Enrique Baltanás
Universidad de Sevilla
- El análisis de El hombre que murió en la guerra requiere plantearse antes de todo tres cuestiones previas: la fecha de la escritura, las circunstancias de su estreno y la hipotética autoría en solitario de Antonio Machado. Esta última cuestión, defendida hasta hace bien poco por numerosos críticos, ha quedado definitivamente clarificada por Rafael Alarcón Sierra en un sólido artículo2 que ofrece pruebas irrefutables de la decisiva aportación de Manuel a la escritura del drama e incluso de su ideación primera. La obra se estrenó en el Teatro Español de Madrid el dieciocho de abril de 1941, y se publicó en la colección Austral, en Buenos Aires, en 1947, con
un prólogo de Manuel… [leer artículo completo en PDF]
El análisis de El hombre que murió en la guerra requiere plantearse antes de todo tres cuestiones previas: la fecha de la escritura, las circunstancias de su estreno y la hipotética autoría en solitario de Antonio Machado. Esta última cuestión, defendida hasta hace bien poco por numerosos críticos, ha quedado definitivamente clarificada por Rafael Alarcón Sierra en un sólido artículo que ofrece pruebas irrefutables de la decisiva aportación de Manuel a la escritura del drama e incluso de su ideación primera. La obra se estrenó en el Teatro Español de Madrid el dieciocho de abril de 1941, y se publicó en la colección Austral, en Buenos Aires, en 1947, con un prólogo de Manuel.
En dicho prólogo, Manuel afirma que la obra se estrenaba «trece años después de escrita», o sea, que, según un cálculo muy simple, se escribió en 1928, diez años después de terminada la I Guerra Mundial.
Pero, entonces, ¿por qué no se estrenó en su momento? En entrevista en La Voz de Madrid de uno de abril de 1935, a la pregunta de si preparaban algo de teatro, Antonio respondía: «Hemos terminado una comedia: El hombre que murió en la guerra. Necesitamos un gran galán para intérprete. Y ése es el problema: ya sabe usted cómo estamos de galanes.» Algunos han interpretado que ese «hemos terminado» equivale a un «acabamos de terminar». Fue Domingo Ynduráin el primero en sostener «que la fecha que da Manuel Machado es falsa y que esta obra es la última que escribieron los hermanos». Por lo visto, Manuel Machado mentía como hablaba. Ynduráin cree que es posterior al año 1932, pero José Luis Cano, por su parte, retrasa la conclusión de su escritura al mismo 1936. Otros críticos nos aseguran que, aunque la obra empezó a escribirse en 1928, no se concluyó hasta 1935.
Pero, ¿por qué hemos de creer que Manuel Machado mintió sobre la fecha de composición del drama? ¿O que no dijo toda la verdad? ¿Qué importancia o qué trascendencia puede tener esta cuestión?
Marina Villalba mantiene que «Manuel Machado alteró la fecha de composición, con el fin probablemente de evitar la identificación entre el contenido de la obra y el ambiente revolucionario de preguerra. Si se deseaba estrenar la comedia en la inmediata posguerra, se debía de antemano advertir a los censores y a los espectadores-lectores que se trataba de una obra no escrita en período prebélico.» Es posible que Manuel Machado quisiese dejar claro que la obra nada tenía que ver con la guerra civil del 36, pero no vemos por qué de ahí se deduzca que mintiera, falseando la fecha. ¿Por qué o para qué? Más bien se trata de un gesto de honradez: miren ustedes, esta obra que ahora se estrena, no les voy a engañar, lleva escrita trece años. Las palabras de Antonio no le desmienten. Lo que sí delatan es la cuquería —o la sabiduría— de un escritor que no quiere publicitar que un drama suyo escrito en 1928, siete años después aún no había conseguido que se estrenara. De ahí el «hemos acabado», que no falta a la verdad, pero que tampoco arrumba su drama al drama de los originales que no encuentran editor, en este caso compañía que los representase. Antonio achaca el que no se hubiera estrenado a la falta de galanes adecuados: «ya sabe usted cómo estamos de galanes». Podemos creerle (¿tan escaso estaba el teatro español de galanes?)… o podemos suponer que la obra no suscitó ningún interés en las compañías teatrales porque no confiaran en su éxito de taquilla. No podemos saberlo. Pero en todo caso las declaraciones de Antonio en 1935 no contradicen las de Manuel en 1947.
