilización” (pues, en efecto, como es sabido, gracias a ella Lenin fue trasladado en un tren sellado desde Suiza hasta Rusia), y exportable a todos los países atrasados y mal dirigidos, es el último recurso germano para, ya que no pudo ganar la guerra, ganar la paz o al menos impedirla, presentándose como irresponsable de lo sucedido ante el mundo. Como apoyo a esta tesis, el cronista indica que, si en Austria llaman a la revolución rusa, “desvergonzadamente”, según escribe, “dictadura del proletariado”, se debe a “la concepción autoritaria y arbitraria” de “los caudillos bárbaros”, es decir, de los Imperios Centrales. Para evitar que este “simulacro de incendio pueda abrasar al mundo”, y que ello sea aprovechado por Alemania para volver a su proyecto de pangermanización, Machado indica que los aliados ya están redactando el tratado de paz que los vencidos deberán firmar y cumplir de inmediato. El ensañamiento y la desconfianza del cronista hacia Alemania acaba con la afirmación, para que nadie se apiade de ella, de que la vida allí es mucho más barata que en París y en Madrid. Este último comentario, como toda la crónica en general, parece que está escrito para contrarrestar la activa propaganda germanófila todavía presente en España: “para edificación de nuestros Quijotes más y menos sinceros que creen en las jeremiadas hechas a propósito de las exigencias de los aliados”. Por primera vez, “Quijote” se aplica no a los defensores de un ideal latino, como había ocurrido hasta ahora, sino a los seguidores de causas perdidas, como es ahora la alemana.

En las seis entregas finales, las correspondientes al mes de abril, Machado no vuelve a hablar de temas políticos, sino que dedica sus crónicas a tres aspectos más amables, en una, disposición que se repite por dos veces: las nuevas costumbres y formas de vida de los franceses tras la guerra; el contraste, de una memoria melancólica, entre el París de hace quince años y el actual; y, por último, el mundo del teatro.
En cuanto al primer tema, una crónica está dedicada al hombre y otra a la mujer francesa. Lo que se destaca, en general, es que “el ritmo de la vida se ha acelerado de un modo inaudito”. Del francés (1 de abril), todavía “a caballo entre dos vidas”, medio militar y medio civil, que ha dado “un ejemplo de grandeza y de fuerza admirable”, destaca Machado el hecho de que, debido a la contienda, ha desarrollado al máximo su “espíritu de organización”, y que, tras ella, el “valor de la raza” queda manifiesto en la multitud de proyectos y de ideas que le bullen en la cabeza, “negocios y asuntos de verdadera importancia moral y material, que apresurarán la marcha del mundo”. La conclusión, en una línea de exaltación épica, es que “Nada abona tanto el suelo de la patria como la sangre de sus héroes y sus mártires”. Como vemos, se trata de una crónica con un enfoque enunciativo general y meramente apologética del heroísmo francés, aplicable tanto a lo militar como a lo civil.

Mayor interés y encanto costumbrista tiene la dedicada días después a la mujer francesa (5 de abril), en la que ya no hace gala de un enfoque heroico, sino de uno más apegado a la experiencia callejera y cotidiana del cronista, donde sin duda residen algunas de sus mejores virtudes. Con una galantería previsible en el autor, no exenta de gracia, Machado certifica que, tras la guerra, la mujer ya no es sólo el alma de París, sino también el cuerpo. Mientras el hombre estaba en el frente, ella ha invadido todos los dominios y ocupaciones habitualmente reservados al varón, de forma que ahora “todas desempeñan un cargo público o doméstico, todas deben a la propia actividad los medios de vida o de independencia”. El cronista, con dinamismo enumerativo, se maravilla de “la profusión de uniformes femeninos” que le reciben y asedian en todas partes: “Desde el ‘bureau’ de poste, o de tabaco, hasta el vagón del metropolitano, pasando por el restaurante, el café, el tranvía, los bazares, las tiendas y toda clase de oficinas”.
Claro que un poeta modernista, autor de madrigales galantes y sostenedor del mito del París bohemio, no puede dejar de preguntarse (algo frívolamente, dadas las circunstancias), dónde están “las grisetas de Musset, las midinettes de Verlaine”: “Margot, Suzón, Lulú, Mimí, Naná, Biquette”, sin más oficio que “el de ser bonitas y alegres”. La melancolía de la memoria se dispara con la mera sonoridad erótica de los nombres, y el texto se rejuvenece y llena de términos franceses coloquiales para designar a “las eternas ‘mujercitas’ de París”. Y claro que las encuentra, pero ahora, signo de los tiempos, todas estas féminas aspiran a desempeñar el mismo oficio, “llena de ensueños de futuros triunfos la deliciosa cabecita”: se trata del cinema, “palabra mágica” a cuyo conjuro se vuelven locas “las muchachitas de París”: “Todas quieren, todas ansían, todas lloran, todas rabian por ‘hacer’ cinema”, según escribe, con anáfora burlona y sentimental, el cronista. Y qué duda cabe que el cine, que ya había aparecido, como no podía ser menos, en la crónica referida a los ingenuos soldados americanos en París, será uno de los elementos de modernidad que más van a marcar las expectativas, en todos los sentidos, de los felices años veinte (39).

