Archivo por meses: febrero 2014

Menis versus Conan. El final de la Gran Guerra en dos novelas de 1934: «El estandarte» y «Capitán Conan»

Pablo Romera Gabella
IES Vía Verde (Puerto Serrano, Cádiz)

Para evitar la repetición de notas sobre las dos obras que se analizan, hemos puesto tras la cita en paréntesis la página y una abreviatura que se corresponde a las iniciales de cada novela:

“EE” (LORNET-HOLENIA, Alexander, El Estandarte, Barcelona, Libros del asteroide, 2013)
“CC” (VERCEL, Roger, Capitán Conan, Barcelona, Ed. Inédita, 2004).

SiteCapitaineConan«Un alférez de un regimiento amotinado, de un fin de casta, de una época sin gloria» (EE: 209). De esta forma se autorretrata Herbert Menis, protagonista de El Estandarte, novela del austríaco Alexander Lernet-Holenia (1897-1976). Esta obra se publicó en 1934, el mismo año que recibía el Premio Goncourt Roger Vercel (1894-1957) por su Capitán Conan. En ésta su protagonista se define así mismo exclamando: «¡Yo soy lo que se llama un guerrero!» (CC: 177). Menis versus Conan, dos personajes que comparten con sus creadores una misma guerra, la Gran Guerra, y un mismo frente: los Balcanes. Dos formas de entender la experiencia bélica y la literatura sobre la guerra.

El Estandarte comienza en la inmediata postguerra. Menis es un rico burgués que recorre las calles de Viena dando limosna a los veteranos que se ven abocados a mendigar. Para Menis «en cierto sentido, cada soldado que no puede seguir siéndolo se ha convertido en un mendigo, sea pobre o rico» (EE: 15). Sin embargo, para Vercel el concepto del soldado desmovilizado es bien distinto. El narrador que utiliza Vercel, un joven oficial universitario, dice sobre Conan que tenía «ese instinto de los vagabundos que emprenden el camino acabado el combate y […] al menos se reencuentran con la libertad» (CC: 87). Para Menis no hay libertad en el final de la guerra, todo lo contrario, hay tragedia, sensación de pérdida de un mundo de ayer que no era otro que el Imperio austro-húngaro.

Los autores, ambos veteranos de guerra, ofrecían, veinte años después del comienzo de la I Guerra Mundial, dos diferentes aproximaciones literarias. Lernet-Holenia desde la óptica de un joven oficial de caballería proveniente de una importante familia de militares al servicio del Emperador. Vercel la de un hijo de un mercero de un pueblecito bretón que ha conseguido sus galones luchando en un grupo de asalto. El primero está marcado por la fascinación por las glorias imperiales; el segundo por una concepción brutal de la guerra donde no valen los principios sino sólo los resultados. La opción de Vercel es la que mejor ha resistido al paso del tiempo y encaja más con la concepción que todos tenemos de la Gran Guerra. Tal como dijo el historiador cultural Paul Fussell 1:

«[…] la conflagración no se puede entender en términos tradicionales. La ametralladora por sí sola la convierte en algo tan extraordinario y sin par que, sencillamente, no se puede hablar de ella como si fuera una guerra más de la historia. O más aún de la historia de la literatura».

Es por ello que nos cuesta tanto encajar la obra de Lernet-Holenia, con sus galantes escenas en la Ópera, su romanticismo kistch y sus gotas de ocultismo. Sin embargo, no debemos olvidar que todos estos elementos, especialmente el ocultismo, estaban muy de moda en la época y que eran un bonito envoltorio para lo que de verdad es interesante en esta obra: el retrato del fin de una época: «En el interior de las gentes el mundo cambiaba, se disolvía, se hundía; cada uno lo sentía, aun no siendo más que un campesino polaco que no había visto nada del mundo…Era un fin del mundo….Para volver a ver pronto sus pueblos polacos, estaban destruyendo un imperio» (EE: 115-115).

Del hundimiento de ese mundo son testigos los soldados franceses del llamado “Ejército de Salónica” al cual pertenece Conan y sus hombres 2, unos hombres que libran una feroz guerra de trincheras por más de tres años en lugares montañosos y que se sentían tan utilizados como los campesinos polacos de la obra de Lernet. Durante ese periodo, los soldados franceses han llevado «una vida de traperos y lobos», y cuando llegó el día de la victoria en noviembre de 1918 resultaron ser unos «vencedores demasiado deteriorados». Así lo decía el narrador que utiliza Vercel: el oficial Norbert, un estudiante de Derecho.

A través de éste, utilizando una ironía melancólica, se nos narra el momento final de la guerra en los Balcanes y los meses que siguieron, enlazándolo con la guerra civil rusa. Lo mismo ocurre en El Estandarte, que nos cuenta el final de la guerra en Belgrado y los días posteriores a la derrota con el periplo que siguen los personajes hasta llegar a Viena. En ambas novelas, tanto vencedores como perdedores se sienten defraudados y utilizados.

En el caso de los soldados franceses se sienten indignados por cómo han sido utilizados por los mandos y los militares profesionales. De esta manera, el capitán Conan, que desprecia a los militares de carrera como el resto de sus hombres, lanza uno de sus parlamentos exaltados (CC: 129):

«A esos muchachos se le ha estado gritando desde el 14: “¡Muy bien matado! ¡Le has matado, muy bien!… Y cuando ya no los necesitas para esconderte tras ellos, cuando ya no tiemblas y ya no te cagas en tus preciosos pantalones de montar: “¡Ala! ¡A la cárcel!… Pero no te preocupes, que si te volvemos a necesitar mañana, ya te rehabilitaremos bien rápido para colocarte en primera línea.»

