James Thurber
Traducción y presentación de Emilio Quintana Pareja
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Presentación
James Thurber nació en Columbus (Ohio) en 1894 y murió en Nueva York en 1961. En los EEUU se le considera un humorista un poco rancio, de actitudes misóginas y excesivamente ingenuo, con esa ingenuidad de las portadas de Rockwell para el Saturday Evening Post. Cualquiera sería capaz de reconocer sus dibujos; no es difícil en un tiempo en que el sueño americano tomaba la forma de empleados de oficina, bomberos valerosos, críos fugados de su casa o policías bonachones. Thurber es también el autor de una pequeña obra maestra: «The Secret Life of Walter Mitty». Augusto Monterroso ha dicho de este cuento:
«Soy gran admirador de Thurber, pero casualmente no del fabulista (del cual leí hace años algunas traducidas por Jaime García Terrés) sino del ensayista, del caricaturista, y sobre todo del autor de uno de los mejores cuentos que se hayan escrito: «La vida privada de Walter Mitty», una especie de Don Quijote en seis páginas«.
Walter Mitty es en efecto un quijote de Connecticut, un personaje chestertoniano perdido en sus ensoñaciones en una ciudad de la América verdadera. Es pariente del protagonista de «In the bus», ficción de Logan Pearsall Smith, que sueña con el Kilimanjaro ante el embrutecido rostro de una pasajera, y del burgués que vuelve a casa en ómnibus en «Desde la imperial» de Valery Larbaud, que aprovecha su domininación urbana para un dar gracias a Dios. Mitty es el héroe de los pobres de espíritu, es el clochar impecable de los que están en las nubes. Ya sea como comandante de un hidroavión militar, ya como cirujano eminente, ya como tirador de primera con una sola mano, ya como aviador temerario, ya, en fin, como héroe de guerra, Mitty nos dice que se puede ser Douglas Fairbank en Beau Geste mientras se compran botas de agua en una zapatería. No hay duda: Walter Mitty es un héroe de nuestro tiempo.
E.Q. – diciembre 1993
LA VIDA SECRETA DE WALTER MITTY
«¡Vamos a atravesarla!». La voz del comandante sonó como el quebrarse de una delgada capa de hielo. Vestía el uniforme de gala, con la gorra galoneada inclinada gallardamente sobre un frío ojo gris. «No podemos hacerlo, señor. Se está convirtiendo en un huracán, si quiere mi opinión». «Nadie le ha preguntado, teniente Berg», dijo el comandante. «¡Enciendan las luces de potencia! ¡Pongan el motor a 8.500! ¡Vamos a atravesarla!». El martilleo de los cilindros aumentó: ta-pákata-pákata-pákata-pákata-pákata. El comandante tenía la mirada fija en el hielo que estaba formándose en la ventanilla del piloto. Se acercó a una hilera de complicados mandos y los manipuló. «¡Enciendan el auxiliar número 8!», gritó. «¡Enciendan el auxiliar número 8!», repitió el teniente Berg. «¡A toda potencia la torreta número 3!», gritó el comandante. Los de la tripulación, absortos en sus diversas tareas en el enorme y pesado hidroavión militar de ocho motores, se miraron y sonrieron confiadamente. «El Viejo logrará que la atravesemos -se decían unos a otros- ¡El Viejo no le tiene miedo ni al mismísimo demonio!».
«¡No tan deprisa! ¡Vas demasiado deprisa!», dijo la Sra. Mitty. «¿Por qué vas tan deprisa?».
«¿Hmm?», dijo Walter Mitty. Miró a su mujer, sentada a su lado, con sobresaltado asombro. Le pareció una absoluta extraña, como si una mujer desconocida le hubiera chillado en una muchedumbre. «Ibas a más de noventa», dijo. «Sabes que no me gusta ir a más de setenta. Ibas a más de noventa». Walter Mitty siguió silenciosamente hacia Waterbury, mientras en las íntimas vías aéreas de su mente se iba desvaneciendo el rumor sordo del SN 202, atravesando la peor tormenta de sus últimos veinte años de aviación marítima. «Has vuelto a ponerte tenso», dijo la Sra. Mitty. «Es uno de esos días tuyos. Me gustaría que dejaras que el doctor Renshaw te examinara».