Quien sí las contradice es Joaquín Machado, quien, en carta a Manuel H. Guerra, le cuenta: «El hombre que murió en la guerra lo terminaron el año 1935, y ya por entonces tenían entre manos otra obra original, cuyo primer acto estaba terminado a principios del 36.» Pero este testimonio no es fiable, aparte de los años transcurridos (la carta es de 1953), porque Joaquín no conocía íntimamente el mundo de sus hermanos mayores. Por ejemplo, ni Joaquín ni José sabían de la relación entre Antonio y Pilar de Valderrama, de la que Manuel sí parece estar al tanto. En una carta de Antonio a Pilar, tras un frustrado encuentro en un teatro, le explica: «Como iba acompañado de mis hermanos Pepe y Joaquín, y además encontré allí, como siempre a muchos conocidos, sufrí doblemente buscándote con los ojos, para verte sin que nadie viera que te conocía.»
El intento de retrasar la fecha de escritura del drama a 1935, si es que no después, obedece al interés de los críticos por relacionar El hombre que murió en la guerra con la de 1936 y atribuirle una supuesta intención pacifista relacionada necesariamente con el republicanismo. Ya era así en el libro de Manuel H. Guerra, quien afirmaba:
«No cabe duda alguna de que la voz de Juan de Zúñiga no pertenece a Manuel Machado y que el protagonista de la obra, como Don Antonio, representa los ideales y convicciones del régimen republicano que ascendió al poder en 1931 y fue luego derrotado en la guerra civil.»
Juan de Zúñiga, el protagonista de nuestro drama, queda así convertido, por arte de birlibirloque, poco menos que en miliciano del Frente Popular.
Sigue Manuel H. Guerra:
«Parece increíble que Manuel Machado, que abiertamente favorecía la causa de Franco, tuviera el valor de llevar esta comedia al escenario y acercarse a las candilejas al levantarse el telón cuando terminó el segundo acto.»
Sí, parecería increíble… si lo que afirma Guerra de Juan de Zúñiga tuviera algún viso de verdad. Y si la obra no fuese tan de Manuel como de Antonio. Pero Guerra insiste en los fenómenos increíbles:
«Y a pesar del prólogo puesto por Manuel con el evidente propósito de informar a los censores y al público de que la obra se había escrito refieriéndose a otra guerra y en otra época [¿es que los censores no sabían leer?], también parece increíble que la censura no advirtiera el significado político que encerraba [claro, cómo lo iba a encontrar si no lo tenía], su partidismo [!!!] y su embarazadora similitud con el conflicto contemporáneo [!!!!!!].»
Pero, para Manuel H. Guerra, la prueba definitiva, aunque él la llame «una prueba más», es que la obra se representó en 1952 ¡antes las autoridades republicanas en el exilio!:
«Una prueba más del sentido político de esta obra es que fue llevada a la escena en México por Cipriano Rivas Cherif en 1952 (Rivas Cherif fue prisionero político varios años). La obra se representó ante el presidente del Gobierno español en el exilio y otros funcionarios, en honor y homenaje al poeta Antonio Machado.»
Así, pues, se trataba de, una vez más, distinguir entre Manuel y Antonio, así como de utilizar torcidamente las supuestas intenciones de uno y de otro, repartiendo los papeles a conveniencia. Al fondo, la idea de que los frentepopulistas (eufemísticamente llamados «republicanos») eran bienintencionados pacifistas franciscanos al paso que los alzados el dieciocho de julio eran fieros belicistas ávidos de comerse los niños crudos. Un maniqueísmo simplista que no se compadece con los hechos históricos de todos conocidos.