Las dos crónicas teatrales aproximan la escritura parisiense de Manuel Machado a la crítica dramática que suele practicar habitualmente en El Liberal. Es significativo que, tras casi dos meses de estancia en París, su escritura ya no se dedique a los problemas candentes de la alta política, sino a cuestiones de ocio, que parecen indicar un cansancio por parte del cronista en los grandes temas, o bien su instalación, con el paso del tiempo en una normalidad más rutinaria (a no ser que este cambio se debiera a alguna consigna de la dirección del propio periódico, que veía cómo sus noticias políticas eran con frecuencia víctimas de la censura gubernamental, con el resultado de los consabidos “blancos” o “vacíos” en las columnas del diario). De hecho, en una de sus primeras crónicas había escrito que “no voy al teatro, porque estoy harto de él en Madrid”, lo que ahora, como es obvio, se desmiente.

En la primera crónica (3 de abril), Machado relata su cena con Firmin Génier, acompañado por su introductor, Carlos de Batlle, y su posterior asistencia a la representación de El mercader de Venecia en el teatro Antoine. De esta forma, primero expone las ideas teatrales del actor y comediógrafo, tal y como éste se las explica, sobre la puesta en escena, la integración del auditorio y el espectáculo, y la difuminación de los límites entre realidad y ficción; luego, puede observar su resultado en la práctica, haciendo una reseña muy positiva de la obra, hasta el punto de afirmar que “ha sido, en efecto, para mí uno de los más completos espectáculos de arte a que he asistido en mi vida”. Al final, el cronista hace prometer a Génier una próxima representación en España de sus montajes, con lo que la reseña cobra un mayor sentido para el lector habitual de El Liberal.

La segunda crónica teatral (14 de abril), que clausura las que Machado envía desde París, es completamente una crítica de la representación del Pasteur de Sacha Guitry, llevada a la escena por su hermano Lucien Guitry, “el más notable actor dramático del mundo”, según el cronista, quien, para demostrar su esprit, introduce al comienzo una anécdota que lo pone de manifiesto. Su habilidad consigue entretener al público durante cinco actos, de los que el crítico destaca los momentos que cree más interesantes, representando simplemente la vida del científico, “sin intrigas, sin aventuras, sin amores, sin celos, sin una sola mujer en escena”. De modo similar al caso anterior, la crónica se justifica, además de por su papel informativo y de intermediación cultural, porque Machado anuncia su representación en los teatros madrileños la próxima temporada.