Walter Mitty paró el coche delante del edificio en el que ella se arreglaba el pelo. «Acuérdate de comprar las botas de agua esas mientras me arreglan el pelo», dijo. «No me hacen falta botas de agua», dijo Mitty. Ella guardó su espejo en el bolso. «Ya hemos hablado de eso», dijo, saliendo del coche. «Ya no estás hecho un crío». Mitty aceleró un par de veces el motor. «¿Por qué no llevas los guantes? ¿Has perdido los guantes?». Walter Mitty metió la mano en un bolsillo y sacó los guantes. Se los puso, pero en cuanto ella se dio la vuelta y entró en el edificio y él llegó al primer semáforo en rojo, se los quitó otra vez. «¡En marcha, amigo!», le espetó un guardia cuando la luz cambió, y Mitty se puso apresuradamnte los guantes y avanzó dando bandazos. Condujo sin rumbo por las calles durante un rato, y luego pasó por el hospital camino del aparcamiento.
… «Se trata de Wellington McMillan, el banquero multimillonario», le comunicó una linda enfermera. «¿Sí?», dijo Walter Mitty, quitándose lentamente los guantes. «¿Quién lleva el caso?». «Los doctores Renshaw y Benbow, pero han llegado también dos especialistas, el doctor Remington de Nueva York y el Sr. Pritchard-Mitford de Londres. Éste ha venido en avión». Se abrió una puerta que daba a un largo y fresco pasadizo y entró el doctor Renshaw. Tenía un aspecto turbado y ojeroso. «¿Qué tal, Mitty?», dijo. «Estamos pasando las de Caín con McMillan, el banquero millonario y amigo personal de Roosevelt. Es una obstreosis del tracto ductal. De tercer grado. ¡Ojalá pudieras echarle un vistazo!». «¡No faltaría más!», dijo Mitty.
En el quirófano se susurraron las presentaciones: «Dr. Remington, el doctor Mitty. Sr. Pritchard-Mitford, el doctor Mitty». «He leído su libro sobre estreptotricosis», dijo Pritchard-Mitford, estrechándole la mano. «Una obra brillante, señor». «Gracias», dijo Walter Mitty. «No sabía que estuviera usted en los Estados Unidos», dijo refunfuñando Remington. «Traernos a Mitford y a mí hasta aquí para un tercer grado es como echar agua al mar». «Es muy amable», dijo Mitty. Una inmensa y complicada máquina, conectada a la mesa de operaciones, llena de tubos y conexiones eléctricas, comenzó en ese momento a emitir un ruido de pákata-pákata-pákata. «¡El nuevo anestesiador está fallando!», gritó un interno. «¡No hay nadie en todo el Este del país que sepa arreglarlo!». «¡Bueno, calma!», dijo Mitty, con voz baja y serena. Saltó a la máquina, que ahora emitía un pákata-pákata-kuip-pákata-kuip. Comenzó a manipular una hilera de relucientes mandos. «¡Denme una estilográfica!», dijo bruscamente. Alguien le alcanzó una estilográfica. Sacó de la máquina un pistón defectuoso e introdujo la pluma en su lugar. «Esto aguantará diez minutos», dijo. «Prosigan con la operación». Una enfermera se aproximó apresuradamente y le susurró algo a Renshaw, y Mitty vio que éste empalidecía. «Ha empezado la coreopsis», dijo Renshaw crispadamente. «¿Podría usted hacerse cargo, Mitty?». Mitty lo observó y también la acobardada figura de Benbow, conocido por su afición a la bebida, y las caras graves e indecisas de los dos grandes especialistas. «Si así lo desean», dijo. Le pusieron una bata blanca, se colocó una mascarilla y metió las manos en unos finos guantes; las enfermeras le entregaron unos relucientes…
«¡Meta marcha atrás, jefe! ¡Cuidado con ese Buick!» Walter Mitty frenó en seco. «Se ha equivocado de carril, jefe», dijo el empleado del aparcamiento, mirando a Mitty atentamente. «Vaya. Pues sí», murmuró Mitty. Comenzó a retroceder cuidadosamente para salir del carril que ponía «Sólo Salida». «Déjelo ahí», dijo el empleado. «Yo lo aparcaré». Mitty salió del coche. «Eh, más vale que me deje la llave». «Oh», dijo Mitty, entregándole la llave de contacto. El empleado saltó al coche, dio marcha atrás con una destreza insolente, y lo puso en su sitio.
