Pablo Romera Gabella
IES Vía Verde (Puerto Serrano, Cádiz)
Para evitar la repetición de notas sobre las dos obras que se analizan, hemos puesto tras la cita en paréntesis la página y una abreviatura que se corresponde a las iniciales de cada novela:
“EE” (LORNET-HOLENIA, Alexander, El Estandarte, Barcelona, Libros del asteroide, 2013)
“CC” (VERCEL, Roger, Capitán Conan, Barcelona, Ed. Inédita, 2004).
«Un alférez de un regimiento amotinado, de un fin de casta, de una época sin gloria» (EE: 209). De esta forma se autorretrata Herbert Menis, protagonista de El Estandarte, novela del austríaco Alexander Lernet-Holenia (1897-1976). Esta obra se publicó en 1934, el mismo año que recibía el Premio Goncourt Roger Vercel (1894-1957) por su Capitán Conan. En ésta su protagonista se define así mismo exclamando: «¡Yo soy lo que se llama un guerrero!» (CC: 177). Menis versus Conan, dos personajes que comparten con sus creadores una misma guerra, la Gran Guerra, y un mismo frente: los Balcanes. Dos formas de entender la experiencia bélica y la literatura sobre la guerra.
El Estandarte comienza en la inmediata postguerra. Menis es un rico burgués que recorre las calles de Viena dando limosna a los veteranos que se ven abocados a mendigar. Para Menis «en cierto sentido, cada soldado que no puede seguir siéndolo se ha convertido en un mendigo, sea pobre o rico» (EE: 15). Sin embargo, para Vercel el concepto del soldado desmovilizado es bien distinto. El narrador que utiliza Vercel, un joven oficial universitario, dice sobre Conan que tenía «ese instinto de los vagabundos que emprenden el camino acabado el combate y […] al menos se reencuentran con la libertad» (CC: 87). Para Menis no hay libertad en el final de la guerra, todo lo contrario, hay tragedia, sensación de pérdida de un mundo de ayer que no era otro que el Imperio austro-húngaro.
Los autores, ambos veteranos de guerra, ofrecían, veinte años después del comienzo de la I Guerra Mundial, dos diferentes aproximaciones literarias. Lernet-Holenia desde la óptica de un joven oficial de caballería proveniente de una importante familia de militares al servicio del Emperador. Vercel la de un hijo de un mercero de un pueblecito bretón que ha conseguido sus galones luchando en un grupo de asalto. El primero está marcado por la fascinación por las glorias imperiales; el segundo por una concepción brutal de la guerra donde no valen los principios sino sólo los resultados. La opción de Vercel es la que mejor ha resistido al paso del tiempo y encaja más con la concepción que todos tenemos de la Gran Guerra. Tal como dijo el historiador cultural Paul Fussell 1:
«[…] la conflagración no se puede entender en términos tradicionales. La ametralladora por sí sola la convierte en algo tan extraordinario y sin par que, sencillamente, no se puede hablar de ella como si fuera una guerra más de la historia. O más aún de la historia de la literatura».
Es por ello que nos cuesta tanto encajar la obra de Lernet-Holenia, con sus galantes escenas en la Ópera, su romanticismo kistch y sus gotas de ocultismo. Sin embargo, no debemos olvidar que todos estos elementos, especialmente el ocultismo, estaban muy de moda en la época y que eran un bonito envoltorio para lo que de verdad es interesante en esta obra: el retrato del fin de una época: «En el interior de las gentes el mundo cambiaba, se disolvía, se hundía; cada uno lo sentía, aun no siendo más que un campesino polaco que no había visto nada del mundo…Era un fin del mundo….Para volver a ver pronto sus pueblos polacos, estaban destruyendo un imperio» (EE: 115-115).
Del hundimiento de ese mundo son testigos los soldados franceses del llamado “Ejército de Salónica” al cual pertenece Conan y sus hombres 2, unos hombres que libran una feroz guerra de trincheras por más de tres años en lugares montañosos y que se sentían tan utilizados como los campesinos polacos de la obra de Lernet. Durante ese periodo, los soldados franceses han llevado «una vida de traperos y lobos», y cuando llegó el día de la victoria en noviembre de 1918 resultaron ser unos «vencedores demasiado deteriorados». Así lo decía el narrador que utiliza Vercel: el oficial Norbert, un estudiante de Derecho.