Últimamente, Rosa Sanmartín ha buscado y localizado el texto entregado por Manuel a la censura para su representación. En su artículo sobre la cuestión vuelve Sanmartín a la tesis de la atribución original a Antonio Machado, si bien concediéndole a Manuel la inclusión de algún fragmento de su caletre. Sostiene Sanmartín, que «la versión dada a Censura era originariamente de Antonio Machado y que su hermano Manuel había incluido su firma para que el último escrito de su hermano, ya muerto en el exilio, pudiese llevarse a escena.» Pero justamente debía de ser al contrario, porque un año antes había publicado Dionisio Ridruejo en la revista Escorial su mot d’ordre «El poeta rescatado», y lo que interesaba en aquel momento al Régimen —o a ciertos sectores del mismo— era precisamente la firma de Antonio, no la de Manuel, ya habitual en la prensa del momento (y del Movimiento).
Para esta atribución casi en exclusiva a Antonio, así como para la datación en dos momentos, 1928 y 1935, se basa Sanmartín en la descripción de lo que ella denomina manuscrito, cuando es en realidad un mecanoscrito, probablemente mecanografiado por algún secretario o escribiente. El texto fue entregado en dos cuadernos, el primero con los dos primeros actos, y el segundo con los dos siguientes. En el primer cuaderno, después del título, se escribe a máquina «comedia en dos actos», pero el «dos» aparece tachado y, a mano, corregido «cuatro». A continuación aparece, también mecanografiado, «Original de: Antonio Machado», pero a mano se escribe, antes del nombre de Antonio, «Manuel y» (y esto último ocurre en el segundo cuaderno, donde también el nombre de Manuel aparece escrito a mano). Otra cosa llama la atención de Sanmartín: que al final del segundo acto, o sea, del primer cuadernillo, figura la palabra «FIN», lo que confirmaría «que hasta aquí había llegado el primer proyecto teatral de Antonio Machado», es decir, el de 1928. No es desde luego el método habitual de los autores, que siempre escribieron sus obras teatrales mancomunadamente y de principio a fin. ¿Por qué esta obra iba a ser la excepción?
Todos estos detalles del mecanoscrito (que no manuscrito) pueden tener una explicación más sencilla: errores del mecanógrafo que luego subsanó Manuel. Por lo demás no es coherente un tan largo proceso en la escritura dramática. La escritura de una novela puede dilatarse largos años, pero una obra de teatro suele escribirse más o menos de golpe, por la misma naturaleza de lo dramático.
En resumen, nosotros no encontramos ningún motivo para que Manuel falsease la fecha de composición del drama. El hombre que murió en la guerra nada tiene que ver con la guerra civil española… a no ser porque se trata de la guerra, en cuyo caso podría relacionarse con la guerra franco-prusiana, o la de Crimea, o la de los Treinta Años… o, en efecto, con cualquier otra guerra pasada, presente o futura.
A pesar de que España conservó la neutralidad, la Gran Guerra tuvo importante repercusión en el país. Los españoles se dividieron en germánofilos y aliadófilos, que se enfrentaron a veces acaloradamente. A pesar de la neutralidad oficial, hubo muchos combatientes españoles, naturalmente voluntarios. Según Jean Marc Delaunay, «más de 15.000 españoles, principalmente catalanes y aragoneses, se alistaron en el ejército galo.»
Los Machado figuraron en el bando aliadófilo. Antonio publicó en 1916 un artículo titulado «España y la guerra» , donde se muestra claramente partidario de la victoria de Francia. Pero fue Manuel quien más activo se mostró en este aspecto y quien más escribió de la guerra en sus colaboraciones periodísticas. Recién acabada la contienda, y por invitación del Ministerio de la Guerra francés, visitó los frentes y ciudades del Norte, estancia de la que daría cuenta en sus crónicas periodísticas para El Liberal. La impresión que le causó la visión de las ciudades destruidas influirá decisivamente en el propósito de escribir El hombre que murió en la guerra. «Hay que mirar, sí. Y los ojos que mirasen esto no se limpiarán nunca de la visión terrible», escribió en una de sus crónicas.
