Juan Gabriel López Guix
Universitat Autònoma de Barcelona
Según el historiador británico Eric Hobsbawm, la Gran Guerra —como se la llamó en un principio— marcó el inicio de la «época de los extremos», un siglo XX «corto» (1914-1991) en el que el fascismo, el comunismo y la democracia liberal lucharon por establecer una hegemonía mundial y que ha visto el fin de la supremacía europea sobre el planeta. Los historiadores han debatido largamente sobre las cuestiones de la continuidad y el cambio asociados con la guerra, sobre si cambió o no de modo fundamental el mundo y, en especial, Europa. En realidad, los cambios trascendentales (económicos, sociales, artísticos) que se hicieron plenamente visibles tras el conflicto se iniciaron con anterioridad. En la década previa, las obras de Kandinski en los primeros años del siglo, Las señoritas de Aviñón (1907) de Picasso, el Cuarteto de cuerda nº 2 de Schönberg (1908), el Manifiesto futurista de Marinetti (1909) en el terreno artístico, por ejemplo, pero de modo más general el desarrollo de la modernidad a partir del último cuarto del siglo XIX (el legado de Marx y Darwin; las obras de Freud o Nietzsche, Baudelaire o Mallarmé, Cézanne o Munch, Planck o Einstein) ponen de manifiesto que la dinámica de cambio estaba ya en marcha desde mucho tiempo antes. En el caso del Reino Unido, se ha sostenido que la guerra sirvió para contener, atenuar y retrasar algunos movimientos y dinámicas sociales patentes ya en los años prebélicos: las luchas obreras, las reivindicaciones irlandesas o las reclamaciones relacionadas con el sufragio femenino y el rol de las mujeres en la sociedad.
En cualquier caso, es indudable que la contienda supuso un hito en la historia del siglo XX y que su sombra se proyectó sobre todo el siglo. Los acuerdos alcanzados tras el armisticio del 11 de noviembre de 1918 plantaron las semillas que darían lugar a la Segunda Guerra Mundial y trazaron en el mapa del mundo unas nuevas fronteras que seguirían sangrando en las postrimerías del siglo XX: los Balcanes, Irlanda del Norte, Palestina, el Líbano, Iraq. Casi un siglo después, la Gran Guerra no ha dejado de ser un acontecimiento vivo: los campos de batalla, las trincheras y los cementerios de guerra en Francia son, aún hoy, escenarios de constante peregrinación; en los países que formaron parte del bando aliado, se guardan todos los años minutos de silencio el 11 de noviembre a las once de la mañana y se lucen amapolas en recuerdo de los caídos en la guerra. La amapola —asociada en la época clásica con el olvido puesto que crecía en las riberas del río Leto, que los muertos debían atravesar para llegar al Hades— se reconvirtió a partir de la década de 1920 en emblema del recuerdo de la destrucción, el dolor y los muertos causados por la guerra gracias a un poema del médico militar canadiense John McCrae, «En los campos de Flandes» (1915). Se trata de un símbolo en el que apropiadamente se funden las armas y las letras. El poema de McCrae, muerto en 1918, es el siguiente:
En los campos de Flandes hay amapolas
creciendo entre las cruces que, una tras otra,
indican nuestro sitio; y por el cielo,
las bravas alondras cantan en su vuelo,
aunque apenas se oyen entre las bombas.
Somos los muertos. Hace poco, la aurora
y la tarde sentíamos, vivos, y ahora,
amantes y amados, inertes yacemos
en los campos de Flandes.
¡Contra el enemigo la lucha retoma!
¡Con manos que caen lanzamos la antorcha;
álzala bien alto y con firme empeño!
Si incumples tu voto con quienes caemos
jamás dormiremos, aunque haya amapolas
en los campos de Flandes.