A través de éste, utilizando una ironía melancólica, se nos narra el momento final de la guerra en los Balcanes y los meses que siguieron, enlazándolo con la guerra civil rusa. Lo mismo ocurre en El Estandarte, que nos cuenta el final de la guerra en Belgrado y los días posteriores a la derrota con el periplo que siguen los personajes hasta llegar a Viena. En ambas novelas, tanto vencedores como perdedores se sienten defraudados y utilizados.
En el caso de los soldados franceses se sienten indignados por cómo han sido utilizados por los mandos y los militares profesionales. De esta manera, el capitán Conan, que desprecia a los militares de carrera como el resto de sus hombres, lanza uno de sus parlamentos exaltados (CC: 129):
«A esos muchachos se le ha estado gritando desde el 14: “¡Muy bien matado! ¡Le has matado, muy bien!… Y cuando ya no los necesitas para esconderte tras ellos, cuando ya no tiemblas y ya no te cagas en tus preciosos pantalones de montar: “¡Ala! ¡A la cárcel!… Pero no te preocupes, que si te volvemos a necesitar mañana, ya te rehabilitaremos bien rápido para colocarte en primera línea.»
En el otro lado de las trincheras quienes sienten esa sensación son los soldados polacos, ucranianos, húngaros, rutenos, croatas, etc… El desprecio por su falta de espíritu combativo provendrá, como ocurre en el lado francés, de los militares de carrera, muchos de ellos aristócratas. En el caso de El Estandarte, vemos por parte del cuerpo de oficiales de origen alemán tres reacciones. La primera el estupor y la perplejidad que sufre Menis al ver que sus hombres ya no obedecen al juramento hecho ante la bandera. La segunda es la de la comprensión de algunos oficiales como Anschütz que, desde una perspectiva bastante “marxista”, lo compara con el mundo colonial (EE: 97):
«En cierto sentido somos un imperio colonial europeo, y hace un siglo que no nos engañamos respecto a lo que podemos esperar de nuestras así llamadas colonias. La guerra es demasiado larga ya para nuestros campesinos polacos y ucranianos. No tienen otra cosa en la cabeza que sus campos de labranza, Galitzia y sus casitas. El imperio no significa nada para ellos. Ningún ideal los ata ya a nosotros, sino únicamente el juramento prestado»
En la última fase de la guerra los regimientos austro-húngaros volvieron a lucir sus estandartes regimentales para así insuflar ánimo y respeto a sus soldados. Obviamente de nada sirvió a las alturas de 1918. El episodio central de El Estandarte se refiere a este hecho, cuando ante la negativa de los soldados a cruzar el Danubio para ir al frente, los oficiales austríacos mandan disparar a los rebeldes lo que provoca el caos y el final de la división de caballería de Menis como unidad del ejército austro-húngaro.
La tercera postura es la de desprecio a estos rudos campesinos vestidos de soldados que no merecen tal título según los oficiales aristócratas. Es el caso del conde Bottenlauben, capitán de húsares alemán agregado al regimiento de dragones austríaco de María Isabel. Orgulloso de su estirpe moriría a manos de uno de esos soldados-campesinos en su huida hacia Austria.
En Capitán Conan el trasunto del conde será el teniente De Scève. Para el narrador, el joven Norbert, representaba al conocerlo el modelo de «gentilhombre irónico y perspicaz», pero más tarde descubrió que «no era más que un militar fanático como los otros» (CC: 221). Esto no lo hacía mejor que Conan, al contrario, ya que él y los militares de carrera aristocratizantes eran aún más crueles que los matarifes de los grupos de asalto porque aspiraban a seguir la guerra al precio que fuera.
De Scéve manifiesta todo lo anterior, una vez acabada la guerra, al llevar a un tribunal militar a un presunto desertor. Para el amargo Nóbert, «la guerra que ya ha acabado en todas partes se prolonga en tipos como él…» (CC: 222). Su oportunidad la tendrá, en la primavera de 1918, al prestar apoyo las tropas francesas al Ejército blanco en las orillas Dniéster, en Ucrania, escenario de la última acción bélica de Conan y su grupo de indisciplinados camaradas, que habían sembrado el terror en su estancia en Bucarest.