Finalmente, quizá las mejores, y sin duda las más confesionales de estas crónicas manuelmachadianas, son aquellas en las que su autor (enlazando con una intención apuntada en el primer artículo) busca los restos del París de su aprendizaje finisecular, aquel que lo formó definitivamente como poeta, a través de una ciudad “trepidante y febril”, según escribe, que todavía está saliendo de la pesadilla de la guerra: “Yo buscaba al París mío, alerta y tranquilo, en medio de este París que aún tiene el aire de haber pasado una mala noche, nervioso y avejentado por el insomnio” (2 de abril). Aplicando la retórica del paseo urbano, que reconstruye fragmentariamente tanto la ciudad como su recuerdo y su discurso, y con un tono levemente intimista y nostálgico, el cronista se lanza a revivir la ruta que enlazaba los dos hemisferios de su juventud, de Montmartre al Barrio Latino, no en balde el primer título proyectado para el libro que recogió sus “cuentos parisienses”, finalmente titulado El Amor y la Muerte (1913), donde el recorrido se traza en varias ocasiones (y, en sentido inverso, en su crónica “Impresiones”, de 1899 (40)). Tras no encontrar sino ruinas y un ajetreo muy moderno en el primero de los polos, en el segundo, junto a la plaza de la Sorbona y las “viejas tapias de Cluny”, que unen “lo viejo y lo nuevo”, el poeta halla un rincón de paz y olvido donde poder sentir la intersección del pasado con el presente. El relato de una anécdota nimia, cotidiana, como es la de unos gorriones picoteando unas migajas de pan mientras son observados por un pequeño grupo de ciudadanos, que olvidan momentáneamente sus quehaceres, se carga de una inesperada trascendencia: es la puerta de entrada que permite al autor vivir un instante de eternidad, y captar, de modo íntimamente simbolista, mediante una vivencia que también podríamos llamar “intrahistórica”, la esencia de la ciudad. Por ello, finalmente escribe: “yo he visto un momento el alma de mi París”.

Esta “dolorosa peregrinación en busca del pasado”, sustrayéndose al vértigo de la actualidad y de los compromisos mundanos o periodísticos del autor (que éste no deja de enumerar), tiene su continuidad días después (9 de abril) en otra crónica en la que su protagonista va en busca, repitiendo su “diario camino de antaño de Montmartre al Barrio Latino”, no ya de la esencia o el alma eterna de la ciudad, sino de los espacios de su juventud: primero, “uno de aquellos pequeños restaurants del buen tiempo viejo” que, “como un monumento del pasado”, encuentra en la calle de Vaugirard (en la que el poeta estuvo alojado en 1900, y donde luego dirá componer los primeros versos de Alma); luego, el célebre Cabaret des Noctambules, en el que todavía encuentra inesperadamente, tras haber entonado un elegíaco ubi sunt, algunos de los chansonniers que conoció en el fin de siglo, como Yen-Lug, Vincent Hispa o Xavier Privas. Al comenzar éste la conocida canción de las horas (“‘Las horas grises’ del que sueña, ‘las horas rojas’ del que ama, ‘las horas negras’ del que sufre, ‘las horas blancas’ del que muere”), el cronista aprovecha para cerrar con un perfecto broche elegíaco su crónica (con el que cierro también mi intervención): “¡Ah, poeta! ¿Quieres decirme de qué color son las horas del que recuerda lo que no ha de volver?…

NOTAS

Vid. C. H. Cobb, “Una guerra de manifiestos, 1914-1916”, Hispanófila, 29 (1967), 45-61, y F. Díaz-Plaja, Francófilos y germanófilos, Madrid, Alianza, 1981.

A. Machado, carta a M. de Unamuno fechada en Baeza, 16 de enero de 1915. En A. Machado, Prosas dispersas (1893-1936), Madrid, Páginas de Espuma, 2001, p. 381. Vid. además A. Machado, “España y la guerra”, La Nota [Buenos Aires], 47 (1 de julio de 1916), 921-923, op. cit., pp. 403-411.

Vid. “Liga Antigermanófila. Manifiesto a los españoles”, España, III, 104 (18 de enero de 1917), 4-7. La firma de M. Machado (junto a la de su hermano Antonio) está incluida en el apartado de “Publicistas”, donde aparece como “redactor de El Liberal” (p. 6).

Vid. M. Machado, Día por día de mi calendario. Memorándum de la vida española en 1918, Madrid, Juan Pueyo, 1918, pp. 174-175.
M. Machado, Día por día de mi calendario, ed. cit., 6 de junio de 1918, p. 162.