Pero basta de preliminares, y vamos al texto. Un texto que, como es habitual en el teatro de los Machado, ha sido mal entendido cuando no completamente distorsionado. Cierto que ha recibido algún encendido, y aislado, elogio, como el de Eusebio García Luengo, para quien «El hombre que murió en la guerra es de las comedias más profundas que se hayan escrito en España en lo que va de siglo», añadiendo poco después que «es una de esas obras densas, vueltas hacia adentro, que al público maleado suelen aburrir porque carecen de todos los efectismos y de todos los trucos de que se suele componer el llamado “teatro teatral”.»
Sin embargo, en 2006, a Ian Gibson le parece que «la obra es harto banal, de trama inverosímil e inconsecuente (no convence el truco del soldado aristócrata que vuelve a casa, con otro nombre, diez años después de la Gran Guerra de 1914-1918). Quizás su mayor interés estriba en el hecho de estar escrita en prosa.»
Ante opiniones tan dispares, ¿qué es lo que realmente ocurre en la obra? Es lo que vamos a ver a continuación.
Estamos en el día veinticinco de marzo de 1928, décimo aniversario de la muerte en campaña del joven Juan de Zúñiga, soldado voluntario en la Gran Guerra, e hijo natural de don Andrés de Zúñiga, marqués de Castellar y Pozo Blanco, y en cuya casa estamos, adornada de «muebles lujosos y antiguos». Don Andrés, como otros personajes machadianos (Julián Valcárcel, Juan de Mañara, Alberto, el propio Salvador Montoya…), arrastra un pasado de donjuanismo, un pasado desorden erótico que pesará lo suyo en el presente. Andrés mismo habla, ya arrepentido, de su «salvaje egoísmo». Su hijo, Juan, no lo es de su esposa, Berta, con quien no ha tenido descendencia, sino de un amorío anterior con una tal Julia. El niño nació «pocos días antes de nuestra boda», pero Berta no lo supo entonces. Si lo hubiera sabido, ¿se hubiera casado con Andrés? Ella misma lo dice:
«No me hubiera casado con el hombre que tenía otra mujer y un hijo de esa otra mujer. Aun queriéndote como te he querido siempre, mi religión me mandaba en ese momento señalarte el deber de casarte con ella, para no vivir en pecado mortal. Y mi dignidad, Andrés, me impedía en todo caso cerrar los ojos a todo eso para ser la marquesa del Castellar y de Pozo Blanco. No, lealmente, no.»
Pero ni siquiera muerta Julia, poco después de la boda, le ha confesado Andrés a su esposa la existencia de ese hijo natural. ¿Por qué no lo hizo?
«Cobardía y egoísmo. Tuve miedo de tu disgusto. Te quería demasiado. Y temía perder tu cariño. No sabía cómo convencerte de que yo no había querido nunca a Julia. Aquel niño no era siquiera el hijo del amor, sino la consecuencia inoportuna de un devaneo sin la menor raíz sentimental.»
Así, pues, Juan de Zúñiga, no sólo no fue un «hijo del amor», sino que fue visto por su padre como «la consecuencia inoportuna de un devaneo sin la menor raíz sentimental.» (luego sabremos que este devaneo no fue ni mucho menos el único, lo que acaba de perfilar su pasado donjuanesco) . No es extraño por tanto que Andrés lo ocultase y lo abandonase: «Materialmente, económicamente sobre todo, no, claro está… Pero cordialmente, sí. No le faltó nada por entonces, nada… más que su padre…» En realidad, Andrés no conoció apenas a su hijo: con dos meses lo dejó en un cortijo de su propiedad, en Andalucía, en Guadix concretamente, lo suficientemente lejos de Madrid. En el cortijo lo crió a sus pechos el ama Juliana, que vino a hacer de madre para él. Luego Andrés lo llevó, con siete años, a un colegio en Inglaterra (nuevo alejamiento) y ya no volvió a verlo (se entiende que nunca lo visitó ni permitió que Juan volviese a España de vacaciones) porque a los quince años el muchacho se escapó del colegio para llevar una vida errante y aventurera.