En el otro lado de las trincheras quienes sienten esa sensación son los soldados polacos, ucranianos, húngaros, rutenos, croatas, etc… El desprecio por su falta de espíritu combativo provendrá, como ocurre en el lado francés, de los militares de carrera, muchos de ellos aristócratas. En el caso de El Estandarte, vemos por parte del cuerpo de oficiales de origen alemán tres reacciones. La primera el estupor y la perplejidad que sufre Menis al ver que sus hombres ya no obedecen al juramento hecho ante la bandera. La segunda es la de la comprensión de algunos oficiales como Anschütz que, desde una perspectiva bastante “marxista”, lo compara con el mundo colonial (EE: 97):

«En cierto sentido somos un imperio colonial europeo, y hace un siglo que no nos engañamos respecto a lo que podemos esperar de nuestras así llamadas colonias. La guerra es demasiado larga ya para nuestros campesinos polacos y ucranianos. No tienen otra cosa en la cabeza que sus campos de labranza, Galitzia y sus casitas. El imperio no significa nada para ellos. Ningún ideal los ata ya a nosotros, sino únicamente el juramento prestado»

En la última fase de la guerra los regimientos austro-húngaros volvieron a lucir sus estandartes regimentales para así insuflar ánimo y respeto a sus soldados. Obviamente de nada sirvió a las alturas de 1918. El episodio central de El Estandarte se refiere a este hecho, cuando ante la negativa de los soldados a cruzar el Danubio para ir al frente, los oficiales austríacos mandan disparar a los rebeldes lo que provoca el caos y el final de la división de caballería de Menis como unidad del ejército austro-húngaro.

La tercera postura es la de desprecio a estos rudos campesinos vestidos de soldados que no merecen tal título según los oficiales aristócratas. Es el caso del conde Bottenlauben, capitán de húsares alemán agregado al regimiento de dragones austríaco de María Isabel. Orgulloso de su estirpe moriría a manos de uno de esos soldados-campesinos en su huida hacia Austria.

En Capitán Conan el trasunto del conde será el teniente De Scève. Para el narrador, el joven Norbert, representaba al conocerlo el modelo de «gentilhombre irónico y perspicaz», pero más tarde descubrió que «no era más que un militar fanático como los otros» (CC: 221). Esto no lo hacía mejor que Conan, al contrario, ya que él y los militares de carrera aristocratizantes eran aún más crueles que los matarifes de los grupos de asalto porque aspiraban a seguir la guerra al precio que fuera.

De Scéve manifiesta todo lo anterior, una vez acabada la guerra, al llevar a un tribunal militar a un presunto desertor. Para el amargo Nóbert, «la guerra que ya ha acabado en todas partes se prolonga en tipos como él…» (CC: 222). Su oportunidad la tendrá, en la primavera de 1918, al prestar apoyo las tropas francesas al Ejército blanco en las orillas Dniéster, en Ucrania, escenario de la última acción bélica de Conan y su grupo de indisciplinados camaradas, que habían sembrado el terror en su estancia en Bucarest.

Menis, en este punto, junto a Bottenlauben y De Scéve mantiene una postura fanática, incluso contra el sentir de su amada -la idealizada Rese Lang-, por llevar el estandarte del regimiento a su hogar imperial en Viena. Esto le lleva a interiorizar que la guerra debería continuar por respeto a los caídos, que constituyen el verdadero ejército, el «ejército invisible» al que más adelante nos referiremos.

La visión de una Viena donde triunfa una “revolución” que «sólo era lo que quedaba cuando todo lo demás había desaparecido» (EE: 313), donde la frivolidad e indiferencia de la burguesía le es insultante, y donde el propio Emperador es un traidor al firmar en su último decreto la exención del juramento a sus soldados, provoca en Menis el desconcierto de no pertenecer a ese nuevo mundo de postguerra. Se convierte en un inadaptado. Y es aquí donde los personajes de Menis y Conan toman contacto y expresan el desconcierto del excombatiente. De tal forma llegamos a una de las mejores reflexiones de la obra de Lernet-Holenia (EE: 309):

«Una auténtica guerra no se termina. Antiguamente uno volvía, vencido o no, y se acostaba. Ahora ya no había vencedores, ni siquiera vencidos. Pero la guerra seguía. Seguía dentro de todos los que habían vuelto a casa. Es que, en realidad, no habían vuelto. Seguían en campaña. La traían consigo y la llevaban dentro de sí, y aunque a su alrededor todo volviera a ser como antes, ellos no se podían adaptar. La guerra no se dejaba engañar por el hecho de que se le hubieran escapado. Se hallaban en sus casas, indecisos, con la impresión de que tenían que volver a salir enseguida.»

Conan, desde su punto de vista como soldado no profesional, explica el problema de los excombatientes (CC p. 132):

«Imagínate que hay suficientes franceses que lo reconocen, no te diré que echen de menos la guerra, pero es que no han vivido otra cosa. Tendrán que ocultarse como criminales. ¡Y, sin embargo, ellos no pidieron que les llevasen! Y además, toda su provisión de valor, y no tendrán dónde meterla. Les ahogará. Morirán congestionados.»

Un vaticinio, este último, que se cumplirá con el mismo Conan cuando, una vez concluida la guerra, su amigo Norbert lo visite en su pueblecito. Decrépito, cirrótico, «pudriéndose por partes» le recuerda una conversación anterior a ser desmovilizados. Fue en ese momento cuando, a instancias de De Scève, un tribunal militar condenó a muerte a un jovencísimo soldado por un delito de deserción cometido durante la recién terminada guerra. Esto le hace ver la verdadera faz de su trabajo (CC: 208):

«¡Somos mis hombres y yo los que hemos hecho la guerra y la hemos ganado! ¡Somos nosotros! Mi puñado de hombres y yo, hemos hecho temblar a ejércitos enteros. Matar a un tipo, cualquiera podía hacerlo, pero conseguir, matando a uno, aterrorizar a diez mil, era nuestra especialidad. Para eso era necesario utilizar el cuchillo. ¡Los cuchillos han ganado la guerra, y no lo cañones!… Y ahora esos cabrones nos gritan: “Escondedlos, que nadie los vea”, esconded vuestras manos manchadas de sangre, que nosotros usábamos guantes para manejar los telémetros.»

Son estas palabras la que hacen a la obra de Vercel tan actual que nos lleva a experiencias tan reales como las que contó el periodista Sebastian Junger en su conocido libro sobre un pelotón norteamericano destinado en Afganistán en 2007. Concretamente, como en el caso de Conan, en una zona montañosa: el valle del Korengal 3.

La idea de la camaradería es otro nexo de unión que podemos ver entre ambas novelas. El grupo de camaradas en combate es lo que denominan los sociólogos un “grupo total”, es decir, una comunidad que da un sentido de cierta seguridad en la locura de la guerra 4. Menis y Conan compartieron guerra, pero no se sintieron parte del mismo tipo de camaradería. En el caso del primero, su defensa caballeresca del estandarte, documenta la supervivencia del concepto de honor aristocrático a comienzos del siglo XX, que Arno J. Mayer estudió en su ya clásica obra La persistencia del Antiguo Régimen (1981), y que en su edición original tenía el aclarador subtítulo «Europa hacia la Gran Guerra».