Menis, en este punto, junto a Bottenlauben y De Scéve mantiene una postura fanática, incluso contra el sentir de su amada -la idealizada Rese Lang-, por llevar el estandarte del regimiento a su hogar imperial en Viena. Esto le lleva a interiorizar que la guerra debería continuar por respeto a los caídos, que constituyen el verdadero ejército, el «ejército invisible» al que más adelante nos referiremos.
La visión de una Viena donde triunfa una “revolución” que «sólo era lo que quedaba cuando todo lo demás había desaparecido» (EE: 313), donde la frivolidad e indiferencia de la burguesía le es insultante, y donde el propio Emperador es un traidor al firmar en su último decreto la exención del juramento a sus soldados, provoca en Menis el desconcierto de no pertenecer a ese nuevo mundo de postguerra. Se convierte en un inadaptado. Y es aquí donde los personajes de Menis y Conan toman contacto y expresan el desconcierto del excombatiente. De tal forma llegamos a una de las mejores reflexiones de la obra de Lernet-Holenia (EE: 309):
«Una auténtica guerra no se termina. Antiguamente uno volvía, vencido o no, y se acostaba. Ahora ya no había vencedores, ni siquiera vencidos. Pero la guerra seguía. Seguía dentro de todos los que habían vuelto a casa. Es que, en realidad, no habían vuelto. Seguían en campaña. La traían consigo y la llevaban dentro de sí, y aunque a su alrededor todo volviera a ser como antes, ellos no se podían adaptar. La guerra no se dejaba engañar por el hecho de que se le hubieran escapado. Se hallaban en sus casas, indecisos, con la impresión de que tenían que volver a salir enseguida.»
Conan, desde su punto de vista como soldado no profesional, explica el problema de los excombatientes (CC p. 132):
«Imagínate que hay suficientes franceses que lo reconocen, no te diré que echen de menos la guerra, pero es que no han vivido otra cosa. Tendrán que ocultarse como criminales. ¡Y, sin embargo, ellos no pidieron que les llevasen! Y además, toda su provisión de valor, y no tendrán dónde meterla. Les ahogará. Morirán congestionados.»
Un vaticinio, este último, que se cumplirá con el mismo Conan cuando, una vez concluida la guerra, su amigo Norbert lo visite en su pueblecito. Decrépito, cirrótico, «pudriéndose por partes» le recuerda una conversación anterior a ser desmovilizados. Fue en ese momento cuando, a instancias de De Scève, un tribunal militar condenó a muerte a un jovencísimo soldado por un delito de deserción cometido durante la recién terminada guerra. Esto le hace ver la verdadera faz de su trabajo (CC: 208):
«¡Somos mis hombres y yo los que hemos hecho la guerra y la hemos ganado! ¡Somos nosotros! Mi puñado de hombres y yo, hemos hecho temblar a ejércitos enteros. Matar a un tipo, cualquiera podía hacerlo, pero conseguir, matando a uno, aterrorizar a diez mil, era nuestra especialidad. Para eso era necesario utilizar el cuchillo. ¡Los cuchillos han ganado la guerra, y no lo cañones!… Y ahora esos cabrones nos gritan: “Escondedlos, que nadie los vea”, esconded vuestras manos manchadas de sangre, que nosotros usábamos guantes para manejar los telémetros.»
Son estas palabras la que hacen a la obra de Vercel tan actual que nos lleva a experiencias tan reales como las que contó el periodista Sebastian Junger en su conocido libro sobre un pelotón norteamericano destinado en Afganistán en 2007. Concretamente, como en el caso de Conan, en una zona montañosa: el valle del Korengal 3.
La idea de la camaradería es otro nexo de unión que podemos ver entre ambas novelas. El grupo de camaradas en combate es lo que denominan los sociólogos un “grupo total”, es decir, una comunidad que da un sentido de cierta seguridad en la locura de la guerra 4. Menis y Conan compartieron guerra, pero no se sintieron parte del mismo tipo de camaradería. En el caso del primero, su defensa caballeresca del estandarte, documenta la supervivencia del concepto de honor aristocrático a comienzos del siglo XX, que Arno J. Mayer estudió en su ya clásica obra La persistencia del Antiguo Régimen (1981), y que en su edición original tenía el aclarador subtítulo «Europa hacia la Gran Guerra».