Pero Andrés y Berta no han podido tener hijos. Y al cabo, cuando se convence de que no los tendrá con Berta, Andrés se acuerda de su olvidado hijo natural y quiere reconocerlo ahora (el paralelismo con el Julianillo de Desdichas de la fortuna es evidente): «Entonces fue cuando mis ojos se volvieron hacia mi hijo, hacia aquel niño que yo tenía casi abandonado. Al cabo era mi hijo, llevaba mi sangre…» Consigue Andrés dar con el paradero de su hijo, que está… en las trincheras, peleando en el ejército francés. Le escribe cartas… viaja al frente, pero no le dejan llegar a la primera línea y ha de volverse sin conseguir ver a Juan. Más tarde, llegaría la noticia de su muerte en combate. Hoy, veinticinco de marzo de 1928, se cumplen los diez años de la muerte de Juan «en el asalto de una trinchera alemana en las cercanías de Lens», donde «fue sepultado allí mismo, mientras la batalla continuaba aún por varios días, y un diluvio de obuses y metralla laboraba la tierra que le servía de lecho, a él y otros muchos valientes de la legión española.»
Con este motivo, como cada año, va a celebrarse en la capilla privada de los marqueses del Castellar una sencilla misa a la que ya no acuden, aparte del matrimonio, más que el ama Juliana y la prima de Juan, Guadalupe, dos mujeres que amaban al caído, aunque por muy distintos motivos. El amor de Juliana es maternal, puesto que lo ha criado desde niño; el de Guadalupe, el de la novia que en realidad nunca fue.
El sentimiento que domina a todos es el de la melancolía. Sobre todo, en Andrés y Berta, que pusieron toda su esperanza en un hijo desconocido… que se les murió en la guerra. Un hijo al que no dejan de recordar: «Solos, ahora —dice Andrés—, de vuelta en la vida, uno frente a otro, somos como dos espejos fatigados, a los que el azogue se les va poco a poco. Con qué gusto, con qué alegría, ¿verdad?, nos miraríamos ambos en el limpio cristal de unos ojos adolescentes…»
Claro que Berta le recuerda a Andrés que Juan tendría ahora cerca de los treinta.
De esa edad más o menos es el caballero (aunque él niega ser un caballero: «Los caballeros no salen del hospicio. Bunea persona, y nada más…») que ahora acude a casa de los marqueses del Castellar, que dice llamarse Miguel de la Cruz, éxposito, sin padres conocidos, y que se presenta a don Andrés como «superviviente de la guerra mundial y compañero de armas de Juan de Zúñiga, su difunto hijo». De él viene a traerle un encargo, hecho cuando no pensaba en la muerte, y que no es otro que abrazarle en su nombre y traerle un retrato.
Antes de hacerlo, le cuenta a don Andrés que Juan, antes de morir, le propuso trocar sus identidades, pero que él, Miguel, no lo aceptó. Poco después de caer herido mortalmente en el asalto, Juan le insistió: «Si quieres ser marqués, Miguel… nada más fácil». Pero Miguel de la Cruz sólo tomó los retratos, el de Guadalupe, que reenvió por correo, y el del propio Juan, vestido de soldado, que es el que viene a entregar hoy.
Cuando don Andrés toma el retrato en sus manos y «lo contempla largo rato en silencio» parece quedar un poco extrañado… Pero Miguel se encarga de sugestionarlo: «Ese retrato no da idea… La frente, lo más noble de Juan, casi la tapa el casco. Sin embargo, esos ojos». A lo que don Andrés responde: «Sí, sí, estos ojos… ¡Era un Zúñiga mi pobre hijo! Entre que no lo ha visto desde los siete años, y la autosugestión que le facilita Miguel, don Andrés queda convencido de que aquel retrato es el de su hijo, que murió en la guerra.
La verdad, claro está, es exactamente la contraria: quien se presenta como Miguel de la Cruz es, en realidad, Juan de Zúñiga, y quien murió en las trincheras fue el pobre hospiciano.