A esta idea del honor, se le une su particular concepto sobre lo que es la camaradería. Para él sus camaradas son los que faltan, los que han caído en la batalla defendiendo el estandarte. Son ese “ejército invisible” de fantasmas del ayer que se asemeja bastante a la idea de Elias Canetti sobre las “masas invisibles” que exponía en su Masa y poder (1960). Para éste, dichas masas sobre todo se representan como ejércitos de combatientes muertos que moran en lo que la tradición germánica denomina el “Valhalla”. Como vimos antes Lornet-Holenia introduce el factor de lo misterioso, de lo sobrenatural en su obra. Y esto desconcierta al lector actual y lleva a los especialistas, tales como Claudio Magris, a considerarla como una obra menor. No obstante, la recreación propuesta nos lleva al enigma de una guerra que sigue siendo, en esencia, un misterio tal como lo ha explicado el historiador militar John Keegan. En palabras de este es difícil responder a la pregunta de porqué decidieron «entregar a la totalidad de su juventud masculina a una carnicería mutua y esencialmente sinsentido» 5.

Para Conan, la camaradería se funda en su grupo de asalto, hombres que nada saben de estandartes ni de mitos imperiales. Solo conocen el valor de la supervivencia en las trincheras y del uso del cuchillo. Representan el nuevo tipo de soldado, el “trabajador de la guerra” del que hablaba otro ilustre veterano de guerra, Ernest Jünger. El nuevo soldado de la era industrial, imbuido en la división del trabajo, realiza su tarea rutinaria tal como si estuviese en una fábrica. Para Menis esto no era sino el fin de un modo milenario de entender la guerra: «el soldado se volvía proletario; era el final».

Sin embargo todas las contradicciones que hemos podido observar (estandartes versus cuchillos, aristócratas versus plebeyos, oficiales versus soldados, poder versus revolución) se igualaban al final en, según escribió John Reed al visitar el frente balcánico, «la loca democracia de la guerra» 6.

Por último, fijémonos en la suerte que corrieron los autores. Alexander Lernet-Holenia, participó brevísimamente en la II Guerra Mundial en la campaña polaca de 1939 (lo cual dejó constancia en su obra Martes en Aries, 1941) y nunca llegó a identificarse con el régimen hitleriano al que su afición al ocultismo y a cierta ideología «völkisch» pudiera haberlo conducido. Sin embargo, el profesor Roger Vercel cuya obra literaria parece más sólida, acabó siendo un colaboracionista con el régimen de Vichy.

NOTAS

  1. Fussell, Paul, La Gran Guerra y la memoria moderna, Madrid, Ed. Turner, 2006, pág. 204
  2. Oficialmente su título era “Ejército francés de Oriente”. Junto a contingentes ingleses, griegos y serbios lucharon entre 1915-1918 en el frente de Macedonia frente a búlgaros, austriacos y alemanes. Al acabar la guerra combatieron en Ucrania al ejército rojo en el contexto de la guerra civil rusa (1918-1921).
  3. Al acabar su obra, Junger piensa en la vida de postguerra de esos jóvenes y sus palabras nos son terriblemente familiares: «A un veterano de guerra, el mundo civil le puede parecer frívolo y aburrido, sin apenas nada en juego…Cuando los hombres afirman que echan de menos el combate no es que echen en falta que les disparen…sino que lamentan no estar en un mundo en el que todo es importante y nada se da por sentado. Echan de menos estar en un mundo en el que las relaciones humanas se rigen exclusivamente por el hecho de si puedes confiar tu vida a la persona que tienes al lado». Junger, Sebastian, Guerra, Barcelona, Ed. Crítica, 2010, pág. 229.
  4. Neitzel, S. y Welzer, H., Soldados del Tercer Reich. Testimonios de lucha, muerte y crimen, Barcelona, Ed. Crítica, 2012, págs. 27-32
  5. Fussell, P., op. cit., pág. 446.
  6. Reed, J. La guerra en Europa Oriental, Barcelona, Ed. Curso, 1998, pág. 82

Nueva traducción de «El jardinero» (1925) de Rudyard Kipling

Nueva traducción con una nota de Juan Gabriel López Guix
Universidad Autónoma de Barcelona | gabriel.lopez@uab.es
Ilustraciones originales de J. Dewar Mills, tomadas de la revista Strand (mayo 1926)
[PDF]

Recuerdo y redención en «El jardinero» de Kipling
Juan Gabriel López Guix

[column]1. Kipling y la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra

Cuando al estallar la primera guerra mundial Gran Bretaña descubrió que Alemania y Austria-Hungría disponían de oficinas de prensa encargadas del control de la información y la propaganda, el gobierno reaccionó encargando al periodista y político liberal Charles Masterman la dirección de una Oficina de Propaganda de Guerra. Masterman recurrió a un selecto grupo de escritores, los reunió a principios de septiembre de 1914 y obtuvo de ellos el compromiso de trabajar en favor del esfuerzo de guerra. El acuerdo se mantuvo en secreto y sólo en 1935 se supo que algunos escritores habían trabajado para el gobierno. Rudyard Kipling (1865-1936) fue uno de los juramentados, y como fruto de ese compromiso militarista nació el cuento «Mary Postgate» (1915), que fue definido más tarde como «el más intenso testamento del odio surgido en Inglaterra durante la Gran Guerra».

Kipling también formó parte como «asesor literario» de la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra, el organismo creado en 1917 para la conmemoración adecuada de los caídos. El objetivo de la comisión era diseñar una forma nueva de organizar los cementerios militares en el extranjero y recordar a los soldados enterrados en ellos; es decir, encontrar un nuevo lenguaje para el recuerdo y la conmemoración de los combatientes muertos en un espanto bélico como nunca antes se había conocido.