Vid. R. Alarcón Sierra, La poesía de Manuel Machado: Alma, Caprichos, El mal poema (estudio y edición crítica), Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza (Serie Microfichas), 1997; Entre el modernismo y la modernidad: la poesía de Manuel Machado (Alma y Caprichos), Sevilla, Diputación Provincial de Sevilla, 1999, o, más brevemente, la introducción a M. Machado, Alma, Caprichos y El mal poema, Madrid, Castalia, 2000.

Géminis, “Jean Moréas. ‘El rufián’”; “Henri Bataille. ‘El mes mojado’”, en E. Díez-Canedo y F. Fortún (eds.), La poesía francesa moderna, Madrid, Renacimiento, 1913, pp. 180-181 y 269-270, respectivamente; P. Verlaine, “Sabiduría (Versión de Manuel Machado)”, Esfinge, IIª época, 33 (1 de febrero de 1917), 498; “A María Inmaculada (Versión de Manuel Machado)”, ibid., 35 (1 de marzo de 1917), 540; “Resignación (Versión de Manuel Machado)”, ibid., 41 (20 de mayo de 1917), XV; “Henry Batalle. ‘Por los vidrios grises’ (Traducción de Géminis)”, ibid., 46 (1 de agosto de 1917), 834; (trad.), “Antología francesa. Poesías de Jean Moréas. El rufián”, Cosmópolis, I, 3 (marzo de 1919), 562-563. Vid. al respecto R. Alarcón Sierra, “Manuel Machado y su traducción in partibus infidelium de Paul Verlaine”, Voz y Letra, IV, 2 (1993), 129-146.

M. Machado (trad.), “Los poetas contemporáneos. Emilio Verhaeren [‘El molino’ (Del libro Les Soirs). ‘Los pobres’ (De Les visages de la vie). ‘El árbol’ (De La multiple splendeur)]”, El Liberal (4 de julio de 1918), 1, y “Los poetas contemporáneos. Charles Van Lerberghe [‘Barcas de oro’ (Del libro ‘Entrevisions’). ‘El Señor ha dicho…’ (De ‘La Chanson d´Eve’). ‘Cuando viene la noche’ (De ‘La Chanson d´Eve’)]”, ibid. (19 de julio de 1918), 1.

Cf. E. Verhaeren, “Bélgica heroica y mártir”, España, I, 32 (2 de septiembre de 1915), 5, así como los testimonios recogidos por F. Díaz-Plaja, op. cit., pp. 175-200. J. Camba ironizaba tempranamente al respecto en su crónica “Los pequeños belgas”, ABC (13 de noviembre de 1914), recogida en J. Camba, “La guerra desde Suiza”, El destierro, Madrid, Magisterio Español, 1970, pp. 222-224.

M. Machado, “Georgette Leblanc en el Ateneo. Conferencia con canciones y poesías de Maeterlinck”, El Liberal (13 de diciembre de 1916), 3. De hecho, según informa el propio M. Machado, el gobierno prohibió las siguientes conferencias que el poeta tenía previsto dar en Madrid (en la Casa del Pueblo) y en Barcelona, seguramente porque la neutralidad española impedía este tipo de apologías a favor de uno de los bandos por parte de miembros de los países contendientes.
Vid. R. Alarcón Sierra (ed.), M. Machado, Impresiones. El modernismo (Artículos, crónicas y reseñas, 1899-1909), Valencia, Pre-Textos, 2000.

Pablo González Alonso, Cartas a los Machado, Sevilla, Diputación Provincial de Sevilla, 1981, p. 110. Son tres las cartas a Machado, sin fecha, en las que Gómez Carrillo le desea buen viaje a París, ibid., pp. 107-110.

La Bibliografía machadiana (Bibliografía para un centenario) dirigida por Manuel Carrión Gútiez (Madrid, Biblioteca Nacional, 1976, p. 46, entrada número 427) sólo señala diecisiete de estas crónicas, porque no cita la correspondiente al 2 de abril de 1919. Gordon Brotherson, por su parte, sólo señala la fecha de la primera y la última, y hace una síntesis de su contenido en la que incluye datos que no aparecen en estas crónicas (como su paso por Bélgica, o sus comidas con Courteline o los Coquelin); es probable que mezclara información de otros artículos depositados en el Archivo Manuel Machado de Burgos (vid. Manuel Machado. A revaluation, Cambridge, UP, 1968, p. 44; trad. Manuel Machado, Madrid, Taurus, 1976, pp. 52-53). Del mismo modo, no he encontrado la carta abierta de Machado que, según Brotherson (op. cit., pp. 43 y 51-52, respectivamente), apareció en El Liberal en agosto de 1916.