Pero, ¿por qué ha suplantado Juan la identidad de Miguel de la Cruz, el hijo de padres desconocidos, cuando sabía ya que su padre le reconocía como legítimo hijo y, por lo tanto, como su único heredero, «el último vástago de una estirpe ilustre»? ¿Por qué renuncia a una vida confortable y plácida, rodeada de lujos y brillos sociales, por qué renuncia a la vida de aristócrata? ¿Por qué renunciará incluso al amor de Guadalupe, la Penélope que lo ha esperado, y así a la creación de un hogar propio? Los los dos últimos actos de la obra constituyen la explicación a estas preguntas.
En los actos tercero y cuarto la acción se remansa, por no decir que desaparece: a través de una serie de diálogos entre Miguel de la Cruz con don Andrés y con Guadalupe, fundamentalmente, vamos conociendo el pensamiento de este hombre nuevo, y con nombre nuevo, que es ahora Juan de Zúñiga.
La experiencia de la guerra es lo que lo ha transformado. El choque con lo absurdo de la misma, el encuentro cara a cara con la muerte, azarosa e igualitaria: «la lección de las guerra, la de sus mil bocas de fuego, vomitando metralla sobre nosotros, era la misma para todos». La vida de soldado —aristócrata u hospiciano, es lo mismo— «cuya misión es matar, sin saber a quién, y esperar la muerte, sin saber de quién viene.»
El cambio que la guerra opera en Juan se despliega en varios planos. En primer lugar, implica una autocrítica con respecto a su propio pasado, un repudio de su vida anterior:
«Juan era un Zúñiga, un hombre de raza, tenía su orgullo… Sí, en el fondo, era soberbio, con la soberbia rebelde de los bastardos, aristocracia resentida, descontento siempre de su destino. Acaso el error del señor marqués fue pensar que podía hacer la felicidad de su hijo, quitándole todo motivo de descontento. Porque un descontento no se contenta nunca.»
Como le explica a su prima:
«Juan no quiso nunca a nadie. No era bueno, Guadalupe. ¡Ah! Y él lo sabía. Se odiaba, se despreciaba a sí mismo; por eso quiso cambiarse por mí. ¡Claro! El que se estima no se cambia por nadie. Era un suicidio, un suicidio mutuo lo que él me proponía.»
Soberbia, resentimiento… insatisfacción con todo, con todos, consigo mismo. Por eso, tras el cambio, tiene que acudir a la casa del padre, para reconciliarse de algún modo con él, para dejar atrás el resentimiento por la bastardía y por el abandono durante tantos años.
Pero si ha cambiado el hombre, justo es que cambie el nombre. Como don Alonso Quijano se transforma en Don Quijote de la Mancha, y como los que entran en religión adoptan un nuevo nombre que prescinde de apellidos, Juan de Zúñiga se transforma en Miguel de la Cruz, que es un nombre parlante con dos sentidos, literal uno y simbólico el otro. Es el nombre de un hospiciano, como lo era en efecto el Miguel de la Cruz muerto en el frente, pero es aquí también un nombre cargado de simbolismo. Miguel es el nombre de un arcángel, y por tanto de un mensajero de Dios, y se le tiene por jefe de los ejércitos… celestiales. Y lo que este Miguel se dispone a anunciar es, en efecto, la Cruz del Cristo. Sin ambages. El evangelio que se dispone a anunciar Miguel de la Cruz —ex Juan de Zúñiga— no es otro que el Evangelio.
La crítica ha hablado del igualitarismo como último mensaje de esta obra. De pacifismo. Y, en efecto, así es, siempre y cuando se matice. No se trata de ese «falso humanitarismo dulzón» que ya rechazó Manuel Machado en su crítica de la obra de Rostand El hombre que yo maté. No se trata tampoco de ninguna solución política o económica. Se trata de algo interior y exterior al mismo tiempo. Se trata de «la verdad, la verdad humana» (exterior) y de la «sinceridad» (interior).
