Jesús Zomeño
Escritor
Ilustración inédita de Fernando Fuentes ‘Miracoloso’
-¿En qué piensa cuando le duele tanto?
-¿De verdad quiere saberlo? ¿Por qué?
-Es mi primer día. Necesito entender lo que tengo que sanar…
-¿Quiere saber lo que siento? Enfermera, para hacerse una idea, quiébreme los dedos de la mano, uno a uno, y así sentirá el mismo dolor que yo siento. Conviértase en mi verdugo, tortúreme… Su conciencia se lo impide, es cierto, por eso mismo se lo pido, hágalo… Es horrible para usted, lo sé, pero insisto. Sufrirá tanto al hacerlo que entonces sabrá lo que sufro yo. Se le romperá la mente, lo rechazará, le entrará el pánico… Cuando esté quebrándome a mí los dedos, uno a uno, los dos sentiremos lo mismo…
-No, no quiero saber lo que siente, lo que quiero es saber en qué piensa cuando sufre… ¿Piensa en Dios? ¿Encuentra consuelo en él?
-El único consuelo es la furia. La furia restaura la justicia, en eso pienso… El dolor es el colmo de la pobreza. Por eso rompo constantemente cosas en mi cabeza, una detrás de otra, es lo justo. Tiro los vasos de cristal, luego los platos. Pienso que rompo sillas contra la pared, cualquier silla. Los cuadros de las paredes, uno a uno… No puedo concentrarme en ordenar las cosas que destrozo, en el caos nada tiene sentido ni armonía. Cuando me duele mucho, grito imaginando que lo destruyo todo para hacer justicia…
-No debe dejarse llevar por el odio, tiene que dominar el dolor para sacarle provecho… Atletismo. ¿Alguna vez ha corrido por deporte? Todo se basa en acompasar la respiración al ritmo de las piernas. Si logra el equilibrio, el camino le resultará ligero. Cuando llegue a un repecho, acelere la respiración, también cuando quiera ir más deprisa. Inhalar es la pierna derecha, exhalar es la pierna izquierda… el dolor puede ser algo parecido… domínelo para sacarle provecho, eso lo hará mas fuerte.
-Pero yo no quiero resignarme, acostumbrarme al tormento, lo que yo quiero es justicia. Además, usted se conforma porque viene de un mundo plácido que trata de conservar y la cura le supone un feliz camino de regreso. Sin embargo, para mí, la curación es otro abismo. ¿Para qué quiero curarme? Yo necesito una revolución, también por eso es tan importante romper cosas, para cambiarlo todo.
-El sufrimiento no rompe las cosas, el sufrimiento las une, querido amigo –le responde solícita la enfermera, moviendo los dedos en el aire, delante de sus ojos, para que los observe y se relaje, como si lo hipnotizara-. Pero el dolor es necesario, es lo que nos mantiene unidos. Fíjese, por ejemplo, en nosotros, estamos aquí uno al lado del otro solo porque usted está herido. Si estuviera sano y fuera feliz, no estaríamos juntos…
El razonamiento lo desconcierta. Puede que tenga razón, superficialmente es así, pero ese conformismo le resulta burgués y reaccionario. ¿Dónde estaba ella cuando Semión Zajárovich degolló al capitán y proclamó la independencia de lo poco que quedaba de la compañía, para rendirse a los alemanes? Todos los hombres lo vitorearon. También pasaron a cuchillo al sargento, porque se opuso, y a Alexander porque era necesario hacerlo, aunque gritara ser bolchevique, ya que se llamaba como el Zar. Los simbolismos abren los caminos a la esperanza y aquel pobre herrero de Tomsk sirvió como ejemplo de lo que había que hacerle al Zar.
Después de ejecutar a Alexander, los revolucionarios volvieron la cabeza y se fijaron en el herido, un guiñapo echado en el suelo y desangrándose, porque dos días antes le había alcanzado metralla en el vientre. Él no formaba parte del nuevo mundo cuando Semión Zajárovich se amotinó, ya estaba herido y la esperanza le era ajena. Por eso, todos se marcharon y lo dejaron atrás, para que se muriese, porque ellos pretendían avanzar sin mácula y sin reproche alguno al futuro…
-El dolor se calma rompiendo cosas, enfermera –insiste el soldado ruso herido, intentando olvidar a Semión Zajárovich-. He roto miles de cuadros, lámparas, alfombras, camas y mesas… lo he roto todo. He imaginado casas y palacios solo para entrar y devastarlos, hasta he tenido que inventar ciudades para romper más cosas. Solo me consuela destruirlo todo…
-Es usted un intelectual, querido amigo. Pero ya le digo que el dolor debe inspirarnos construir cosas, no romperlas. Además, no queda morfina…
La enfermera justifica el sufrimiento, pero si el dolor fuera necesario entonces las víctimas serían culpables, mereciendo ese castigo. Pero no es cierto, el dolor no discrimina, no señala a los culpables ni salva a los inocentes, por tanto el sufrimiento solo puede provocar la revolución, obligarnos a cambiar las cosas…
Semión Zajárovich, después de amotinarse y matar al capitán, declaró el derecho de los rusos a convertirse en alemanes. Al proletariado no se le pueden imponer límites, ni siquiera impedirles ser alemanes. Es su derecho natural a decidir, los convenció Zajárovich. Nadie le encontró sentido al razonamiento, pero Semión había probado ya el sabor de la sangre y sus hombres le tenían miedo. También lo amaban, es cierto, porque anhelaban la paz y era lo que él ofrecía.