Cambiando las prácticas seguidas hasta entonces, la comisión decidió dejar constancia de todos los nombres de los soldados caídos e uniformar todas las sepulturas estableciendo unas rígidas normas acerca de la extensión de los mensajes de las lápidas y prohibiendo los monumentos individuales, con lo que acabó con la discriminación habitual en favor de los oficiales. Se encargó de obtener la cesión a perpetuidad de las parcelas de terreno; eligió la forma que tendrían las lápidas y su material (piedra de Portland) pensando en la máxima permanencia en el tiempo; y también acordó que todos los cementerios tendrían dos monumentos, bautizados por Kipling como la Cruz del Sacrificio y la Piedra del Recuerdo. Para la primera Kipling eligió la inscripción «Para que no olvidemos», un verso extraído de su poema «Recesional» (1897); y, para la segunda, «Su nombre pervive para siempre», un versículo del Eclesiástico (44:14). Con estas medidas la comisión impuso una simbología y un relato únicos en todos los cementerios.

2. «El jardinero»

Kipling escribió «El jardinero» en marzo de 1925 tras una visita al cementerio militar de Bois-Guillaume en Ruán y lo publicó un mes después en McCall’s Magazine. Al año siguiente lo publicó en el número de mayo de The Strand Magazine y lo incluyó en la obra Debits and Credits. Esta última versión es la que sigue la traducción, a la que se han añadido las ilustraciones de J. Dewar Mills con las que apareció en Strand. El tono de este relato es completamente diferente al del mencionado más arriba y publicado una década antes (e incluido en mi antología Cuentos de la Gran Guerra, Alpha Decay, 2008). Ya no estamos ante un llamamiento a la aniquilación del enemigo sin ningún tipo de contemplaciones, sino ante la lucha por superar el duelo y llegar a algún tipo de reconciliación tras el horror vivido. La complejidad del relato permite discernir múltiples capas interpretativas, y no podemos dejar de pensar en la lucha del propio Kipling por encontrar los restos de su hijo John (Jack). John, que sufría una grave miopía, había sido rechazado por la Marina y el Ejército, pero su padre hizo gestiones para lograr su nombramiento como subteniente en un batallón de los Guardias Irlandeses y fue enviado a Francia con dieciocho años recién cumplidos. [/column][column] Murió un mes y medio más tarde en su primera acción de guerra, la batalla de Loos (25-27 de septiembre de 1915), que se cobró 50.000 muertos por parte británica (y unos 25.000 por parte alemana). A pesar de su privilegiada posición oficial y de una búsqueda ininterrumpida a lo largo de las siguientes dos décadas, Kipling murió sin recuperar los restos de su hijo y sin poder darle una sepultura conocida. En 1992, la Comisión de Tumbas de Guerra de la Commonwealth anunció haber identificado la tumba de John Kipling en el cementerio militar de Haisnes (Pas-de-Calais), cerca de Loos, pero esa identificación ha sido discutida por algunos investigadores.

El relato resulta altamente perturbador, entre otras cosas, porque, a diferencia de los lectores, la protagonista no alcanza a reconocer en su viaje (un viaje pautado en última instancia por la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra) la figura del jardinero y sigue sumida en su estado de cosificación y entumecimiento sensorial sin obtener reparación a la pérdida ni tampoco serenidad espiritual. A diferencia de Kipling y su esposa, Helen sabe a qué lugar acudir para conmemorar a Michael, pero su peregrinación recuerda la búsqueda infructuosa por parte del matrimonio Kipling (o de cualquier familiar de desaparecido) de unos restos físicos, un puñado de polvo, un lugar en el que clausurar el duelo por el ser querido. Helen pasa de largo junto al Hijo del Hombre, y ni Kipling ni su esposa Carrie encontraron la tumba del hijo. La primera tiene el cuerpo pero no tiene el nombre, no pudo ni puede llamarlo hijo; los segundos murieron sin encontrar los restos buscados. En los dos casos el dolor queda sin consuelo, y en los dos casos queda sin resolver de modo satisfactorio la tensión entre reconocimiento e ignorancia, entre recuerdo y redención. Justamente el conflicto que Kipling intentó resolver en favor de la memoria con las inscripciones elegidas para los monumentos que debían erigirse junto a las tumbas de los soldados muertos: «Su nombre pervive para siempre» y «Para que no olvidemos».

La exégesis bíblica ha visto en el Cristo jardinero del Evangelio de Juan un reflejo del Adán jardinero del Génesis, con la consiguiente identificación altamente paradójica entre el locus amœnus edénico y el lugar del entierro del Salvador del Mundo; paradójica, pero cargada de sentido puesto que según esa lectura tras el Sacrificio el mundo alcanza la Redención. El relato de Kipling también coloca entre tumbas a su figura redentora; y también nosotros, como María Magdalena en el Evangelio de Juan, encontramos ahí una tumba vacía: la de su querido hijo Jack, a quien él mandó a la guerra.

3. Sobre la traducción

Utilicé este cuento en la clase de Traducción Literaria impartida en la Facultad de Traducción e interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona durante el curso 2011-2012. Los trabajos finales de la asignatura incluyeron un ejercicio comparativo para el cual se utilizaron diversas versiones (entre ellas ésta, fruto de mis tareas de preparación de las clases). Los integrantes del curso, a quienes va dedicada la traducción, fueron: Anna Ballestero, Tamara Bartl, Alba Chaparro, Zaida Cima, Anna Costa, Jessica Díaz, Victoria Drover, Laura Escobar, Núria Faure, Ainhoa Fernández, Elena Fernández, Tina Font, Laura García, Fernando Gómez, Susana González, Beatriz Juan, Sara López, Rebeca Miñarro, Nadine Morales, Ilaria Olivotti, Victoria Penín, José Luis Portela, Irene Prat Soto, Irene Preuss, Tamara Reisinger, Laura Rifà, Carlos Suárez, María Yuste. Deseo agradecer a Celia Filipetto sus comentarios a una de las versiones finales de mi traducción. Por último, deseo dejar constancia de mi agradecimiento a Jacqueline Minett por sus lecturas siempre incisivas del original y a Celia Filipetto por sus comentarios a una de las versiones finales de mi traducción.[/column]

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EL JARDINERO
Rudyard Kipling

Una tumba a mí me dieron,
que guardara hasta el Juicio;
mas miró Dios desde el cielo:
movió la piedra de sitio.

Un día de todos mis años
una hora de ese día,
me vio Su ángel llorando:
movió la piedra de sitio.