M. Machado, “La temporada de primavera. Inauguraciones y estrenos/Infanta Isabel/Estreno de ‘Caperucita y el lobo’, por J. López Pinillos”, El Liberal ((20 de abril de 1919), 3.

M. Machado, “Intenciones. Hermann Muller”, El Liberal (2 de julio de 1919), 3; “Intenciones. A granel”, ibid. (11 de Julio de 1919), 3.

M. Machado, “‘Flevit Super Illam… ’”, Summa. Revista Selecta Ilustrada. Quincenal [Madrid], I, 2 (1 de noviembre de 1915), 8. Ilustración de Gutiérrez Larraya.

M. Machado, “¡Muy bonito!” y “‘Flevit Super Illam… ’”, Sevilla y otros poemas, Madrid, Editorial América, 1918, pp. 79-80 y 113-114, respectivamente.

M. Machado, “A Francia. En la persona de nuestro ilustre huésped R. Poincaré”, Canciones y dedicatorias, Madrid, Imprenta Hispano-Alemana, 1915, pp. 87-88. De forma análoga, su único cuento bélico, “El teniente Nochebuena”, que había sido incluido en el volumen El Amor y la Muerte (1913) y en La Nación (11 de marzo de 1913), lo volverá a publicar durante la guerra en Día y Noche [Madrid], I, 1 (20 de octubre de 1918), 1-2.

M. Machado, “A Francia, hoy”, Sevilla y otros poemas, Madrid, Editorial América, 1918, pp. 133-134. Transcribo el soneto, tal y como apareció en Los Aliados, 3 (27 de julio de 1918), 2, señalando, en cursiva, las variantes: “A Francia//Francia, divina Francia, jardín y corazón/de Europa, portadora de lises ideales/que guían a la pobre Humanidad. Timón/en la mar procelosa de bienes y de males.//Francia, que no has perdido la suprema sonrisa/en medio de la hoguera horrísona, sabiendo/que, por encima de la llama y el estruendo/y el ‘Deutschland uber alles’ florecerá tu risa.//Francia inmortal, que hoy riegas de sangre generosa/La rosa que va a ser, la inverosímil rosa/que no ha de marchitarse en los siglos sin fin…//Vencedora segura de la Última guerra,/salve, en nombre de todos los pueblos de la Tierra./¡Francia, divina Francia, corazón y jardín!”. Sobre la publicación citada, vid. Jesús Mª Monge, “Rosa de llamas: Valle-Inclán y Mateo Morral en la revista Los Aliados”, El Pasajero. Revista de estudios sobre Ramón del Valle-Inclán, 1 (2000) .
M. Machado, «I. España y Francia. II. Francia inmortal. III. Al mariscal Joffre, vencedor del Marne», La Libertad (29 de abril de 1920); «Al mariscal Joffre, vencedor del Marne», en «Página literaria de El Adelantado de Segovia», El Adelantado de Segovia (11 de mayo de 1920), y en Dedicatorias, Madrid, Mundo Latino, 1924.

Vid. M. Machado, «Rostand a ‘L’Espagne’», El Liberal (7 de septiembre de 1913), 2. Se conservan tres cartas de E. Gómez Carrillo, sin indicación de año y con membrete de L’Espagne, dirigidas a M. Machado. En ellas, el guatemalteco solicita al sevillano que no deje de enviar colaboraciones para el semanario. Vid. P. González Alonso, Cartas a los Machado, ed. cit., pp. 96-98.

M. Machado, Día por día de mi calendario, Madrid, Juan Pueyo, 1918, p. 66. Anotación correspondiente al 21 de febrero de 1918.

Ibid., p. 93. Vid. José Subirá, Los españoles en la Guerra de 1914-1918. I. Memorias y Diarios. Recopilación glosada II. Asi dijo Montiel: Histora novelesca III. Epistolarios y narraciones: selección refundida IV. Ante la vida y ante la muerte: novela histórica, Madrid, Pueyo, 1922, IV vols.

