A medida que nos acercamos a los alrededores de Verdún por la Route Nationale 3, viniendo de Metz, después de haber disfrutado de la serenidad de las colinas y ondulantes prados de la campiña de los Vosgos, y de la disciplinada guardia de honor de robustos robles, quedamos de repente sorprendidos, a algunos kilómetros de la ciudad, por una visión lúgubre. Un borrón en el paisaje. Un cementerio. Apilados al lado de la carretera hay cadáveres destrozados, cuerpos triturados, relucientes esqueletos. Sin embargo, se trata de un cementerio sin cruces, sin lápidas, sin flores. Tiene pocos visitantes. La mayoría de los conductores probablemente ni siquiera reparan en el lugar. Pero es un importante monumento conmemorativo del siglo XX y de nuestras referencias culturales. Muchos dirían que es un símbolo de los valores y fines modernos, de nuestra lucha y de nuestros lamentos, la interpretación contemporánea de la invocación de Goethe, stirb und werde, “muerte y transfiguración”. Es un cementerio de coches.
Si usted llega hasta Verdún, atraviesa la ciudad y después sigue en dirección nordeste por carreteras secundarias, encontrará el camino que conduce a un cementerio mayor. Este sí tiene cruces. Miles. Dispuestas en filas paralelas. Blancas. Todas iguales. Hoy en día pasa más gente por el cementerio de coches que por éste. Hoy más gente se identifica con los coches destrozados que con el horror, ya impersonal, que este cementerio evoca. Es el cementerio conmemorativo de los que murieron durante la batalla de Verdún, en la Primera Guerra Mundial.
Este libro habla de muerte y destrucción. Es un disertación sobre cementerios. Pero, como tal, es también un libro sobre la “transfiguración”. Un libro sobre la aparición, en la primera mitad del siglo XX, de nuestra conciencia moderna, concretamente de nuestra obsesión con la emancipación, y sobre el significado que tuvo la Gran Guerra, como era conocida antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, en el desarrollo de esa conciencia. Y aunque pueda parecer, al menos superficialmente, que un cementerio de cioches, con todas sus implicaciones –“Pienso que los coches son hoy el equivalente cultural de las grandes catedrales góticas”, ha escrito Roland Barthes-, tiene mucho mayor significado para la mentalidad contemporánea que un cementerio de la Primera Guerra Mundial, este libro va a intentar demostrar que ambos cementerios están relacionados. Para que surgiese nuestra preocupación por la velocidad, lo nuevo, lo transitorio y la interioridad –por la vida vivida en el carril de velocidad, como se dice coloquialmente-, toda una escala de valores y creencias tuvo que ceder su puesto preeminente. Veremos cómo la Gran Guerra fue el acontecimiento más significativo en ese desarrollo.
El título del libro, tomado de un ballet que es una de las piedras angulares del movimiento moderno, viene sugerido por su tema principal: el movimiento. Uno de los símbolos supremos de nuestro centrífugo y paradójico siglo, en el que la lucha por la libertad nos ha llevado a poseer la capacidad de la destrucción final, es la danza de la muerte, con su ironía orgiástico-nihilista. La consagración de la primavera, que fue representada por primera vez en París en mayo de 1913, un año antes del estallido de la guerra, tal vez sea, con su energía rebelde y su celebración de la vida a través de la muerte sacrificial, una oeuvre emblemática del mundo del siglo XX que, en su búsqueda de la vida, asesinó a millones de sus mejores seres humanos. La intención inicial de Stravinsky era titular la partitura como La víctima.
Lógicamente, si queremos demostrar el significado de la Gran Guerra , tenemos que lidiar con los intereses y las emociones que la envolvieron. Este libro aborda dichos intereses y emociones dentro de los amplios términos de la historia cultural. Este género de historia tiene que ir más allá del estudio de la música, el ballet o las otras artes, más allá de coches y cementerios; debe en el fondo desenterrar hábitos y principios, costumbres y valores, tanto enunciados como presupuestos. Por difícil que sea la tarea, la historia cultural debe, al menos, intentar captar el espíritu de una época.
Ese espíritu hay que buscarlo en el sentido de las prioridades de una sociedad. Ballet, cine y literatura, coches y cruces, pueden aportar importantes evidencias de tales prioridades, pero las encontraremos más abundantemente en la respuesta social a dichos símbolos. Este libro mostrará cómo, en la sociedad moderna, el público de las artes, como el de hobbits y héroes, es una fuente de testimonios de la identidad cultural, más importante para el historiador que los propios documentos literarios, los artefactos artísticos o que los héroes mismos. La historia de la cultura moderna debe ser, por tanto, una historia de respuestas pero también de retos, una descripción tanto del lector como de la novela, de la película pero también del espectador, del público tanto como del actor.