Cuando, en la escena primera del acto cuarto, don Andrés le propone a Miguel que escriba un himno al trabajo, éste rechaza la propuesta: «Los trabajadores tienen hoy el humor un poco avinagrado, don Andrés, y no están para himnos. De los parados no hay que hablar. Además, los himnos al trabajo suelen ser medianos. El mío no sería mejor, porque no me entusiasma el tema.»
Y como don Andrés insiste («En el mundo nuevo que Juan y usted veían en la trinchera, el trabajo debe serlo todo»), su hijo le responde: «En ese mundo nuevo, lo más importante es la verdad, por cruda que sea, lo que suele llamarse sinceridad.» La solución no está en ninguna ideología, sea el laboralismo o sea el comunismo (que explícitamente es definido como el «apocalíptico anticristo» situado en Rusia), tampoco en la política («… ni a Juan ni a mí nos tiraba la tribuna») sino en la verdad humana.
¿Igualitarismo? Si, pero sólo en cuanto somos todos hijos del mismo Padre, nada más y tampoco nada menos, tanto el joven aristócrata como el pobre hospiciano:
«Si Cristo vuelve y nos habla otra vez —le dice Miguel a Guadalupe en la escena VIII del acto III—, sus palabras serán apróximadamente las mismas: “Acordaos de que sois hijos de Dios, que por parte de padre sois alguien, niños”. Traducido al lenguaje profano: “Nadie es más que nadie”. Porque, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre.»
Esta última frase la repite Antonio en su Juan de Mairena y en algún escrito de los años de la guerra. Pero observemos que son el corolario de una premisa que no puede obviarse. Como dice el propio Miguel de la Cruz, «traducido al lenguaje profano». No sería justo ni honrado olvidar cuál es el original de esta traducción.
El mensaje de Miguel queda claro: su predicación es la de «los hijos de nadie», porque sólo quieren serlo de Dios. Es preciso superar el eros egoísta y genesíaco y asumir con todas sus consecuencias la fraternidad universal de los hijos de Dios:
«Fueron también los hijos de nadie los que siguieron al Cristo, los que entendieron sus palabras fraternas, los que supieron del Padre que no era ya el bíblico semental humano, sino el padre de todos.»
Es la locura de Cristo, la locura del Evangelio, y, por supuesto, como ya sabemos, esta locura «no es la primera vez que aparece en el mundo», clara alusión a la Encarnación. Permanece aquí, pese a todo, y tiene futuro: «Piensa, Guadalupe, en lo que puede ser mañana esta locura de hoy.»
Y es locura, no utopía. Porque no es algo que debamos alcanzar, sino que hemos alcanzado ya, es decir, que podemos alcanzar en cuanto podamos. Aunque eso cueste algún sacrificio. El propio Miguel de la Cruz debe hacerlo: sacrificio, renunciación. Por eso también ha vuelto a la casa de su padre. Para renunciar. Para rematar a Juan de Zúñiga, el hombre viejo. Lo ve muy bien Guadalupe: «Y a matarlo en ti, o mejor, a averiguar si estaba bien muerto ese hombre tuyo “que murió en la guerra”, para seguir tu camino sin miedo a que resucitase.»
Pero El hombre que murió en la guerra no es un sermón parroquial, sino una obra de teatro, por cierto muy bien urdida. La leve intriga amorosa entre Guadalupe y Miguel se recupera al final, un final necesariamente abierto. Un final que permitiría lo que Manuel llamó en su prólogo de 1947 la «posvida escénica» de Juan de Zúñiga:
«Cabe pensar que, ante las perspectivas del monstruoso suicidio de la Humanidad que sería una tercera guerra, nuestro protagonista se haya refugiado en los únicos elementos de vida que se le ofrecen: el amor, el matrimonio… O que, considerando a los hombres —al parecer ya más estultos que malvados—, no como portadores de valores eternos, sino como reos impenitentes de eternos delitos y locuras, en lugar de buscar la solución a tantos males en la inteligencia y en la justicia terrenas, la encuentre en el sometimiento consciente, ferviente y humilde a la voluntad divina… haciéndose cartujo.»