M. Machado, “Día por día de mi calendario”, El Liberal (4 de noviembre de 1918).

M. Machado, “Día por día de mi calendario”, El Liberal (28 de octubre de 1918).

M. Machado, “Día por día de mi calendario”, El Liberal (25 de noviembre de 1918).

M. Machado, “Día por día de mi calendario”, El Liberal (18 de noviembre de 1918).

Vid. R. Alarcón Sierra (ed.), M. Machado, Impresiones. El modernismo, ed. cit., especialmente pp. 14-31, y “Los libros de viaje en la primera mitad del siglo XX. Julio Camba: la rana viajera”, en L. Romero Tobar y P. Almarcegui Elduayen (coord.), Los libros de viaje: realidad vivida y género literario, Madrid, Universidad Internacional de Andalucía / Akal, 2005, pp. 158-195.

Cf. el siguiente párrafo, perteneciente a la crónica del 9 de abril, donde nos informa de actividades que no serán recreadas en ningún otro artículo (salvo su asistencia a la representación de Pasteur): “mi cuaderno de notas no marca demasiados compromisos para esta tarde y aún puede que me quede tiempo para cumplir algunos. Veamos: un concierto en la sala de Pasdeloup; visita de los talleres de Pepe Clará, nuestro mejor escultor, y Federico Beltrán, el gran pintor español, hay confianza. Sanjurjo y Paul Adam, para hablar de la Academia Latina; el Club Mediterráneo, del grupo Monjoie, que cuenta conmigo… bueno, mañana. Repetición general de Bourgeois Gentilhome, con la nueva ‘mise en scène’ del gran Génier, último grito del teatro moderno. Veré la ‘première’. Ah, Juanita Desclos, la deliciosa actriz, que quiere leerme su comedia. Esto de las comedias debajo del brazo es universal. Y menos mal cuando los brazos son como estos. Esperará. Nunca es tarde, si la dicha es buena. Comida con Lucien Guitry en su magnífico hotel y representación de Pasteur, su creación maravillosa en el Vaudeville. Me excuso por hoy. Pero todavía madame Simonne Lebargy para hablar del teatro. No. Y el capitán de Francisqui para conversar de la cuestión de Italia. Total, nada; a condición de tener el don de la ubicuidad, una memoria privilegiada y un estómago a prueba de bomba”.

El cronista no se autorrepresenta como personaje en las crónicas correspondientes a los días 15, 27 y 30 de marzo, 1 y 14 de abril; en todas las demás lo hace, aunque podemos considerar las de los días 11 y 14 de marzo como un tipo mixto, puesto que el narrador escribe desde una perspectiva general, pero en un momento dado desciende a ejemplificar lo que dice con una anécdota, que muestra su experiencia personal acerca de los hechos relatados

Vid., por ejemplo, los testimonios recogidos por F. Díaz-Plaja, “Francia la frívola”, Francófilos y germanófilos, ed. cit., pp. 333-342.
El agresor, M. Cottin, fue condenado a muerte en Consejo de guerra: vid. “El atentado contra Clemenceau”, El Liberal (15 de marzo de 1919), 3.

Vid. R. Alarcón Sierra, “La ciudad y el domingo; el poeta y la muchedumbre (de Baudelaire a Manuel Machado)”, Anales de la Literatura Española Contemporánea, 24, 1-2 (1999), 35-64.

M. Machado, “El saber de la miseria”, Alma Española, II (13 de diciembre de 1903), 4, y El Amor y la Muerte, ed. cit. (1913), p. 225; “Última”, en Alma. Caprichos. El mal poema, Madrid, Castalia, 2000, p. 216.

Vid. Manuel y Antonio Machado, Las adelfas. El hombre que murió en la guerra, Madrid, Espasa-Calpe (“Colección Austral”), [1947] 1981, pp. 114-116. La obra fue escrita entre finales de los años veinte y comienzos de los treinta, aunque no se estrenó hasta 1941.

R. Alarcón Sierra, “El hombre que murió en la guerra, El hombre que yo maté de Rostand y Lubitsch y los intertextos de Manuel Machado”, Revista de Literatura, LXVIII, 136 (2006), 569-593.