Son tan condenadamente engreídos, pensó Walter Mitty, mientras caminaba por la calle principal; se creen que lo saben todo. Una vez, en las afueras de New Milford, había intentado quitarle las cadenas a los neumáticos y había acabado por enredarlas en los ejes. Había tenido que venir un hombre en una grúa a desenredarlas, un joven mecánico que se reía mostrando los dientes. Desde entonces, la señora Mitty le había obligado a llevar el coche al taller a que le quitaran las cadenas. La próxima vez, pensó, llevaré el brazo derecho en cabestrillo, así no se reirán de mí. Iré con el brazo derecho en cabestrillo y verán que no hubiera podido quitar las cadenas por mí mismo. Le propinó una patada a un montón de nieve que había en la acera. «Botas de agua», se dijo, y se puso a buscar una zapatería.
Cuando volvió a salir a la calle, con las botas en una caja debajo del brazo, Walter Mitty empezó a preguntarse cuál era la otra cosa que su mujer le había pedido que comprara. Se lo había dicho dos veces, antes de salir de casa para Waterbury. En cierto modo, él odiaba esas visitas semanales a la ciudad -siempre acababa haciendo algo mal. ¿Pañuelos de papel, pensó, crema Squibb, hojas de afeitar? No. ¿Dentífrico, un cepillo de dientes, bicarbonato, carborundo, referendum? Se dio por vencido. Pero a ella no se le olvidaría. «¿Dónde está la cosa que te encargué?», le preguntaría. «¿No me digas que te has olvidado del chisme?». Un vendedor de periódicos pasó voceando algo sobre el proceso de Waterbury.
… «Tal vez esto le refresque la memoria». De repente, el fiscal del distrito le alargó un arma automática a la tranquila figura que estaba declarando en el estrado. «¿Ha visto esto alguna vez?». Walter Mitty tomó la pistola y la examinó como un experto. «Es mi Webley-Vickers 50.80», dijo con calma. Un murmullo de inquietud se difundió por la sala. El juez hizo una llamada al orden. «Usted es un tirador de primera con cualquier tipo de arma, ¿no es así?», dejó caer el fiscal insinuantemente. «¡Protesto!», gritó el abogado de Mitty. «Ya hemos demostrado que el acusado no pudo ser el autor de los disparos. Ya hemos demostrado que la noche del catorce de julio llevaba el brazo derecho en cabestrillo». Walter Mitty levantó la mano al momento y las riñas de los abogados se acallaron. «Con cualquier tipo de arma», dijo apaciblemente, «pude haber matado a Gregory Fitzhurst a una distancia de trescientos pies y con la mano izquierda». En la sala se armó el pandemonium. El grito de una mujer se alzó por encima del alboroto y, de repente, Walter Mitty se encontró con una bella joven morena entre los brazos. El fiscal quiso golpearla salvajemente. Sin levantarse de su asiento, Mitty le propinó un puñetazo en la punta de la barbilla. «¡Hijo de perra!»…
«Bizcocho para perritos», se dijo Walter Mitty. Dejó de andar y los edificios de Waterbury emergieron de la brumosa sala de tribunales y volvieron a rodearlo. Una mujer que pasaba se rio. «Ha dicho «Bizcocho para perritos»», le dijo a su acompañante. «Ese hombre se ha dicho «Bizcocho para perritos» a sí mismo». Walter Mitty apretó el paso. Entró en un supermercado A.&P., no en el primero que encontró sino en otro más pequeño, calle abajo. «Quiero bizcocho para cachorritos», le dijo al dependiente. «¿De alguna marca en particular, caballero?». El mejor tirador del mundo se lo pensó un momento. «Del que pone «Los perritos lo reclaman a ladridos» en la caja», dijo Walter Mitty.