A esta idea del honor, se le une su particular concepto sobre lo que es la camaradería. Para él sus camaradas son los que faltan, los que han caído en la batalla defendiendo el estandarte. Son ese “ejército invisible” de fantasmas del ayer que se asemeja bastante a la idea de Elias Canetti sobre las “masas invisibles” que exponía en su Masa y poder (1960). Para éste, dichas masas sobre todo se representan como ejércitos de combatientes muertos que moran en lo que la tradición germánica denomina el “Valhalla”. Como vimos antes Lornet-Holenia introduce el factor de lo misterioso, de lo sobrenatural en su obra. Y esto desconcierta al lector actual y lleva a los especialistas, tales como Claudio Magris, a considerarla como una obra menor. No obstante, la recreación propuesta nos lleva al enigma de una guerra que sigue siendo, en esencia, un misterio tal como lo ha explicado el historiador militar John Keegan. En palabras de este es difícil responder a la pregunta de porqué decidieron «entregar a la totalidad de su juventud masculina a una carnicería mutua y esencialmente sinsentido» 5.
Para Conan, la camaradería se funda en su grupo de asalto, hombres que nada saben de estandartes ni de mitos imperiales. Solo conocen el valor de la supervivencia en las trincheras y del uso del cuchillo. Representan el nuevo tipo de soldado, el “trabajador de la guerra” del que hablaba otro ilustre veterano de guerra, Ernest Jünger. El nuevo soldado de la era industrial, imbuido en la división del trabajo, realiza su tarea rutinaria tal como si estuviese en una fábrica. Para Menis esto no era sino el fin de un modo milenario de entender la guerra: «el soldado se volvía proletario; era el final».
Sin embargo todas las contradicciones que hemos podido observar (estandartes versus cuchillos, aristócratas versus plebeyos, oficiales versus soldados, poder versus revolución) se igualaban al final en, según escribió John Reed al visitar el frente balcánico, «la loca democracia de la guerra» 6.
Por último, fijémonos en la suerte que corrieron los autores. Alexander Lernet-Holenia, participó brevísimamente en la II Guerra Mundial en la campaña polaca de 1939 (lo cual dejó constancia en su obra Martes en Aries, 1941) y nunca llegó a identificarse con el régimen hitleriano al que su afición al ocultismo y a cierta ideología «völkisch» pudiera haberlo conducido. Sin embargo, el profesor Roger Vercel cuya obra literaria parece más sólida, acabó siendo un colaboracionista con el régimen de Vichy.
NOTAS
- Fussell, Paul, La Gran Guerra y la memoria moderna, Madrid, Ed. Turner, 2006, pág. 204 ↩
- Oficialmente su título era “Ejército francés de Oriente”. Junto a contingentes ingleses, griegos y serbios lucharon entre 1915-1918 en el frente de Macedonia frente a búlgaros, austriacos y alemanes. Al acabar la guerra combatieron en Ucrania al ejército rojo en el contexto de la guerra civil rusa (1918-1921). ↩
- Al acabar su obra, Junger piensa en la vida de postguerra de esos jóvenes y sus palabras nos son terriblemente familiares: «A un veterano de guerra, el mundo civil le puede parecer frívolo y aburrido, sin apenas nada en juego…Cuando los hombres afirman que echan de menos el combate no es que echen en falta que les disparen…sino que lamentan no estar en un mundo en el que todo es importante y nada se da por sentado. Echan de menos estar en un mundo en el que las relaciones humanas se rigen exclusivamente por el hecho de si puedes confiar tu vida a la persona que tienes al lado». Junger, Sebastian, Guerra, Barcelona, Ed. Crítica, 2010, pág. 229. ↩
- Neitzel, S. y Welzer, H., Soldados del Tercer Reich. Testimonios de lucha, muerte y crimen, Barcelona, Ed. Crítica, 2012, págs. 27-32 ↩
- Fussell, P., op. cit., pág. 446. ↩
- Reed, J. La guerra en Europa Oriental, Barcelona, Ed. Curso, 1998, pág. 82 ↩