Cf. una interpretación similar en J. Camba, “Los soldados americanos”, El Sol (20 de enero de 1918), reproducido en F. Díaz-Plaja, op. cit., pp. 428-430.

Cf., por ejemplo, los artículos de G. Alomar, “Los valores espirituales y la guerra”, El Imparcial (1 de agosto de 1917), y Azorín, “Los Estados Unidos son la libertad”, ABC (28 de agosto de 1918), extractados por F. Díaz-Plaja, op. cit., pp. 422-423.

Cuando M. Machado emplea el anglicismo “film” lo hace entre comillas y siempre en femenino: “una ridícula ‘film” sentimental inglesa” –“Crónica de París”, El Liberal (11 de marzo de 1919), 3–; “aspiran todas a verse en la ‘film’” –“ Crónica de París”, ibid. (5 de abril de 1919), 1–.

Vid. M. Machado, “Impresiones”, Hoja literaria de El País (12 de junio de 1899), que he recogido en la ed. cit. de Impresiones. El modernismo, pp. 215-222, así como los relatos de El Amor y la muerte en M. Machado, Cuentos completos, Madrid, Clan, 1999.

Cine : Mare Nostrum (Rex Ingram, 1926)

Mayor Reisman
Blog Cine bélico e histórico

No es raro que tras un acontecimiento histórico traumático se produzca una gran explosión de creación artística. Cuanto más grande sea dicho acontecimiento, mayor es su influencia en el mundo de la cultura. Por ello no es de extrañar que el impacto causado por la Gran Guerra fuera a escala global. Ni siquiera los creadores españoles se libraron de ese impacto, y entre ellos uno de nuestros literatos más famosos de aquellos tiempos: Vicente Blasco Ibáñez. Blasco Ibáñez publicó tres novelas ambientadas en la Primera Guerra Mundial: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), Mare Nostrum (1918) y Los enemigos de la mujer (1919). Y las tres han sido llevadas al cine.

Fue el director Rex Ingram el primero en llevar a Hollywood una obra de Blasco Ibáñez. Se trató de Los cuatro jinetes de la Apocalipsis, estrenada en 1921. La película se convirtió en un éxito arrollador y lanzó al estrellato a su protagonista principal: Rodolfo Valentino. Evidentemente, también fue la causa de que Blasco Ibáñez fuera conocido a nivel mundial. Esta película tuvo un remake en el año 1962, pero la acción se trasladó a la 2GM.

La siguiente adaptación cinematográfica fue la de Los enemigos de la mujer. Dirigida por Alan Crosland (el director de «El cantor de Jazz») y protagonizada por Lionel Barrymore (el malvado banquero de «¡Qué bello es vivir!»). Llegó a las pantallas en 1923 pero desgraciadamente no se conserva ninguna copia integra de esta película, aunque no debió de ser precisamente un éxito porque es una perfecta desconocida.

Dos años después, en 1925, Rex Ingram decidió realizar la única obra que quedaba por adaptar, Mare Nostrum. Un año después llegó a las pantallas. No tuvo tanto éxito como «Los cuatro jinetes» pero a pesar de ello es una película más que notable. Sobretodo porque a diferencia de las anteriores que fueron rodadas en los Estados Unidos, Rex Ingram rodó la película en los escenarios donde transcurría la novela y no sólo en decorados. Es una de las primeras películas de Hollywood que fue rodada íntegramente en Europa.

La razón de esa rareza fue que Rex Ingram participó como director secundario de la película de 1925 Ben-Hur. Ingram era el responsable del rodaje de escenas exteriores en diversos lugares de Italia. Al parecer quedó encantado del paisaje y decidió establecerse en la Riviera Francesa fundando su propia productora semi-independiente. A partir de ese momento realizó sus películas en la zona del Mediterráneo y la primera de ellas fue «Mare Nostrum».

También esta película tuvo su remake sonoro en 1948, pero esta vez se trató de una producción española dirigida por Rafael Gil (el director de «El clavo») y en el que el papel de Ulises era interpretado por Fernando Rey y el de Freya por la mejicana María Félix. Desafortunadamente no puedo decir mucho más de ella porque no la he visto.