Todos en el pueblo sabían que Helen Turrell cumplía su deber con cuantos formaban su mundo, y con nadie de un modo más ejemplar que con el desdichado hijo de su único hermano. El pueblo también sabía que George Turrell había sido desde la adolescencia una fuente permanente de disgustos para su familia, y nadie se sorprendió al enterarse de que, tras muchas oportunidades concedidas y desaprovechadas, convertido en inspector de la Policía India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había fallecido al caer de un caballo pocas semanas antes del nacimiento de su hijo. Por suerte, los padres de George ya no estaban vivos para verlo; y Helen, que con treinta y cinco años y dueña de su propia vida bien habría podido lavarse las manos en aquel escandaloso asunto, se encargó con toda nobleza del caso a pesar de que en aquella época luchaba contra la amenaza de una afección pulmonar que la había llevado hasta el sur de Francia. Organizó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, se reunió con ellos en Marsella, cuidó al niño durante un ataque de disentería provocado por la negligencia de la niñera, a la que tuvo que despedir, y por último, flaca y agotada pero triunfal, regresó a finales de otoño con el niño completamente restablecido a su casa de Hampshire.

Todos esos detalles eran de dominio público, porque Helen era clara como el agua y sostenía que ocultar los escándalos sólo contribuía a aumentarlos. Reconocía que George siempre había tenido mucho de oveja negra, pero las cosas habrían sido mucho peores si la madre hubiera insistido en su derecho a conservar al niño. Por fortuna, parecía que esa clase de personas era capaz de casi todo por dinero; y, como George siempre había acudido a ella en sus líos, se sintió justificada -sus amigas convinieron con ella- para cortar toda relación con la rama del suboficial retirado y ofrecer al niño todas las ventajas. El bautizo con el nombre de Michael, a cargo del párroco, fue el primer paso. Helen reconoció que, por lo que ella se conocía, nunca había sido una amante de los niños; pero, a pesar de sus defectos, había sentido mucho cariño por George y destacó que el pequeño Michael tenía la boca calcada a la de su padre, lo cual no dejaba de ser un punto de partida.

A decir verdad, era la frente de los Turrell, ancha, baja, bien formada, con unos ojos bien espaciados bajo ella, lo que Michael había reproducido con mayor fidelidad. Tenía la boca algo mejor perfilada que la habitual en la familia. Sin embargo, Helen, nada dispuesta a admitir algo bueno en el lado materno, juró que era un Turrell de arriba a abajo; y, al no haber nadie en posición de contradecirla, el parecido quedó establecido.

Al cabo de unos años, Michael ocupó su propio lugar, tan aceptado por todos como siempre lo había sido Helen: audaz, filosófico y bastante guapo. A los seis años quiso saber por qué no podía llamarla «mamá», como llamaban los otros niños a sus madres. Ella le explicó que sólo era su tía y que las tías no eran exactamente lo mismo que las mamás, pero que, si le gustaba, podía llamarla «mamá» a la hora de dormir, como una especie de nombre cariñoso entre ellos.

Michael mantuvo el secreto con toda lealtad, pero Helen, como de costumbre, contó la aneécdota a sus amigas; y, cuando se enteró, Michael se enfadó muchísimo.

jardinero1– ¿Por qué se lo has dicho? ¿Por que?? -exclamó al final del estallido de furia.
– Porque siempre es mejor decir la verdad -respondió Helen, rodeándolo con el brazo mientras él se agitaba en su cama.
– Muy bien, pues si la verdad es fea, entonces no me gusta.
– ¿No te gusta, cariño?
– No, no me gusta y ahora que lo has dicho -ella sintió que su cuerpecito se ponía tenso- no te llamaré nunca más «mamá», ni tampoco a la hora de dormir.
– ¿No te parece que eso no es muy amable? -dijo Helen con dulzura.
– ¡No me importa! ¡No me importa! Tú me has hecho mucho daño por dentro y yo te lo voy a hacer a ti. ¡Te lo voy a hacer mientras viva!
– ¡No, no hables así, cariño! No sabes…
– ¡Te lo voy a hacer! ¡Y cuando esté muerto te lo voy a hacer mucho más!
– Gracias a Dios, me habré muerto mucho antes que tú, cielo.
– No te creas. Emma dice que nunca se sabe lo que te espera. -Michael había estado hablando con la anciana criada de cara chata que Helen tenía a su servicio-. Muchos niños se mueren pequeños. Yo también. ¡Y entonces ya verás!

Helen sintió que se le cortaba la respiración y se dirigió hacia la puerta, pero el gemido de «¡Mamá!¡Mamá!» hizo que volviera sobre sus pasos, y ambos lloraron juntos.

A los diez años, tras dos trimestres en el colegio primario, algo o alguien le dio a entender que su situación civil no era del todo regular. Abordó a Helen al respecto y derribó sus balbuceantes defensas con la característica franqueza familiar.