Casado o cartujo, el pensamiento de Miguel de la Cruz, o de Juan de Zúñiga, criatura dramática de Manuel y Antonio, quedaba claro. Para quien sepa ver, para quien sepa escuchar. Como se preguntaba el propio Miguel (acto IV, escena IV): «¿por qué es tan duro el corazón del hombre?»
NOTAS
Capítulo del libro La obra común de Manuel y Antonio Machado, que aparacerá próximamente en la Editorial Renacimiento de Sevilla.
Rafael ALARCÓN SIERRA, «El hombre que murió en la guerra, El hombre que yo maté de Rostand y Lubitsch y los intertextos de Manuel Machado», Revista de Literatura , vol. XLVIII, núm. 136 (2006), pp. 569-593.
Las primeras palabras de la «Advertencia-Prólogo» dicen así: «Antes de levantar el telón el público debe saber que esta comedia, cuya acción discurre en 1928 —diez años después de la primera Gran Guerra— fue escrita en esa misma época.» Alarcón Sierra subraya que dice época y no año, y cree que «esos “trece años después de escrita” se apoyan en el “1928” inicial de una manera puramente mecánica.» Nosotros no acertamos a ver la necesidad de esta mecánica.
Domingo YNDURÁIN, «En el teatro de los Machado», en VV. AA., Curso en homenaje a Antonio Machado, Salamanca, Universidad, 1977, p. 310.
José Luis CANO, Antonio Machado, Barcelona, Destinolibro, 1982, pp. 224-225.
Marina VILLALBA ÁLVAREZ, «Los valores eternos de la España fascista reflejados en El hombre que murió en la guerra, comedia de Manuel y Antonio Machado», AMH, p. 217.
También Manuel atribuía el no estreno a la falta de galanes, pues en abril de 1936 declara a Pablo Suero que nadie estrena su drama, que es «obra de aliento y de actualidad», porque «aquí no hay más que compañías de actriz. Y nuestra obra requiere un actor galán» (vid. Rafael ALARCÓN SIERRA, art. cit., p. 574).
Sobre la adhesión de Manuel Machado a la causa de Franco, es indispensable leer el libro de Miguel D’Ors
«España y la Primera Guerra Mundial: España trabajó por la victoria», Historia 16, núm. 63 (1981), pp. 38-43.
PD, pp. 403-411. Sin embargo, en una nota de Los Complementarios, «Desorientación», fechada en Segovia en 1919, escribe: «En primer término, la guerra fue perdida por Alemania. Alemania era la síntesis de Europa. Esperamos que la reducción de Alemania a un despotismo oriental, es ya una inepta e innecesaria simplificación que nadie se atreverá hoy a tomar en serio.»
Eusebio GARCÍA LUENGO, «Notas sobre la obra dramática de los Machado», Cuadernos Hispanoamericanos, XI-XII (1949), pp. 667-676.
Ian GIBSON, op. cit., p. 524.
Cfr. Acto IV, escena primera.
Es curioso que los aristócratas se dejan embaucar por el retrato; en cambio, los personajes populares, como el criado Pedro o el ama Juana, no. Pedro, nada más ver el retrato, afirma tajante: «Éste no era el señorito Juan». En cambio, doña Berta hasta le encuentra parecido: «Enteramente a la madre.» Guadalupe, en una posición intermedia, sospecha desde el principio, pero no lo «sabe» hasta el final.
Esta «soberbia rebelde de los bastardos, aristocracia resentida, descontento siempre de su destino», nos lleva a pensar en otro bastardo, el Julianillo Valcárcel de Desdichas de la fortuna.
De la guerra dice Miguel de la Cruz que «Acaso nunca llegue a evitarse» (Acto II, escena IV).
Cfr. R. ALARCÓN SIERRA, art. cit.
En el Juan de Mairena se nombra al Cristo como «un hijo de nadie» (ed. cit., I, p. 153).