Como en todo conflicto bélico, la Gran Guerra no sólo generó la habitual «cosecha roja» de devastación —habitual, pero extraordinaria hasta ese momento por su magnitud: unos nueve millones de soldados muertos, más una cifra similar de civiles—, sino que generó también una abundante y variada producción literaria. Son conocidas las novelas u obras más o menos biográficas de multitud de autores procedentes de los diversos bandos combatientes. Entre otras, Por encima de las pasiones (1915) de Romain Rolland, El fuego de Henri Barbusse (1916), Tres soldados de John Dos Passos (1920), Tempestades de acero de Ernst Jünger (1920), Sin novedad en el frente de Eric Maria Remarque (1929), Adiós a las armas de Ernest Hemingway (1929), Adiós a todo eso de Robert Graves (1929), La muerte de un héroe de Richard Aldington (1929), Johnny cogió su fusil de Dalton Trumbo (1939). En el campo de la poesía, acuden a la mente con facilidad Guillaume Apollinaire, Giuseppe Ungaretti Georg Trakl, Gottfried Benn, August Stramm, Rupert Brooke, Wilfred Owen o Sigfried Sassoon. Sin embargo, menos conocida quizá sea la producción cuentística surgida de la guerra, si bien fueron muchos y muy reconocidos los autores que utilizaron como medio de expresión ese género; un género, por otra parte, que encontró en periódicos y revistas, algunos de circulación internacional, medio muy adecuado para su crecimiento. La mitad de los cuentos aquí recopilados aparecieron originalmente en publicaciones periódicas.
De la producción cuentística surgida de ese conflicto civil europeo que fue la Gran Guerra, es una pequeña muestra —doblemente pequeña: por la circunscripción idiomática y la limitación del espacio— la presente selección de veinte relatos publicados en inglés a lo largo de los veinte años posteriores al inicio del conflicto. Uno de sus objetivos ha sido aunar la variedad de procedencias con la variedad de sensibilidades y vivencias, en una gama que va desde el proselitismo al servicio de los intereses del Estado hasta el exorcismo de unas experiencias personales devastadoras, desde la propaganda pública hasta la catarsis personal. Así, por un lado, se ha intentado presentar autores procedentes de diferentes países ligados al Imperio británico y ofrecer un panorama de lo que cabría denominar la trinchera literaria del inglés, con relatos de escritores de los países anglófonos que combatieron junto al Reino Unido y el resto de los aliados. Y, por otro, se recogen las producciones literarias de hombres y mujeres, participantes y no participantes, partidarios y detractores, con objeto de reflejar la multiplicidad de posturas y reacciones ante la guerra, con más o menos énfasis en lo ideológico, lo estético, lo social o lo moral.
Nada más estallar la contienda y tras descubrir que Alemania y Austria-Hungría disponía de una oficina de prensa de guerra (para la austrohúngara trabajarían, entre otros, Hugo von Hofmannsthal, Robert Musil, Egon Schiele, Franz Werfel o Stefan Zweig), el gobierno británico nombró al periodista y político liberal Charles Masterman responsable de la Oficina de Propaganda de Guerra. La primera iniciativa de Masterman fue recurrir a los escritores, y el 2 de septiembre de 1914 se celebró una reunión a la que asistieron dos docenas de los literatos más famosos del momento. Los reunidos se juramentaron para trabajar en secreto en favor del esfuerzo de guerra. En la iniciativa —de cuya magnitud no se tuvo constancia hasta 1935— participaron William Archer, James M. Barrie, Arnold Bennett, John Buchan, Gilbert K. Chesterton, Arthur Conan Doyle, Thomas Hardy, Rudyard Kipling, Arnold Toynbee, Hugh Walpole, H. G. Wells y muchísimos otros hoy menos conocidos pero que en su momento gozaron de gran reputación. Dos de ellos, Kipling y Conan Doyle, están aquí representados.