– No me creo una palabra -dijo al final con desenfado-. La gente no diría nada si mis padres se hubieran casado. Pero no te preocupes, tía. Lo he aprendido todo sobre los que son como yo en Historia Inglesa y en los trozos de Shakespeare. Para empezar, está Guillermo el Conquistador y… bueno, muchísimos más, y a todos les fue estupendamente. A ti no te importa que yo sea eso… ¿verdad?
– Como algo pudiera… -empezó Helen.
– De acuerdo. No volveremos a hablar de esto si te hace llorar. Nunca mencionó de nuevo el tema de modo voluntario; aunque, cuando dos años más tarde se las arregló hábilmente para contraer sarampión durante las vacaciones, no murmuró acerca de otra cosa mientras la fiebre le subía hasta los cuarenta grados de rigor y sólo dejó de hacerlo cuando la voz de Helen, penetrando por fin en su delirio, logró transmitirle la seguridad de que nada en este mundo ni en el otro podría hacer que las cosas fueran distintas entre ellos.
Los trimestres de su internado y las maravillosas vacaciones de Navidad, Pascua y verano se fueron sucediendo, irisados y espléndidos como una sarta de joyas; y como joyas los atesoró Helen. A su debido tiempo, Michael desarrolló algunos intereses propios, que siguieron su curso y luego dieron paso a otros; sin embargo, el interés por Helen nunca dejó de ser creciente y constante. Ella correspondió con cuanto tenía de afecto o con cuanto podía reunir de consejos y dinero; y, como Michael no era nada tonto, la guerra lo reclamó justo antes de iniciar lo que parecía una carrera de lo más prometedora.
Tenía que haber ido a Oxford, con una beca, en octubre. A finales de agosto, estuvo a punto de unirse al primer holocausto de muchachos salidos de colegios privados que se arrojaron a la línea del frente; pero el capitán de su Cuerpo de Instrucción de Oficiales, donde había sido sargento durante casi un año, se interpuso en su camino y lo condujo directamente a la obtención de un grado de oficial en un batallón tan nuevo que la mitad todavía llevaba la vieja casaca roja y la otra mitad cultivaba la meningitis en el hacinamiento de unas tiendas húmedas. A Helen le había horrorizado la idea de un alistamiento directo.
jarfinero2– Bueno, es algo que está en la familia -rió Michael.
– ¿No me irás a decir que te has creído aquella vieja historia todo este tiempo? -dijo Helen (Emma, la criada, ya llevaba muerta unos años.)-. Te di mi palabra de honor… y te la doy ahora… de que… todo está bien. De verdad.
– Ah, eso no me preocupa. Nunca me ha preocupado -contestó valientemente-. Quiero decir que habría entrado en danza antes de haberme alistado, como mi abuelo.
– ¡No digas esas cosas! No te preocupará que acabe demasiado pronto, ¿verdad?
– No tendremos esa suerte. Ya sabes lo que dice K.
– Sí, pero en el banco me dijeron el lunes que en ningún modo podía durar más allá de Navidad… por razones económicas.
– Espero que tengan razón; pero nuestro coronel, que es un oficial de carrera, dice que va a ser un trabajo largo.
El batallón de Michael tuvo suerte porque, por alguna casualidad que supuso varios «permisos», fue destinado a la defensa costera en unas trincheras poco profundas de las playas de Norfolk; enviado después al norte para vigilar la boca de un estuario escocés; y, por último, retenido durante semanas debido al rumor infundado de un destino remoto. Sin embargo, el mismo día en que Michael tenía que haberse reunido con Helen durante cuatro horas seguidas en una estación de enlace intermedia, el batallón fue movilizado precipitadamente para ayudar a reponer las bajas de Loos, y él sólo tuvo tiempo de enviarle un telegrama de despedida.
En Francia la suerte ayudó de nuevo al batallón. Fue destacado cerca del Saliente, donde llevó una vida meritoria y relajada mientras se fue gestando el Somme; y disfrutó de la paz de los sectores de Armentières y Laventie cuando empezó esa batalla. Al descubrir que se comportaba con sensatez a la hora de proteger los flancos y sabía cavar, un oficial prudente se lo robó a la división a la que pertenecía con el pretexto de ayudarlo en el tendido de líneas de telégrafo y lo utilizó por toda la zona de Ypres.
Un mes más tarde, y justo después de que Michael hubiera escrito a Helen diciéndole que no pasaba nada y que por lo tanto no tenía necesidad de preocuparse, la esquirla de un proyectil que cayó de un húmedo amanecer lo mató en el acto. El siguiente obús arrancó de cuajo y depositó sobre el cuerpo lo que habían sido los cimientos del muro de un granero, y ello de un modo tan pulcro que sólo un experto habría adivinado que allí había sucedido algo desagradable.

Por entonces el pueblo era ya viejo en experiencia de la guerra y, a la usanza inglesa, había desarrollado un ritual para enfrentarse a ella. Cuando la jefa de correos entregó a su hija de siete años el telegrama oficial para que se lo llevara a la señorita Turrell, le comentó al jardinero del párroco: «Esta vez le ha tocado el turno a la señorita Helen». El jardinero, pensando en su propio hijo, respondió: «Bueno, ha durado más que otros». La niña llegó sollozando a la puerta de la casa, porque el señorito Michael le había regalado a menudo caramelos. Helen se encontró, unos momentos después, bajando con gran cuidado las cortinas de la casa una tras otra y diciendo a cada una con suma seriedad: «Desaparecido siempre quiere decir muerto». Luego ocupó su lugar en el lóbrego cortejo que se vio obligado a recorrer una inevitable sucesión de emociones inútiles. El párroco, por supuesto, predicó la esperanza y vaticinó, en muy poco tiempo, noticias desde un campo de prisioneros. También varias amigas le contaron historias del todo verídicas, pero siempre referidas a otras mujeres, a quienes, tras meses y meses de silencio, sus seres queridos habían sido milagrosamente restituidos. Otras personas la apremiaron a que se pusiera en contacto con infalibles secretarios de organizaciones que se pondrían en contacto con benévolos neutrales, que a su vez podían obtener información precisa de los más herméticos comandantes de las cárceles hunas. Helen hizo, escribió y firmó todo cuanto se le indicó o se le puso delante.
jardinero3Una vez, en uno de sus permisos, Michael la llevó a una fábrica de municiones donde presenció el progreso de un obús desde la pieza de hierro hasta el artículo casi acabado. Le sorprendió que no dejaran solo ni un segundo al diabólico artefacto; y mientras preparaba los documentos se dijo: «Me están transformando en un familiar desconsolado».
En su debido momento, cuando todas las organizaciones hubieron lamentado profunda y sinceramente su incapacidad para localizar, etcétera, algo cedió en su interior y todas las sensaciones -salvo la gratitud por la liberación- desembocaron en una gozosa pasividad. Michael había muerto, el mundo de Helen se había detenido, y ella se había fundido plenamente con la conmoción de esa detención. En ese momento ella estaba inmóvil y el mundo seguía avanzando, pero eso no le importaba, no la afectaba en modo o sentido algunos. Lo sabía por la facilidad con que era capaz de deslizar el nombre de Michael en una conversación y ladear la cabeza en el ángulo adecuado, ante el adecuado murmullo de condolencia.
En la gozosa conciencia de ese alivio, el Armisticio estalló sobre ella con todas sus campanadas y pasó inadvertido. Al cabo de otro año, superó la aversión física a los jóvenes que habían sobrevivido y regresado, de tal modo que fue capaz de darles la mano y desearles casi con sinceridad que todo les fuera bien. No tenía interés alguno por ninguna consecuencia, nacional o personal, de la guerra; pero, actuando desde una inmensa distancia, participó en diversos comités de ayuda y sostuvo opiniones enérgicas -se oyó a sí misma expresándolas- acerca del emplazamiento del monumento propuesto a los caídos del pueblo. Entonces le llegó, en tanto que familiar más cercano, una notificación oficial, respaldada por la página de una carta en lápiz indeleble dirigida a ella, una chapa de identidad plateada y un reloj, en la que se le daba a conocer que el cuerpo del teniente Michael Turrell había sido encontrado, identificado y reenterrado en el Tercer Cementerio Militar de Hagenzeele, al tiempo que proporcionaba la debida indicación de la letra de la hilera y el número de la tumba.
De modo que Helen se vio desplazada a otra etapa de la transformación, a un mundo lleno de familiares exultantes o destrozados, pero firmes ya en la certeza de que había en la tierra un altar sobre el que depositar su amor. No tardaron en contarle, y lo demostraron con horarios, lo fácil que era y lo poco que interfería en los asuntos cotidianos acudir a ver la correspondiente tumba.
– Qué diferente habría sido -como dijo la esposa del párroco- si lo hubieran matado en Mesopotamia o incluso en Gallipoli.
El sufrimiento de verse despertada a una especie de segunda vida empujó a Helen al otro lado del Canal, donde, en un mundo de nombres abreviados, aprendió que era posible llegar cómodamente a Hagenzeele III con un tren vespertino que enlazaba con el barco matutino, y que había un cómodo hotelito a menos de tres kilómetros del propio Hagenzeele donde podía pasar una cómoda noche y visitar la tumba a la mañana siguiente. Todo eso lo supo de una Autoridad Central que vivía en un cobertizo de tablones y cartón alquitranado en las afueras de una ciudad arrasada y llena de remolinos de tierra calcárea y papeles llevados por el viento.
– Por cierto, sabe usted cuál es su tumba, ¿verdad? -le preguntó.
– Sí, gracias -dijo Helen y le mostró su fila y su número mecanografiados con la pequeña máquina de escribir de Michael.
jardinero4El oficial lo habría comprobado en uno de sus muchos libros; pero una mujer grandota con acento de Lancashire se interpuso entre ellos y le suplicó que le dijera dónde podía encontrar a su hijo, que había sido cabo en el Cuerpo de Servicios del Ejército. Su verdadero apellido era Anderson, sollozó, pero, claro, al ser de una familia respetable, se había alistado con el de Smith; y lo habían matado en Dickiebush, a principios del quince. No tenía su número ni tampoco sabía cuál de sus dos nombres de pila había utilizado junto con el apellido falso; pero su billete turístico de Cook expiraba al final de la Pascua, y se iba a volver loca si para entonces no había logrado encontrar a su hijo. Tras ello se derrumbó sobre el pecho de Helen; aunque enseguida salió la mujer del oficial del pequeño dormitorio situado detrás de la oficina, y los tres alzaron a la mujer hasta el camastro.