Mitty miró su reloj. Su mujer terminaría en la peluquería en quince minutos, a menos que hubiera habido problemas para secárselo; a veces había problemas para secárselo. A ella no le gustaba llegar la primera al hotel; preferiría que él estuviera allí esperándola, como siempre. Encontró un sillón de cuero en el vestíbulo, de cara a una ventana. Colocó las botas y el bizcocho para perritos en el suelo, al lado del sillón. Tomó un viejo ejemplar de Liberty y se acomodó en el sillón. «¿Conquistará Alemania el mundo desde el aire?». Walter Mitty miró las fotografías de unos aviones que arrojaban bombas y de calles llenas de escombros.
… «El cañoneo ha asustado al joven Raleigh, señor», dijo el sargento. El capitán Mitty lo observó a través de su pelo desgreñado. «Envíelo a la cama», dijo con cansancio, «con los otros. Volaré solo». «Pero, mi capitán, no puede hacer eso», dijo el sargento con inquietud. «Hacen falta dos hombres para pilotar ese bombardero y los antiaéreos han convertido el cielo en un infierno. El escuadrón de Von Richtman opera desde aquí hasta Saulier». «Alguien tiene que cargarse ese depósito de municiones», dijo Mitty. «Yo iré. ¿Un trago de brandy?». Se sirvió una copa para el sargento y otra para él. La guerra se desataba en torno del refugio subterráneo y se estrellaba contra la puerta. Se escuchó un resquebrajarse de maderas y las astillas volaron por la habitación. «Esa cayó un poco cerca», dijo el capitán Mitty, despreocupadamente. «Están afinando la puntería», dijo el sargento. «De algo hay que morir, sargento», dijo Mitty, con una leve y fugaz sonrisa. «¿No le parece?». Se sirvió otro brandy y se lo bebió de un trago. «Nunca he visto a un hombre al que le afecte menos el alcohol», dijo el sargento. «Si me perdona la observación, señor». El capitán Mitty se puso de pie y se ciñó la inmensa Webley-Vickers automática». «Hay que atravesar cuarenta quilómetros de infierno, señor», dijo el sargento. Mitty apuró un último brandy. «Después de todo», dijo en voz baja, «eso es la vida, un infierno». El martilleo de los cañones aumentó; se oía el rat-tat-tat de las ametralladoras y, de alguna parte, venía el pákata-pákata amenazador de los nuevos lanzallamas. Walter Mitty se dirigió a la puerta del refugio canturreando «Auprès de ma blonde». Se volvió y se despidió con un saludo del sargento. «¡Chao!», dijo…
Sintió un golpe en el hombro. «Te he estado buscando por todo el hotel», dijo la Sra. Mitty. «¿Por qué te has empeñado en esconderte en este sillón? ¿Cómo esperabas que iba a encontrarte?». «Esto se está poniendo feo», dijo Walter Mitty abstraído. «¿Qué?», dijo la Sra. Mitty. «¿Has comprado el chisme? ¿El bizcocho para perros? ¿Qué hay en esa caja?». «Las botas de agua», dijo Mitty. «¿Y por qué no te las has puesto en la tienda?». «Estaba aquí, pensando», dijo Walter Mitty. «¿No se te ha ocurrido nunca que yo a veces pienso?». Ella se le quedó mirando fijamente. «En cuanto lleguemos a casa te voy a tomar la temperatura», dijo.
Salieron por la puerta giratoria, que hacía un silbido levemente burlón al empujarla. El aparcamiento estaba a dos manzanas. A la altura de la farmacia de la esquina ella dijo: «Espérame aquí. Se me ha olvidado algo. Tardo un minuto». Tardó más de un minuto. Walter Mitty encendió un cigarrillo. Comenzó a llover aguanieve. Se reclinó contra la pared de la farmacia y se puso a fumar… Se cuadró y juntó los tacones. «Al infierno con el pañuelo», dijo con desprecio. Le dio una última calada al cigarrillo y lo tiró. Entonces, con una leve y fugaz sonrisa que apenas se dibujaba en sus labios, se encaró al pelotón de fusilamiento; firme y sin moverse, con desdén y orgullo, Walter Mitty el Invicto, inescrutable hasta el fin.
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