Volviendo a la película de 1921. En la cinta no sólo veremos tomas de las ciudades de Barcelona, Nápoles, Marsella y Pompeya. Ingram también es capaz de sumergirnos en las calles y en las casas de esas ciudades. La ambientación es increíblemente detallista. Nada más comenzar se nos muestra el interior de una casa española donde vemos al protagonista en su niñez acompañado de su tío, un viejo lobo de mar, junto a su amigo y sirviente Caragol. En un momento dado, Caragol debe de preparar unos vasos de vino para brindar por Anfítrite, la diosa de los mares, y en la mesa podemos ver un porrón y ¡una botella de «Anís del Mono»!

La historia desarrollada en «Mare Nostrum» es una buena historia de espías que a los gustos actuales podrá resultar algo folletinesca en algunos aspectos. El protagonista es el marino Ulises Ferragut (Antonio Moreno), patrón y propietario del carguero «Mare Nostrum». Cuando está a punto de abandonar el negocio estalla la Guerra y evidentemente las oportunidades de hacer fortuna se multiplican. A partir de ese momento se dedica al transporte de bienes entre los distintos países. Durante una escala en Italia, aprovecha para visitar las ruinas de Pompeya y allí conoce a una curiosa pareja de mujeres: la Doctora Fedelmann profesora alemana de arqueología y su acompañante, la bella Freya (Alice Terry), a quien Ulises toma por Anfítrite en carne mortal.

Pero la Doctora Fedelman en realidad es la líder de un grupo de espías alemanes, y la misión de Freya consiste en seducir a Ulises. Italia es en esos momentos una potencia neutral y el plan de Fedelman es que Ulises capitanée un velero con combustible y suministros para un submarino alemán que ha conseguido penetrar en el Mediterráneo. Hay una escena realmente curiosa en la que brindan por el éxito de la misión y frente a ellos aparece un retrato del rey de Italia. Fedelman entonces se acerca y mediante un mecanismo la foto es sustituida por otra del almirante Tirpiz.

Desde el punto de vista histórico, “Mare Nostrum” recoge un episodio menor de la Primera Guerra Mundial, pues el Mediterráneo no fue uno de los grandes escenarios de dicho conflicto, aunque sí es cierto que hubo una serie de acciones debidas a submarinos alemanes. Estas llegaron a causar el hundimiento de dos acorazados y de dos cruceros a lo largo del conflicto, además de otras naves más pequeñas y cargueros. Sus bases estaban en los puertos austríacos de Pola y Cattaro, situados en el Adriático. La escena del suministro al submarino alemán es muy buena porque se utilizó un submarino auténtico. En otras escenas se utilizaron maquetas, sobre todo en las escenas de los combates navales. Si tenemos en cuenta que es 1926 hay que reconocer que los efectos especiales son más que decentes, y probablemente eran de lo mejorcito para la época.

No voy a desvelar la trama porque creo que es una película que merece la pena verse. Sí comentaré que en ella podemos ver algunos estereotipos del cine bélico de la época clásica como el conde Kaledine que hace de alemán «cabeza cuadrada», o el capitán del submarino que parece un clon de Erich von Stroheim. Y por supuesto, destacaría el papel de Alice Terry que realiza un precedente de la famosa «Mata Hari» de la Garbo. Una pequeña joya del cine mudo.

De las trincheras

Julio Martínez Mesanza
Poeta

La inacción que todo lo pudre. La acción a sabiendas equivocada. El movimiento limitado, que renuncia a envolver; es decir, a hacerse con la ganancia completa, y se contenta con la cabeza de puente sin futuro, con la perforación, con la herida rápidamente restañada. El barro, que es la culpa; es decir, la lluvia regeneradora mezclada con la tierra que somos. La tierra de nadie, que ninguno puede cruzar con vida, porque está hecha de desesperanza y nada. Los cráteres, que son lo inverso de lo que fue, la uve invertida de la Verdad. Las alambradas, que son la corona de espinas, y la corona de espinas, que somos nosotros.

De : http://cuestionesnaturales.blogspot.com/2008/01/de-las-trincheras.html