– Con frecuencia son así -dijo la mujer del oficial, deshaciendo el apretado nudo del sombrero-. Ayer contó que lo habían matado en Hooge. ¿Está segura de que sabe su tumba? Es fundamental.
– Sí, gracias -dijo Helen; y se apresuró en salir antes de que la mujer echada en la cama empezara a lamentarse de nuevo.

El té en una atestada construcción de madera, con fachada falsa, y de franjas azules y malva la adentró aun más en la pesadilla. Pagó la cuenta junto a una inglesa inexpresiva y de rasgos poco agraciados que, al oírla preguntar por el tren a Hagenzeele, se ofreció a acompañarla.
– Yo también voy a Hagenzeele -explicó-. No a Hagenzeele III, el mío es Sugar Factory, pero ahora lo llaman La Rosière. ¿Ha reservado habitación en el hotel que hay ahí?
– Sí, gracias. He enviado un telegrama.
– Es lo mejor. A veces está bastante lleno, y otras apenas hay un alma. Pero han puesto cuartos de baño en el viejo Lion d’Or, que es el hotel que está en el lado oeste de Sugar Factory, y eso atrae ahora a mucha gente, por suerte.
– Para mí todo esto es nuevo. Es la primera vez que vengo.
– ¿De verdad? Yo, es la novena desde el Armisticio. No, para mí misma. Gracias a Dios, no he perdido a nadie; pero, como todo el mundo, tengo muchísimas amistades que sí que han perdido a alguien. Viniendo con tanta frecuencia como vengo, me doy cuenta de que les resulta útil que alguien pueda echar una ojeada a… al lugar y que luego les hable de él. Y también puedo hacer fotos para ellos. Tengo una lista bastante larga de encargos. -Rió con nerviosismo y dio unas palmaditas a la Kodak que llevaba colgando-. Debo ver a dos o tres en Sugar Factory esta vez, y a muchos otros en los cementerios de los alrededores. Mi sistema es acumularlos y clasificarlos. Y cuando tengo suficientes encargos para que valga la pena ir a una zona, me pongo en marcha y cumplo los encargos. Para la gente supone un gran consuelo.
– Sí, supongo que sí -dijo Helen estremeciéndose mientras subían al pequeño tren.
– Claro que lo es. (¿Qué suerte que tenemos asientos de ventana, ¿verdad?) Debe serlo, de otro modo no me lo pedirían, ¿no cree? Tengo aquí una lista con doce o quince encargos -dio otras palmaditas a la Kodak-, debo ordenarlos esta noche. Ah, había olvidado preguntárselo. ¿El suyo qué es?
– Mi sobrino -dijo Helen-. Pero estaba muy encariñada con él.
– Ah, sí. A veces me pregunto si llegan a saberlo después de la muerte. ¿Qué cree usted?
– Bueno, no lo sé… No me he atrevido a pensar mucho sobre esas cosas -dijo Helen, casi
levantando las manos para mantenerla a distancia.
– Puede que sea lo mejor -respondió la mujer-. Imagino que la sensación de pérdida ya
es bastante. En fin, no quiero molestarla más.
Helen se sintió agradecida, pero cuando llegaron al hotel la señora Scarsworth (ya se habían
presentado) insistió en cenar en la misma mesa que ella y después de la cena, en la reducida y espantosa sala repleta de familiares susurrantes, arrastró a Helen hasta un recorrido por sus «encargos» con biografías de los muertos, donde se daba el caso de que los hubiera conocido, y algunas pinceladas sobre los parientes más cercanos. Helen lo soportó hasta casi las nueve y media antes de poder huir a su habitación.