Los supervivientes de la compañía salieron de la trinchera, con la bandera blanca, abandonando al herido tumbado en el suelo, desangrándose. Semión Zajárovich había dicho que lo dejaran allí, muriéndose, porque iban a rendirse, fundirse en un abrazo fraternal, y resultaba incómodo llegar con un herido. Los alemanes podrían entender que llevaban a un moribundo como reproche. Era preferible que nada recordase que había mediado sufrimiento o rivalidad entre ellos.
Los revolucionarios llegaron a las trincheras enemigas y los alemanes, tan prácticos, quisieron probar la fidelidad de los rusos que se habían rendido y los lanzaron contra las trincheras francesas. Les propusieron que si arrasaban a los franceses, un tren los devolvería a su patria rusa. Era absurdo, pero una promesa era una promesa, y Semión les había prometido la felicidad a los suyos. Por eso no cuestionaron las órdenes y aceptaron la prueba, cogiendo sus fusiles y atacando a los franceses, para que la guerra terminase pronto.
-Estamos locos, enfermera, lo estamos… Barrieron a mis compañeros antes de que alcanzaran las posiciones francesas, los alemanes lo sabían, que los iban a matar, pero ellos, los rusos, lo habían olvidado. Sin embargo, murieron con esperanza porque les había bastado la promesa de creer que si lo lograban, los alemanes los sacarían de inmediato de allí. Después de tres años, por fin habían tenido esperanza, siquiera durante diez minutos, una trinchera más, solo una, la última… bastaba solo eso para volver a casa y abrazar a sus hijos y a sus esposas… Pero Semión Zajárovich era un hombre práctico, al que le gustaban los mártires solo como ejemplo, y volvió a la trinchera rusa para refugiarse, donde yo seguía herido, porque desde allí no disparaba nadie. Vimos morir a todos y él se supo liberado para volver a ser zarista hasta mejor ocasión, aunque tuviera que matarme, porque yo era el último testigo de su infamia… “Soy yo, Semión, tú me conoces, soy el hermano de tu esposa, tus hijos son mis sobrinos”, le recordé cuando me apuntó con el fusil. Me contestó que el mundo se abría paso devorando a sus hijos, para que naciesen otros mejores… Palabras, las palabras lo protegían, salían de su boca como escudos. “Mi hermana no tiene la culpa, no es justo que ella tenga que amar a mi asesino, ha sido siempre dócil y cariñosa contigo y con los niños”, insistí… Pero equivoqué el argumento, porque la pobreza lo humillaba y enervaba su ánimo, al recordarle a esos cinco hijos cubiertos de piojos y pasando hambre… Me gritó que ahora yo era su enemigo y que los sentimientos no salvan a nadie, que la moral es un truco burgués y que el proletariado debe imponer solo la supervivencia… Entonces me disparó, hundió la metralla que yo tenía ya dentro del estómago, y le devolví el tiro, le di en la cabeza para que dejara de pensar… Semión Zajárovich murió feliz, sin remordimientos, la revolución tiene esa mística de las certezas…
La enfermera sigue a su lado, pero no comprende el final de la historia porque olvidó contarle a ella el principio. El soldado tiene fiebre. Cuando los franceses ocuparon la trinchera que los rusos habían abandonado, lo encontraron a él tendido en el suelo. Dieron por hecho que se había negado al amotinamiento y lo trataron como a un héroe.
-Enfermera, la desgracia no tiene remedio, hay que sublevarse, agitarlo todo y llamarse Semión Zajarovich cuantas veces haga falta…
-Usted fue víctima de la revolución –la enfermera le acaricia la fiebre, está ardiendo-, ahora está a salvo… Tranquilícese, soldado, esa herida en la cabeza le hace delirar…