Si esta idea es apropiada al estudio de la cultura moderna, entonces también es pertinente para el estudio de la guerra moderna. Casi toda la historiografía sobre la guerra se ha escrito desde un punto de vista limitado, centrado en estrategia, armas y organización, en generales, tanques y políticos. Se ha puesto relativamente poca atención en la moral y la motivación de los soldados, en una tentativa de valorar, en términos amplios y comparativos, la relación entre guerra y cultura. El soldado desconocido se encuentra en primera fila y en el centro de nuestra historia. El es la víctima de Stravinsky.
Como todas las guerras, la del 14 fue considerada, cuando estalló, una oportunidad no solo de cambio sino también de confirmación. Alemania, cuya unificación databa solo de 1871 y que en el espacio de una generación se había convertido en una potencia militar e industrial, era, en vísperas de la guerra, la representante más avanzada de la innovación y la renovación. Representaba, entre todas las naciones, la encarnación del vitalismo y la brillantez técnica. Para ella la guerra tenía que ser una guerra de liberación (“Befreiungskrieg”) de la hipocresía de las formas y convenciones burguesas, y Gran Bretaña se le aparecía como la principal representante del orden contra el que se rebelaba. Gran Bretaña era de hecho la principal potencia conservadora del mundo fin-de-siècle. Primera nación industrial, agente de la Pax Britannica, símbolo de una ética de la iniciativa y del progreso basada en el Parlamento y en la ley, Gran Bretaña sentía que no solo su primacía en el mundo sino todo su modo de vida estaba amenazado por la avasalladora energía e inestabilidad que Alemania parecía encarnar. La participación británica en la guerra del 14 convirtió lo que iba a ser una lucha por el poder continental en una verdadera guerra de culturas.
Al tiempo que las tensiones se desarrollaban entre las naciones del mundo de principios de siglo, estaban surgiendo conflictos fundamentales prácticamente en todas las áreas de la actividad y del comportamiento humano: en las artes, en la moda, en las costumbres sexuales, entre generaciones, en la política. Todo el motivo de la liberación, que se convirtió en tema central del siglo XX –ya se trate de la emancipación de las mujeres, de los homosexuales, del proletariado, de la juventud, de los deseos, de los pueblos-, aparece a principios de siglo. El término avant-garde se ha aplicado generalmente solo a artistas y escritores que desarrollaron técnicas experimentales en su trabajo e incitaron a la rebelión contra las academias establecidas. La noción de modernism se ha usado para abarcar tanto a esta vanguardia como a los impulsos intelectuales que estaban detrás de la búsqueda de la liberación y del acto de rebelión. Muy pocos críticos se han arriesgado a extender estas nociones de vanguardia y modernidad a los agentes sociales y políticos de la revuelta, y al acto de rebelión en general, con objeto de identificar una amplia ola de emoción y esfuerzo. Es lo que este libro trata de hacer. La cultura es considerada aquí como un fenómeno social, y el movimiento moderno como el principal impulso de nuestra época. Este libro defiende que Alemania fue la nación moderna par excellence del siglo XX.
Como la vanguardia en las artes, Alemania fue barrida por un celo reformista en el fin-de-siècle y, hacia 1914, pasó a representar, tanto para sí misma como para la comunidad internacional, la idea del espíritu en guerra. Después del trauma de la derrota militar de 1918, el radicalismo en Alemania, en vez de atenuarse, se acrecentó. El período de Weimar, de 1918 a 1933, y el Tercer Reich, de 1933 a 1945, fueron estadios de un proceso. “Vanguardia” tiene para nosotros un eco positivo, “tropas de asalto” una connotación terrorífica. Este libro sugiere que tal vez exista entre ambos términos una relación fraterna que vaya más allá de su orígen militar. Introspección, primitivismo, abstracción y construcción de mitos en las artes, como instrosspección, primitivismo, abstracción y construcción de mitos en la política, tal vez sean manifestaciones afines. El kitsch nazi puede tener una relación de sangre con la religión intelectualizada del arte, proclamada por muchos modernos.
El siglo XX fue un período en el que la vida y el arte se mezclaron, y se produjo una estetización de la existencia. La Historia, como uno de los argumentos de este libro intentará demostrar, cedió gran parte de su anterior autoridad a la ficción. En nuestra época posmoderna, sin embargo, debería ser posible y necesaria una solución de compromiso. En busca de ese compromiso nuestro relato histórico toma la forma de un drama, compuesto de actos y escenas, en toda la completa y diversa acepción de estas palabras. En el principio fueron los hechos. Solo más tarde vinieron las consecuencias.