Apenas hubo llegado, sonó un golpe en la puerta y entró la señora Scarsworth sosteniendo, con las manos apretadas ante ella, la espantosa lista.
– Sí, sí… lo sé -empezó a decir-. Está harta de mí, pero quería contarle algo. No está usted… casada, ¿verdad? Entonces quizá no… Pero no importa. Tengo que contárselo a alguien. Ya no aguanto más así.
– No, por favor…
La señora Scarsworth se había apoyado contra la puerta cerrada, y su boca seca se movió con rigidez.
– Sólo es un minuto -dijo-. Todas esas tumbas de las que le he estado hablando hace un momento abajo… Son encargos de verdad. Al menos algunas. -Paseó la mirada por la habitación-. Qué papeles pintados tan increíbles tienen en Bélgica, ¿no le parece? … Sí. Le juro que son encargos. Pero hay una, ¿sabe?, y… y significó para mí más que nada en el mundo. ¿Me entiende?
Helen asintió.
– Más que nadie. Y, por supuesto, no tenía que haber sido así. No tenía que haber sido nada para mí. Pero lo fue. Lo sigue siendo. Y por esta razón hago los encargos. Eso es todo.
– Pero, ¿por qué me lo cuenta? -preguntó Helen con desesperación.
– Porque estoy muy cansada mentir. Cansada de mentir, de mentir siempre, año tras año. Cuando no digo mentiras, he tenido que representarlas y he tenido que pensarlas, siempre. No sabe usted lo que eso significa. Él fue para mí todo lo que no tenía que haber sido… lo único real… lo único que me ha sucedido en la vida; y tengo que fingir que no lo fue. ¡He tenido que prestar atención a cada palabra antes de pronunciarla, y pensar antes en la mentira que voy a decir a continuación, durante años y años!
– ¿Cuántos años? ??preguntó Helen.
– Seis años y cuatro meses antes y dos y tres cuartos después. He ido a visitarlo ocho veces desde entonces. Maañana será la novena, y… y no puedo… no puedo ir a visitarlo otra vez sin que nadie en el mundo lo sepa. Quiero sincerarme con alguien antes de ir. ¿Lo entiende? No me importa por mí. Nunca he dicho la verdad, ni siquiera de niña. Pero él no se lo merece. Así que… que he tenido que contárselo. No puedo mantenerlo callado por más tiempo. ¡No, no puedo!
Alzó sus manos entrelazadas casi hasta la altura de la boca, y luego las bajó de golpe, aún unidas, toda la extensión de los brazos, por debajo de la cintura. Helen se le acercó, las agarró, inclinó la cabeza sobre ellas y murmuró:
– ¡Oh, pobre! ¡Pobrecita! La señora Scarsworth retrocedió, con el rostro encendido.
– ¡Dios mi?o! -dijo-. ¿Es así cómo se lo toma?
Helen fue incapaz de hablar, y la mujer abandonó la habitación; sin embargo, pasó mucho
tiempo antes de que Helen pudiera conciliar el sueño.

jarfinero5A la mañana siguiente, la señora Scarsworth se marchó temprano a realizar su ronda de encargos, y Helen se dirigió sola a Hagenzeele III. El lugar todavía estaba en fase de acondicionamiento, y se alzaba casi dos metros por encima de la carretera asfaltada que lo bordeaba durante cientos de metros. Unos pasos habilitados sobre una profunda zanja hacían las veces de entrada a través del inacabado muro perimetral. Helen subió unos pocos escalones de tierra con contrarié de madera y entonces descubrió, conteniendo el aliento, la hacinada vastedad del lugar. No sabía que Hagenzeele III albergaba ya veintiún mil muertos. Cuanto vio fue un implacable mar de cruces negras con pequeñas placas de estaño grabadas, formando todo tipo de ángulos sobre sus lados. No logró distinguir orden ni disposición algunos en aquella inmensidad; nada salvo una selva que le llegaba hasta la cintura, como de hierbajos heridos de muerte, abalanzándose sobre ella. Avanzó, se dirigió a la derecha y a la izquierda embargada por la desesperación, preguntándose cómo lograría dar con quien buscaba. Muy a lo lejos había una línea blanca. Resultó ser un sector de unas doscientas o trescientas tumbas en las que ya habían colocado las lápidas, estaban plantadas las flores y asomaba el verde del césped recién sembrado. Vio en esa zona letras claras al final de las hileras y, tras consultar su papel, se dio cuenta de que no era allí donde tenía que buscar.
Un hombre se arrodilló tras una fila de lápidas; un jardinero, a todas luces, porque estaba apretando la blanda tierra en torno a una planta joven. Helen se dirigió hacia él con el papel en la mano. El hombre se levantó ante su llegada y, sin preámbulo ni saludo, preguntó:
– ¿A quién busca?
– Al teniente Michael Turrell… mi sobrino -dijo Helen lentamente y palabra a palabra, como había hecho muchas miles de veces en su vida.
El hombre levantó los ojos y la miró con infinita compasión antes de alejarse del césped recién sembrado en dirección a las peladas cruces negras.
– Acompáñeme -dijo- y le enseñaré dónde está su hijo.

Al abandonar el cementerio, Helen se volvió para echar una última ojeada. A lo lejos vio al hombre inclinado sobre sus jóvenes plantas; y se alejó, pensando que era el jardinero.

II

La carga

Un pena llevo encima cada día,
año a año, que ningún alma mitiga
que ningún alma percibe,
cuyo fin no se contempla
si no es penar de nuevo.
Ah, María Magdalena,
¿dónde habrá dolor mayor?

Soñar con dulce vergüenza
cada hora, día a día,
no poner cara sincera
a cuanto hago o digo,
mentir del alba a la puesta,
saber que el embuste es vano.
Ah, María Magdalena,
¿dónde habrá dolor mayor?

Ver mi miedo obstinado
que me sigue a todas partes
cada día, año a año,
cada hora, día a día,
arder y helarse sin tregua,
temblar y rabiar de nuevo,
Ah, María Magdalena,
¿dónde habrá dolor mayor?

Una tumba a mí me dieron,
que guardara hasta el Juicio;
mas miró Dios desde el cielo:
movió la piedra de sitio.
Un día de todos mis años,
una hora de ese día,
me vio Su ángel llorando:
movió la piedra de sitio.