Algunos de los relatos reflexionan o contienen observaciones sobre el papel y la posición de las mujeres. La guerra supuso, además de sufrimiento personal, una ocasión colectiva para asumir nuevos roles, cuestionar las identidades asignadas, conquistar nuevas parcelas sociales y favorecer expectativas de cambio. Se crearon nuevos papeles; las mujeres se incorporaron al mercado laboral ocupando los puestos de trabajo que los hombres habían dejado vacantes: en fábricas, conduciendo tranvías o en el sector terciario; y contribuyeron poderosamente al esfuerzo bélico: en las fábricas de municiones, como enfermeras o conductoras de ambulancias. Hasta hace relativamente poco la identificación de la literatura de guerra con el relato de la experiencia del combate no había permitido tener en cuenta de modo suficiente esas voces femeninas. Los relatos de algunas autoras, aquí seleccionadas reflejan su particular experiencia del combate. Los cuentos de Lewis y Aldington reflejan, por su parte, la desestructuración personal de los soldados y también la ruptura de la identidad masculina. Aunque el final de la guerra no es el único factor explicativo (otro podría ser, por ejemplo, el miedo a una revolución proletaria), lo cierto es que las mujeres conquistaron el sufragio en Gran Bretaña, Alemania, Rusia, Austria, Países Bajos y Polonia en 1918, en Bélgica en 1919 y en Francia en 1945. Algo parecido se produjo en el terreno de las identidades nacionales. Por lo que respecta al Imperio británico, los casos más claros son Irlanda y la India: la mayor parte de Irlanda consiguió su independencia en 1922; la India tuvo que esperar una nueva guerra mundial. El relato de la bengalí Devi reflexiona con cierta ironía sobre esta cuestión.
En términos literarios, los cuentos presentan también un pequeño abanico de posibilidades estilísticas. Algunos se ciñen a formas clásicas, mientras que otros presentan formas más novedosas. Al mismo tiempo, por el mero hecho de su yuxtaposición, proponen un curioso diálogo literario, permiten suscitar paralelismos y disonancias que pueden conducir a una lectura más compleja y enriquecedora.
La presente recopilación nace de un trabajo de selección y búsqueda en diversas fuentes y versiones originales que, en cierto modo, comenzó con un trabajo anterior publicado también por Alpha Decay, los Cuentos completos de Saki. No ha sido una de las satisfacciones menores de esta investigación encontrar las primeras ediciones de unos cuentos que han trasladado a mi biblioteca la melancolía de unos años desgarradores y el asombro por las respuestas estéticas y formales a ese desasosiego. Los relatos se presentan ordenados por fecha de publicación, a pesar de que la composición de alguno sea anterior. La mayoría se publica aquí por primera vez en traducción española. Una parte de la selección se utilizó en dos cursos de iniciación a la traducción literaria que impartí en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona durante los cursos académicos 2005-2006 y 2006-2007. Los relatos sirvieron —tal fue al menos mi propósito— de iniciación a los dolorosos y maravillosos placeres de la traducción literaria; fueron utilizados como instrumento para el ejercicio de esa lectura de alta intensidad que es la traducción, suscitaron grandes debates y permitieron ensayar traducciones. Los participantes en la empresa, a quienes deseo agradecer su empeño y entusiasmo, fueron: en el 2006, Anna Castejón, Maddi Egía, Bernadette Konzett, Maialen Marín, Jorge Márquez, Gema Moraleda, Jesús Moreno, Marina Navarro, Natalia Oller, Ana Romero, Claudia Rühle, Leticia Tovar y Carolina Vidal; y en el 2007, Elvira Bikkinina, Adriana Milán, Paola López, Simona Mogoi, Jaione Ugalde y Lucrecia Velloso.
Por último, desearía agradecer también la inestimable ayuda de Jacqueline Minett por sus comentarios iluminadores sobre diversos aspectos de los cuentos, así como la colaboración de dos lectoras de excepción, Soledad Galilea y Marietta Gargatagli, que leyeron distintas etapas del manuscrito y ofrecieron sugerencias que han mejorado la versión final.